de que los derechos civiles contenían también una dimensión «social» (T. H. Marshall, 1977). En Francia, donde se culpaba a la Revolución de haber destruido los antiguos lazos morales y sociales sin crear otros nuevos que poner en su lugar, la retórica en torno a los males sociales tenía una mayor carga política. No es ya que pensaran que los pobres eran seres degradados: se los consideraba políticamente peligrosos (Chevalier, 1973; Himmelfarb, 1984, pp. 392-400).
De manera que los economistas sociales franceses temían y despreciaban a las clases pobres, pero tendían más que los reformistas ingleses a absolverlas de responsabilidad por su condición. Los males de la miseria pública «tienen su origen en el medio en el que viven los individuos, algo que no está en su mano cambiar» (Dufau, 1860, p. 93). La erradicación de los males sociales era una obligación social, no una cuestión de reforma del carácter de los individuos. Pero esta obligación era un deber que no generaba el correspondiente derecho político y, por lo tanto, no daba lugar a exigencias legales válidas. En realidad, estos autores injertaron el individualismo de la Revolución, con su discurso sobre el derecho natural, en las raíces mismas de la pobreza: la noción abstracta de los derechos del hombre económico era esencial para ese nuevo orden económico que estaba generando una clase empobrecida. Intentar eliminar los males del pauperismo reconociendo derechos individuales al trabajo o al bienestar no hacía sino ahondar en el problema al intensificar el individualismo, destruyendo toda organización intermedia y creando un vacío entre el Estado y el ciudadano (Cherbuliez, 1853, p. 4). Pero ¿quién tenía la obligación de acometer la labor de asistencia social, y cómo hacerlo? Los economistas sociales empezaban invocando la necesidad de un potencial de acción en la «sociedad», que, supuestamente, tenía su propia lógica y fuerza reguladora, superior y diferente a las leyes de la economía. Muchos de estos pensadores eran católicos conservadores y adoptaron una idea de obligación social que claramente era afín a la concepción religiosa del deber de ayuda mutua que une a los cristianos en una comunidad católica. Sin embargo, la idea de lo «social» era laxa y fluida, porque no había una teología concreta ni un cuerpo sacerdotal para darle forma[8].
En Inglaterra, los reformistas solían aliarse con los economistas políticos para combatir científicamente los nuevos males asociados a la pobreza generada por la industrialización (Abrams, 1968, pp. 8-52). En Francia, en cambio, los debates sobre la cuestión social y la reforma social florecieron al margen (e incluso en contra) de las categorías y afirmaciones de la economía política liberal. Surgieron en un discurso nuevo que pedía la integración social basada en una «ciencia» más amplia. Para que temas como la reforma de las prisiones, el trabajo infantil o la ayuda a los pobres pudieran considerarse «sociales» en la cultura política de elite de la Restauración y la Monarquía de Julio, había que señalar que estos asuntos no iban a discutirse en términos económicos o políticos, sino que se realizaría un análisis imparcial basado en datos recopilados por una elite de expertos (Drescher, 1968, p. 99). Se esperaba lograr un consenso en torno a las políticas sociales elaborando medidas de mejora con ayuda de una ciencia social apolítica, en vez de por medio de debates rituales que exacerbaran las fisuras del sistema político.
La idea original de privilegiar a la economía política por encima del resto de las ciencias sociales había sido rechazada tanto por los liberales del juste milieu como por los reformistas sociales católicos, porque se la identificaba con el individualismo revolucionario, una de esas peligrosas asociaciones que llevó a los miembros desafectos de la generación posrevolucionaria a estudiar una ciencia social «individualista». Muchos de estos jóvenes pensadores franceses se reunían en círculos donde leer y estudiar las obras de Tracy, Say, Cabanis, Kant y Bentham, y siguieron tortuosas odiseas personales que los condujeron a conspiraciones revolucionarias o al repliegue utópico. Al igual que los miembros de la Utilitarian Society de Inglaterra, que agrupaba a los seguidores de Bentham y James Mill, estos jóvenes radicales querían acabar con el irracionalismo y los prejuicios que supuestamente asfixiaban la política francesa aplicando la aguda lógica de la utilidad (Welch, 1984, pp. 135-153). Pero para los franceses esto era un paso más, no un destino. Muchos reaccionaron con simpatía ante la cantinela utópica de felicidad universal en una nueva sociedad industrial, presente en las obras de Say, Tracy o Bentham, abandonando pronto el programa político asociado a ella: una política democrática no revolucionaria y una economía no intervencionista. Algunos consideraron que estas rigideces políticas eran limitaciones impuestas por una generación anterior timorata y débil, y se volcaron en un insurreccionalismo neojacobino. Otros afeaban a los idéologues una concepción errónea de la fisiología o de la historia, así como su aceptación facilona de los dogmas individualistas de la economía. Este último grupo derivó cada vez más hacia el socialismo utópico, en concreto hacia la órbita de Saint-Simon y de Auguste Comte[9].
