importancia al patriotismo y defendían la primacía de los intereses públicos sobre los privados, lo que no excluía las afinidades internacionalistas. Pero los reyes podían alegar que tales virtudes las encarnaba también una monarquía, y muchos estados de nueva creación de la época –como Grecia, Bélgica, Serbia, Rumanía– optaron por esta forma de gobierno cuando obtuvieron la independencia. Las monarquías podían salir de su concha creando imperios, dando alas a la gloria nacional y al prestigio individual, brindando oportunidades de empleo y fomentando la emigración para aliviar las presiones sociales en casa. De manera que el nacionalismo y el crecimiento de los imperios solían estar bastante interrelacionados.
Como se puede apreciar, el radicalismo no siempre fue republicano, ni el republicanismo fue siempre radical o democrático. Hubo hasta socialistas, como Robert Blatchford en Gran Bretaña, que no eran necesariamente antimonárquicos, ya que «una monarquía muy limitada […] es más segura y mejor en muchos aspectos que una república […] el riesgo de intrigas y corrupción es menor, las ambiciones personales tienen menos cabida y menos fuerza en una monarquía que en una república» (Clarion, 3 de julio de 1897, p. 212). En general, los radicales del siglo XIX querían extender el sufragio para lograr una mayor democracia y limitar el gobierno aristocrático, pero no necesariamente abolir la monarquía. Filosóficamente solían partir de la teoría del contrato social y de los derechos naturales, pero también los había utilitaristas, como los «radicales filosóficos» benthamitas. Los radicales tendían a ser más individualistas, a hacer mayor hincapié en la libertad como valor básico y a reivindicar derechos; los republicanos daban preferencia a la comunidad, a una igualdad social relativa y a un virtuoso cumplimiento del deber. Definían su ideal en términos de purificación de un ideal monárquico en el que la función primordial del rey fuera el servicio público, y buscaron numerosos ejemplos históricos de repúblicas aristocráticas u oligarquías clásicas, como Venecia. Sin embargo, poco a poco, fueron rechazando el ideal monárquico para defender otras variantes constitucionales de la soberanía democrática popular.
Gran Bretaña
El radicalismo y republicanismo británico moderno empezó con el explosivo debate sobre los «principios franceses» que desató la publicación de Los derechos del hombre de Thomas Paine (1791-1792) (cfr. Claeys, 1989b, 2007a). Aunque ninguna tipología está libre de crítica, cabe identificar en la Gran Bretaña de aquel periodo al menos cinco tipos de republicanismo que se solapaban: 1) el republicanismo utópico, en el que la comunidad de bienes –una tradición que se remontaba a Esparta, Platón, el cristianismo primitivo y Tomás Moro– pretendía solucionar la pobreza y la desigualdad (p. ej., el Ensayo sobre el gobierno civil, 1793, p. 86); 2) el republicanismo agrario, en el que se defendía la imposición de restricciones a la propiedad para limitar la desigualdad económica. Se asociaba a la tradición de la República romana recuperada por James Harrington y defendida tanto por Paine como por Thomas Spence; 3) el republicanismo antimonárquico, cuyo objetivo principal era la abolición de la realeza y su sustitución por una república o «gobierno electo» (Paine, 1992, p. 106); en el periodo que nos ocupa se asociaba fundamentalmente a Paine; 4) el republicanismo radical, en el que la extensión del sufragio (del sufragio masculino universal, generalmente) era la meta principal; y 5) el republicanismo whiggish, en el que lo prioritario era la reforma de las finanzas del Estado y restringir los poderes del monarca y de la aristocracia para que no pudieran interferir en las labores de la Cámara de los Comunes, y con la mente puesta en gobernar por el bien común, o res publica[3]. De todos estos tipos, el 1) fue adoptado por el socialismo a las alturas de 1840, el 2) fue retomado por los seguidores de Thomas Spence y el posterior movimiento de nacionalización de tierras; el 3) resurgiría vigorosamente a partir de 1848 en las obras de W. J. Linton, para luego desaparecer; y el 4) iría haciéndose con el 5) a lo largo de los siglos XIX y XX. La forma como las corrientes republicanas de los siglos XVI, XVII y XVIII afluyen en el siglo XIX sigue siendo un tema controvertido (cfr. Pocock, 1985). En cambio, se ha prestado poca atención a las líneas que vinculan a la década de 1790 con el siglo XIX, en parte porque los lenguajes y paradigmas anteriores desaparecieron o se volvieron irreconocibles tras la Revolución francesa (pero cfr. Burrow, 1988; Philp, 1998; Wootton, 1994).
