desde detrás de sus elegantes abanicos y sus impávidos rostros ingleses, que ella era más de lo que aparentaba.
Juliana se pasó la punta del dedo por la rosada cicatriz en su sien apenas visible, el último vestigio de la noche en que acabó en el carruaje de Leighton, y volvió a rememorar todos los momentos dolorosos de las primeras semanas en Londres, cuando era inexperta y estaba sola, y aún esperaba convertirse en uno de ellos…, en una aristócrata.
Tendría que haberse dado cuenta antes, por supuesto. Jamás la aceptarían.
La doncella terminó de arreglar el dobladillo de Mariana y Juliana observó cómo se zarandeaba la falda antes de girar sobre sus talones.
—¿Regresamos?
Juliana encorvó los hombros exageradamente.
—Si no queda más remedio…
La duquesa se rio, y juntas se encaminaron hacia la sala principal del salón.
—He oído que la noche del baile de otoño en Ralston House la descubrieron en un tórrido abrazo en los jardines.
Juliana se quedó petrificada al reconocer el tono agudo y nasal de lady Sparrow, una de las cotillas más notables de la sociedad.
—¿En los jardines de su hermano? —El jadeo de asombro dejó claro que Juliana era el tema de conversación.
Dirigió la mirada hacia una furiosa Mariana, que parecía dispuesta a asaltar la habitación y a sus indiscretas moradoras, cosa que Juliana no podía permitir. Apoyó una mano en el brazo de su amiga, para detenerla, y esperó mientras escuchaba.
—Es solo mitad aristócrata.
—Y todas sabemos cómo era esa mitad. —Un coro de risas acompañó el escarnio, dolorosamente preciso.
—Resulta sorprendente que haya tanta gente dispuesta a invitarla —dijo otra arrastrando las palabras—. Esta noche, por ejemplo… Pensaba que lady Weston sabía juzgar mejor a las personas.
Juliana también lo pensaba.
—Es complicado invitar a lord y lady Ralston sin extender la invitación a la señorita Fiori —señaló una nueva voz, seguida por un resoplido de escarnio.
—No es que ellos sean mucho mejores… Con el escandaloso pasado del marqués y el poco interés que despierta la marquesa. Aún me pregunto qué hizo para ganárselo.
—Por no hablar de lord Nicholas, casado con una palurda de campo. ¡Qué horror!
—Eso es lo que ocurre cuando se mezcla una mala estirpe con la buena sangre inglesa. Es evidente que la madre ha… dejado su huella.
Aquello último llegó en forma de un cacareo histérico. La ira de Juliana empezó a desbordarse. Una cosa era que aquellas infames brujas la insultaran a ella, pero otra muy distinta que sus insinuaciones alcanzaran a su familia. A aquellos a quienes amaba.
—No entiendo por qué Ralston no le da una asignación y la envía de vuelta a Italia.
Juliana tampoco lo entendía. Había esperado que lo hiciera en incontables ocasiones desde que llegó, sin ser invitada, a la puerta de Ralston House. Su hermano ni siquiera lo había sugerido una sola vez.
Pero a Juliana aún le costaba creer que no deseara quitársela de encima.
—No les hagas caso —susurró Mariana—. Son unas mujeres horribles y detestables que solo saben odiar.
—Solo haría falta que una persona distinguida la descubriera haciendo algo indigno para ser desterrada para siempre de la alta sociedad.
—No tardaremos en verlo. Todo el mundo sabe que los italianos son de moral relajada.
Juliana no pudo soportarlo más.
Dejó atrás a Mariana y se abrió paso hasta el salón de las damas, donde las tres mujeres estaban retocándose el maquillaje frente al enorme espejo colgado en una de las paredes de la sala. Sonriendo abiertamente a las mujeres, Juliana disfrutó de su inmovilidad, resultado de una combinación de sorpresa y disgusto.
Lady Sparrow, con su fría hermosura y su absoluta maldad, seguía riéndose de su propia ocurrencia. La dama se había casado con un vizconde, rico como Creso y el doble de viejo, tres meses antes de que este muriera y la dejara en posesión de una inmensa fortuna. La vizcondesa estaba acompañada de lady Davis, quien aparentemente no había tenido bastante con su legendaria extravagancia naranja, pues iba enfundada en un atroz vestido que acentuaba de tal modo su cintura que más que una mujer parecía una enorme calabaza.
Había una joven dama con ellas a la que Juliana no conocía. Menuda y rubia, con un rostro redondo, ancho y ordinario y ojos asustados. Juliana se preguntó fugazmente cómo habría acabado en semejante nido de víboras. De él saldría muerta o transformada. Tampoco le preocupaba demasiado.
—Señoras —dijo en un tono ligero—, un grupo más sagaz se habría asegurado de encontrarse a solas antes de iniciar una conversación que afecta a tanta gente.
La boca de lady Davis se abrió y se cerró como la de una trucha, y después desvió la mirada. La mujer menuda se sonrojó y entrelazó las manos con fuerza a la altura del pecho, en un gesto que solo podía indicar arrepentimiento.
No así lady Sparrow.
—A lo mejor sí que éramos perfectamente conscientes de la compañía —se burló—. Solo que no temíamos ofenderla.
Mariana, eligiendo el momento a la perfección, salió entonces de la antecámara. El resto de las damas contuvieron el aliento al reparar en la presencia de la duquesa de Rivington.
—Pues es una lástima —dijo en el tono claro e imperioso propio de su título—, porque me siento profundamente ofendida.
Mariana abandonó la habitación, y Juliana contuvo la sonrisa ante la impecable y justificada actuación de su amiga. Devolvió la atención hacia el grupo de mujeres y se acercó a ellas, disfrutando del modo en que se removían, incómodas. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para oler su empalagoso perfume, dijo:
—No teman, señoras. Al contrario que mi cuñada, yo no estoy ofendida.
Hizo una pausa y movió la cabeza de un lado al otro, comprobando de un modo exagerado el estado de su cabello y recolocando un rizo errante de vuelta a su tocado. Cuando estuvo segura de contar con toda su atención, añadió:
—Han planteado su desafío. Lo acepto encantada.
No volvió a respirar hasta encontrarse fuera del salón de las damas; la ira, la frustración y la aflicción que bullían en su interior le provocaron vértigo.
No debería haberle sorprendido que cotillearan sobre ella. Había sido así desde el mismo día en que llegó a Londres.
Aunque se había convencido a sí misma de que por aquel entonces habrían dejado de hacerlo.
Pero no. Nunca lo harían. Aquella era su vida.
Llevaba el estigma de su madre, que seguía siendo un escándalo, veinticinco años después de abandonar a su marido, el marqués de Ralston, y a sus dos hijos gemelos, huyendo de aquella reluciente vida aristocrática para refugiarse en el Continente. Su periplo terminó en Italia, donde conquistó al padre de Juliana, un comerciante muy trabajador que juró no haber deseado nada más en la vida que a ella, su inglesa de cabello azabache, ojos brillantes y sonrisa generosa.
Se había casado con él, una decisión que Juliana había acabado identificando como el tipo de comportamiento temerario e impulsivo por el que su madre había sido conocida.
Un comportamiento que ahora amenazaba con dominarla a ella.
Juliana esbozó una mueca ante semejante pensamiento. Cuando actuaba impulsivamente, lo hacía para protegerse.
Su madre había sido una aristócrata con una tendencia casi infantil por el dramatismo.