Hay mucha bibliografía sobre el tema, no tanto por la importancia de la cuestión antes de 1914 como por el subsiguiente ascenso al poder de Hitler y el nazismo. Una historia intelectual clásica de esta época es la de Mosse, 1966.
[51] Una buena colección de ensayos que incluyen una crítica a esta distinción, en Baycroft y Hewitson, 2006.
[52] Sobre el argumento de que la crítica constante a lo que se entiende por una identidad nacional «auténtica» de hecho fortalece al nacionalismo, cfr. Hutchinson, 2005, sobre todo cap. 4 por su importancia.
[53] ¿Qué hubiera pasado si Alemania y sus aliados hubieran ganado la guerra? ¿Podría la preservación de los imperios Habsburgo y otomano, junto a la extensión del gobierno alemán en Europa Central y Occidental, haber bloqueado al principio de nacionalidad? No podemos responder a este tipo de preguntas especulativas. Pero es difícil ignorar el declive de los movimientos nacionalistas en los dos imperios multiétnicos (justo cuando se los reconocía explícitamente en la Unión Soviética). A los observadores alemanes, como Max Weber, les preocupaba que una expansión demasiada grande minara el carácter nacional del Estado alemán y creían que habría que conceder la autonomía a otras nacionalidades como los polacos o los ucranianos.
IV
HEGEL Y EL HEGELIANISMO[1]
Frederick C. Beiser
PROBLEMAS DE INTERPRETACIÓN
Desde una perspectiva histórica, la filosofía política de Hegel expuesta en 1821 en su Filosofía del derecho era una gran síntesis de todas las tradiciones en liza de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Su teoría del Estado aunaba liberalismo y comunitarismo[2]; su doctrina del derecho fusionaba historicismo, racionalismo y voluntarismo; su visión del gobierno ideal mezclaba a la aristocracia, la monarquía y la democracia, y su política ocupaba un lugar intermedio entre izquierda y derecha, progreso y reacción. Esta descripción del logro de Hegel no es una racionalización ex post facto; es una constatación de sus intenciones. Pues Hegel se consideraba el gran sintetizador, el último mediador de su época. Todos los conflictos entre puntos de vista opuestos acabarían resolviéndose –las verdades, conservadas, y los errores, cancelados– en un único sistema coherente. El poder de la filosofía política de Hegel se debe a sus diseños sincréticos y a su capacidad para dar acomodo a todos los puntos de vista; tal parecía que cualquier crítica al sistema provenía de un punto de vista cuyas exigencias ya habían hallado acomodo en su seno.
Los mayores problemas a la hora de entender la filosofía política de Hegel resultan de sus ambiciones sistémicas, de sus intenciones sincréticas. El más evidente es dar una interpretación equilibrada, que haga justicia a todas las facetas del sistema hegeliano. La mayoría de las interpretaciones son unilaterales: sólo hacen hincapié en alguno de los aspectos de su sistema a expensas de los demás. Y, así, la teoría del Estado de Hegel se entiende como una forma de defender al comunitarismo del liberalismo; su teoría del derecho se lee exclusivamente en clave racionalista, voluntarista o historicista, y su política se ha calificado de radical o reaccionaria. Ninguna de estas interpretaciones extremas o unilaterales puede ser correcta, ya que la intención de Hegel era incluir todos los puntos de vista en su sistema.