En general, el término «radical» se estuvo usando en Gran Bretaña durante la década de 1790 para referirse al deseo de una reforma constitucional democrática, y, sobre todo, a la extensión del sufragio. El término «radicalismo», tal y como fue definido por la historiografía temprana (p. ej. Daly, 1892; Kent 1899), surgió en torno a 1819 para describir al movimiento asociado a estos reformistas. Existían desacuerdos en el seno del grupo sobre la medida en la que convenía extender el sufragio, sobre si el voto debía ser secreto, sobre si había que pagar a los miembros del Parlamento, etcétera. También se hablaba de una reducción de impuestos y de los gastos de la monarquía y del gobierno, de la extensión de la tolerancia religiosa y del fin del clientelismo. Sociológicamente se solía asociar al radicalismo con la difícil situación de los pequeños productores, tanto en la agricultura como en el comercio, que libraban una lucha amarga, prolongada y, a la larga, habitualmente infructuosa contra los grandes capitalistas.
En Gran Bretaña la rama plebeya de este movimiento pedía el sufragio universal masculino. Al principio expresaron sus objetivos en términos tradicionales y hasta «románticos», que, más que buscar un nuevo modelo de república democrática, evocaban con nostalgia una sociedad perdida de pequeños granjeros y campesinos propietarios de sus tierras. Eran hostiles a las teorías jacobinas, aunque condenaban la «Old Corruption» de gobiernos derrochadores y aristocracia disoluta (cfr. Spence, 1996). Antes de 1820 pivotaban en torno a los destacados radicales (ambos negaron ser republicanos) William Cobbett (1763-1835) (cfr. Cobbett, 1836, p. 159) y Henry Hunt (1770-1835) (cfr. Hunt, 1820, I, p. 505). Entre 1836 y mediados de la década de 1850 el radicalismo adoptó la forma del cartismo y contribuyó a la aprobación de dos leyes de reforma parlamentaria (1867, 1884). Pero la obtención del sufragio universal se consideraba, en general, un medio para otros fines, incluida la reforma de las leyes de pobres, el levantamiento de las restricciones impuestas a los sindicatos, la reforma industrial y la libertad de prensa.
La correspondiente rama de clase media estaba liderada por Jeremy Bentham (1748-1832) y sus seguidores, como Sir William Molesworth, a los que solían llamar «radicales filosóficos» o liberales «avanzados». Durante un tiempo constituyeron una facción con cierto eco en el Parlamento, aunque hay quien dice que ejercieron una influencia mucho mayor de lo que se cree (Dicey, 1914). Sus ideas se solapaban en algunos extremos con las de Richard Cobden (1804-1865) y John Bright (1811-1889), cuyo radicalismo se centraba en la promoción del libre comercio por medios pacíficos, en ampliar el sufragio y en reducir el gasto del gobierno, de la Corona y de la expansión imperial. Su mayor éxito legislativo fue la derogación de las Leyes del Cereal, que gravaban la importación de grano, en 1846 (cfr. Adelman, 1984; Belchem, 1986; Harris, 1885; Wright, 1988).
De todos estos movimientos el cartismo, pese a su heterogeneidad ideológica, era el mayor con diferencia y, a largo plazo, el más influyente[4]. Nacido en 1836, el movimiento cartista consensuó un programa de seis puntos centrado en el sufragio universal masculino, y elevó peticiones al Parlamento en tres grandes campañas. Dividido singularmente entre los moderados de la «fuerza moral» y los partidarios de la «fuerza física», este movimiento reformista quedó asociado a mediados de la década de 1840 al «Land Plan», un plan de reforma agraria para promocionar la propiedad campesina a pequeña escala impulsado por Feargus OʼConnor. El radicalismo plebeyo fracasó en Gran Bretaña en el momento álgido de la era victoriana, pero resurgió con fuerza en la década de 1860, cuando las sufragistas se implicaron a fondo después de que la elite artesana obtuviera el derecho al voto en 1867 (Finn, 1993; Gillespie, 1927; Taylor, 1995). Además, el rápido crecimiento del sindicalismo en el último tercio de siglo garantizaba que salieran a la palestra los temas importantes para la «aristocracia del trabajo». A partir de la década de 1880, el auge del socialismo dividió al movimiento laborista, pero también aceleró la fundación de un partido laborista independiente. Tras 1880 surgió asimismo un «programa radical» distintivo que asociaba estrechamente al ala radical del Partido Liberal con la reforma irlandesa,