Estamos ahora ya en condiciones de evaluar las diferencias entre Inglaterra y el continente en los debates sobre la ciencia social de las primeras décadas del siglo XIX. En Inglaterra, la economía política se consideraba la ciencia social más desarrollada y prestigiosa, pero servía bien a unas elites tradicionales que no dependían de la economía ni de la ciencia social para legitimarse políticamente. En Francia predominaba una condena, con tintes morales, de la economía política y se le negaba valor a sus conclusiones mientras se constriñera a su ámbito; de ahí los intentos de integrarla en una ciencia social más vasta que proporcionara un contexto para la generación de nuevas normas morales[10]. Auguste Comte fue uno de los que defendieron el acceso científico al mundo social. Su renovación «positivista» de las laberínticas estructuras intelectuales que había heredado influyó enormemente en la vida intelectual de los siglos XIX y XX. Si comparamos la idea que tenía Comte del ámbito de las ciencias sociales con la defendida por John Stuart Mill, entenderemos los distintos modelos de premisas políticas e intuiciones culturales que subyacían a las nociones francesa e inglesa de la ciencia de lo social como ciencia reina a mediados de siglo. También nos da un entorno para contrastar los diferentes espacios culturales que el «positivismo» podía ocupar en la Inglaterra y Francia decimonónicas.
Cuando Comte dio unas clases en la década de 1820 sobre la estructura de las ciencias (publicadas luego bajo el título Curso de filosofía positiva [1830-1842]), significativamente omitió la existencia de pseudociencias como la psicología (que asociaba sobre todo con el sensualismo y el eclecticismo) y la economía política (Comte, 1998, pp. 229-232). En su opinión, la metodología metafísica e individualista viciaba las pretensiones científicas de estas disciplinas. Además, la idea de que eran independientes contradecía el deseo de Comte de descubrir lo positivo, lo irreductible: las leyes que regían la sociedad (Brown, 1984, p. 191). Comte compartía con su mentor Saint-Simon y los saint-simonianos una actitud crítica hacia el liberalismo económico y su «ciencia» asociada, muy parecida a la de Sismondi y los economistas sociales (Mauduit, 1929; Pickering, 1993, pp. 110-112, 405-406). Recurrió a la idea de Destutt de Tracy sobre la brecha existente entre los presupuestos metafísicos de la economía política y los datos de la experiencia social para demostrar que la ciencia social no podía partir de métodos introspectivos. Por ejemplo, el análisis que realizó Tracy de la propiedad, la riqueza y la pobreza era contradictorio en opinión de Comte. Aunque Tracy intentó aplicar el positivismo, fracasó en su noble intento debido a la metafísica individualista de su enfoque (Comte, 1968, III, pp. 604-630 passim).
Comte tenía mejor opinión de Cabanis, que afirmaba que el enfoque correcto para entender los hechos de la experiencia social pasaba por las leyes de la fisiología humana, pero negaba que las leyes de la sociología derivaran de la fisiología humana. Pensaba que tenían su origen en las leyes que determinaban el funcionamiento del organismo social en su conjunto (funciona como un mecanismo compuesto por partes interrelacionadas) o en aquellas que regían el proceso por el que un organismo social sucedía a otro en la historia. Según Comte, la ley de los tres estadios de desarrollo –el teológico o ficticio, el metafísico o abstracto y el científico o positivo– era la más importante del cambio histórico. En la física social o sociología, las observaciones iniciales que conducían a estas leyes hipotéticas no eran las