en ella una fantasía en la que cualquiera podía ser el objeto. Hannah era menos que una persona. Algo más que una cosa, porque una cosa no se podía comer y ella estaba hecha de carne. Algo más que un animal porque, además de servir como alimento, se la podía alquilar con mayor frecuencia y a mejor precio que las bestias de tiro: nunca, en ningún rincón del mundo, los hombres esperaban en montón, pacientemente, durante horas, el turno para utilizar un caballo o un buey, como esperaban para servirse de una mujer. Por eso le sonrió a la otra Hannah, la del espejo, en el momento de meterse en la boca el cañón del revólver, un instante antes de terminar.
Una palanganera del burdel fue a decírselo al Francés.
—¿Hubo mucha sangre? —preguntó él.
La mujer consideró la respuesta.
—¿Ensució mucho? —insistió el Francés.
—No sé… Un poco, el suelo y la pared —dijo ella al final.
—¿Manchó las sábanas?
—Creo que no. No estaba en la cama.
—Entonces, que no las cambien hasta el día que toque. No hay por qué gastar en eso. Tengo una nueva esperando. Que ocupe esa pieza.
—¿Y con el cuerpo, qué hacemos?
—Que se lo lleve la policía. Yo voy a avisar al dueño, a ver si quiere enterrarla.
Sanofevich no quiso hacerse cargo del cadáver de Hannah.
Se habrá perdido como se pierden esas cosas, decía mi padre, entre burocracias y errores, y habrá acabado en la fosa común o en manos de un estudiante de medicina.
Aquél fue el día en que Galiffi se reunió con los rufianes para exigirles pago por protección, y en que mi tío Attilio anunció su llegada a la Argentina.
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