especializado y continuado, sin una preparación adecuada, una criatura que, con su desamparo, había sufrido unos daños físicos o psíquicos, o ambos a la vez, las consecuencias de los cuales han ido enturbiando y complicando las relaciones de tal manera que, generalmente al llegar a la pubertad o a la adolescencia, el peso es tan abrumador que las familias ya no se sienten capaces de salir, por sus propios medios, del fondo del pozo en el que se encuentran.
El trabajo con estas familias pone de relieve las complicaciones psicológicas que conlleva el hecho de adoptar un niño del cual, a menudo, nada se sabe o muy poca cosa, las complicaciones de hacerse cargo de una criatura traída al mundo por unas personas absolutamente desconocidas, como acostumbra a ocurrir, y de no tener ni idea de lo que esta criatura ha vivido realmente y ha tenido que soportar y sufrir. Hay que tener muy en cuenta que, para todo el mundo, un abandono es siempre algo terrible. No hay nada peor que sentirse dejado, no deseado, rechazado. Es un sufrimiento muy profundo que afecta a las personas en su parte más sensible y que puede llegar a trastornarlas tanto que la recuperación requerirá un gran esfuerzo, tanto por parte de ellas mismas como por parte de quienes las rodean. Alguien que haya sido abandonado, aunque racionalmente pueda pensar y entender el porqué de lo ocurrido, no puede evitar sentirse, en un nivel muy íntimo, rechazado por indeseable y poca cosa, poco valioso y poco estimable. Sus vivencias, a partir de este hecho, suelen quedar enturbiadas, además, por el miedo a que se les repita algo parecido. Necesitará mucho tiempo para superarlo, mucha comprensión por parte de la familia y de los amigos y, a veces, asistencia especializada.
Todo ello es más punzante y dramático en el caso de un niño: primero, porque cuando se produce el abandono, su mente es muy inmadura y no está capacitada para soportar un hecho de tal magnitud y, después, porque le es imposible saber cuáles han sido los motivos reales que han provocado que le abandonasen. Es fácil comprender, pues, que a un niño le sea mucho más difícil hacerse cargo de una situación como esta. En su mundo interno pueden aparecer las mismas dudas y los mismos miedos inconscientes que amenazan a los adultos. Ahora bien, puesto que, en general, psicológicamente es un ser todavía frágil, su situación emocional presenta un nivel de complejidad mucho más elevado. Aparte de sentirse íntimamente poco valioso y estimable, su miedo a ser abandonado por segunda vez puede llegar a ser tremendo. A ello se debe que unas situaciones de lo más normales del día a día, como por ejemplo el hecho de ir a la escuela o de tener que esperar que la madre regrese si ha salido para llevar a cabo alguna gestión, le desencadenen una congoja insoportable para él e incomprensible para los padres y demás familiares. También suele ocurrir que se vea llevado a provocar situaciones desagradables con la finalidad, oculta para sí mismo, de irse reasegurando a fuerza de comprobar que, haga lo que haga, no se le vuelve a abandonar.
Podemos pensar, pues, que para un niño que ha sido abandonado no hay nada peor que tener que sufrir un segundo abandono, cosa que, desgraciadamente, se produce entre algunos de los niños adoptados. Las cifras oficiales, en distintas comunidades autónomas, de retornos de niños son de un ocho a un nueve por ciento. Probablemente, las cifras reales sean más elevadas, porque a veces hay dificultades de conexión entre los distintos servicios de la Administración, de manera que pueden darse casos de niños que han ido pasando de institución en institución y de servicio en servicio y ya nadie sabe que habían sido adoptados y retornados, de modo que estadísticamente no están contabilizados.
Los retornos se producen por distintas causas, pero pueden resumirse en dos grandes apartados: por una parte, puede tratarse de unos padres mal seleccionados y no preparados para llevar a cabo una adopción los cuales, al ver las dificultades normales de una criatura que se ha visto desamparada, no son capaces de entenderla y mucho menos de hacerse cargo de la situación, y se vienen abajo. Por otra parte, hay los casos de aquellas criaturas que, por sus gravísimas deficiencias específicas, físicas y/o psíquicas y por las atenciones especializadas que necesitan, no deberían haber sido concedidas en adopción.
Hay también niños adoptados que, sin ser devueltos a la Administración pública, son llevados, a causa del malestar que se genera en la familia, a un internado de pago. Ello equivale, en la mente del niño, a sufrir una nueva situación de abandono que no le ayudará en absoluto a superar el trauma vivido en su más pequeña infancia.