Existe otro problema, aun mayor, que pertenece al traicionero campo de la metafísica al que se enfrentan pocos historiadores o politólogos. La metafísica es el corazón y el alma del sistema hegeliano, la fuente de su unidad, la base de su diseño sintético. Pero, dado que es una disciplina controvertida y la mayoría de los teóricos políticos la desconocen, las interpretaciones más recientes de Hegel no son metafísicas, como si se le pudiera entender cabalmente al margen de su metafísica[3]. Estas interpretaciones adolecen de importantes defectos. Para empezar, son terriblemente anacrónicas al imponer una división del trabajo académico moderna a una época mucho más holística, proyectando un espíritu positivista moderno sobre una era que siempre fue profundamente escéptica con el positivismo. Y, lo que es aún peor, son totalmente contrarias a las intenciones de Hegel, que quería fundamentar la política en una firme base metafísica[4]. Lo peor de todo es que las ideas políticas centrales de Hegel son irreductible e inevitablemente metafísicas. De ahí que la razón en la historia se base en un idealismo absoluto, que su noción de libertad dependa de su concepto del espíritu (Geist), que su teoría del derecho se base en la ontología y teleología aristotélicas y que su metodología, que consideraba su contribución específica a la filosofía política, exija que aprehendamos «el concepto» (der Begriff) de una cosa, que resulta ser su causa «final-formal».
El propósito de este ensayo es explicar la filosofía política de Hegel, en la medida de lo posible y en un ámbito limitado, teniendo en cuenta sus intenciones holísticas y metafísicas[5]. Veremos cómo en la teoría del derecho de Hegel se unifican el voluntarismo, el racionalismo y el historicismo, cómo su teoría del estado aúna liberalismo y comunitarismo y cómo su teoría de la historia se basa tanto en el radicalismo como en el conservadurismo.
LA RAZÓN EN LA HISTORIA
Cualquier estudio general sobre el pensamiento político de Hegel debería empezar por el acontecimiento central de su época: La Revolución francesa. Como muchos otros pensadores de la década de 1790, Hegel forjó su filosofía social y política en la encrucijada de este suceso que marcó época. Algunos de los temas centrales de su pensamiento político de madurez surgieron directamente de sus respuestas a las cuestiones suscitadas por la Revolución. Hegel mismo reconoció lo mucho que le debía cuando la describió, junto al cuarto de siglo siguiente, como «posiblemente los años más ricos de la historia mundial y para nosotros los más instructivos, porque nuestro mundo y nuestras ideas pertenecen a ellos» (VVL IV, pp. 507, 282).
Cuando se tomó la Bastilla, en 1789, Hegel sólo tenía diecinueve años y estudiaba en un seminario, el ilustre Tübinger Stift. Junto a sus dos célebres amigos, F. W. J. Schelling y Friedrich Hölderlin, Hegel saludó a Revolución como al amanecer de una nueva era y celebró el fin del despotismo, del privilegio y de la opresión del Ancien Régime. Dice la leyenda que Hegel, Schelling y Hölderlin plantaron un árbol de la libertad, crearon un club secreto para leer la nueva literatura revolucionaria y establecieron contacto con los republicanos franceses[6]. Pero no se trataba sólo de entusiasmo juvenil. Aunque muchos de los contemporáneos de Hegel perdieron rápidamente la fe en la Revolución, Hegel permaneció fiel a sus principales ideales: liberté, égalité et fraternité y a los derechos del hombre. Hasta sus últimos años siguió brindando el día de la toma de la Bastilla, admiró a Napoleón y condenó la Restauración.
Hegel aprendió tres grandes lecciones de la Revolución. En primer lugar, que la constitución del Estado moderno debía basarse en la razón, no en los precedentes ni en la tradición (VVL IV, pp. 506, 281). En segundo lugar, que la constitución debía basarse en la idea de libertad, es decir, en la idea de que el hombre es libre por naturaleza (PG XII, pp. 527-529). Resumiendo, en el racionalismo hegeliano, su fe en los derechos del hombre y en las instituciones representativas eran un legado de la Revolución.
Aunque Hegel apoyaba los ideales de la Revolución, repudiaba su práctica. Desaprobaba los cambios sociales violentos desde abajo, un cataclismo que podía acabar con todas las leyes y todas las instituciones, sin dejar nada sobre lo que construir. Como muchos de sus contemporáneos que habían sido testigos de los disturbios en Francia, Hegel señalaba el gran valor de acometer reformas graduales desde arriba, dirigidas por los sabios y las