Junto al sufrimiento de los niños, debemos considerar también el sufrimiento de las parejas que no han podido engendrar y que se han visto obligadas a transitar por un gran periplo de frustraciones continuadas. Han sufrido mucho y han vivido situaciones extremadamente dolorosas a causa de las dificultades para engendrar, y generalmente lo han sufrido sin ayuda psicológica de ninguna clase. Después de muchas experiencias cargadas de decepciones para convertirse en padres biológicos, y después de haber podido hacerse a la idea de recurrir a una adopción como único camino para conseguir la paternidad, suelen sentirse íntimamente merecedores de lo que piden, desean que los profesionales que les atienden también lo vean así y no pueden entender una respuesta negativa. Son personas que, en el fondo de si mismas, también se sienten abandonadas, en su caso por el hijo propio que creen no poder tener, y que se hallan en una situación emocional de fuerte hipersensibilidad. Desearían sentirse acogidas y valoradas muy positivamente para poder recuperarse de sus desengaños. Además, como no suelen ver la necesidad de llevar a cabo una exploración especializada, a menudo se quejan de haber recibido un trato frío y distante. No pueden hacerse cargo de que los profesionales, para poder entender el funcionamiento mental de las personas, deben mantener una actitud profesional, que debe ser amable y respetuosa, pero que nunca debería ser el tipo de contacto que ellos probablemente desearían: el que puede existir con una buena amistad.
Muchas parejas, y seguiré refiriéndome exclusivamente, porque son las personas que lo viven con mayor dolor, a aquellas en las que alguno de los dos miembros, o ambos, tienen problemas para engendrar. Cuando llegan a pedir una adopción saben que están quemando el último cartucho para convertirse en padres. Durante todo el proceso lleno de fracasos para intentar tener un hijo propio, han ido escuchando, en boca de los diferentes profesionales que les han atendido y también en boca de familiares y amigos, que siempre les queda el recurso de adoptar. Para consolarles, tranquilizarles y evitar que se desesperen demasiado, se les presenta la adopción como una solución muy factible. Por ello, cuando comprueban que ya no pueden intentar nada más para tener hijos propios y se inclinan por una adopción, vuelven a ilusionarse y no pueden tolerar que el resultado no sea el que desean. Muchos no pueden asumirlo, lo viven como un auténtico desastre, como el último fracaso de sus ilusiones, como la pérdida definitiva de toda esperanza y, peor todavía, muchos sienten que, sin un hijo, su vida futura ya no tendrá ningún sentido.
Habían ido haciéndose a la idea de adoptar mientras recorrían el largo camino plagado de desengaños continuados. La mayoría hablan del gran sufrimiento que han tenido que soportar cada vez que el resultado de un intento de fecundación ha sido negativo y se quejan de haberse sentido muy solos. En los casos de esterilidad de uno de los dos, solemos constatar que, por el miedo a hacerse daño, ni tan solo han podido permitirse la libertad de hablar claramente entre ambos de los sentimientos que han ido experimentando el uno hacia el otro, a menudo sentimientos muy contradictorios.
Llegados a este punto, otra negativa, por muy bien argumentada que esté, o ante un «sería necesario que pudiesen hablar un poco más de ello con un especialista para trabajar determinados aspectos poco madurados», hace que la desesperación vaya acompañada de fuerte rabia: se sienten aptos para hacer lo que se proponen y llenos de amor por una criatura desvalida que existe en algún lugar del mundo, esperándoles. Tuve noticia de una pareja que, al explicarles que deberían ponerse en manos de un profesional porque sus condiciones emocionales, en aquel momento, desaconsejaban la adopción (acababan de perder a su hija única y, aunque eran muy jóvenes, decían no querer volver a pasar por la experiencia de tener otro hijo propio), llenos de dolor, dijeron: «¡Ustedes no nos quitarán a nuestro hijo!» No sólo sentían que había unas personas que no se lo querían dar, sino que el sentimiento más profundo era que se les había quitado una hija y que ahora, además, se les estaba quitando (probablemente robando) el segundo hijo que ellos ya se habían adjudicado. La realidad de lo que les ocurría era que no habían podido hacer el duelo por la hija fallecida y estaban convencidos de que otra criatura les permitiría recuperar el bienestar perdido. Lo demostraba con mucha claridad el hecho de que ya tenían