de grandes proyectos, porque allí siempre nos juntamos unos cuantos para hablar y hablar e intentar arreglar el mundo. Y también para degustar su arroz meloso.
Recuerdo el primer viaje que hice con él. Fuimos a la región de Oromía, en Etiopía. Miles de niños sufrían desnutrición aguda severa. MSF había montado un hospital de campaña para frenar las consecuencias de la hambruna. Era la primera vez que yo trabajaba en una crisis nutricional. Había visto fotografías, había leído sobre la situación que sufría Etiopía en aquel momento, pero nada me había preparado para ver y fotografiar lo que significaba una crisis de aquella magnitud. Yo tenía 22 años, me sentía insegura, era inexperta y no sabía si sería capaz de hacer un trabajo digno en una situación como aquella.
Tomasi me dio la primera lección en el aeropuerto, antes de empezar el viaje. Yo iba acompañada por mis padres, con una maleta en la que llevaba el equipo y otra con toda la ropa. Cuando Tomasi me vio, empezó a gesticular, como siempre hace, y me hizo reducir todo el equipaje a una sola maleta de mano. «No embarques nunca la maleta cuando viajes. ¿Qué pasa si te la pierden? No podemos permitirnos el lujo de estar tres días en la capital del país esperando a que llegue tu maleta perdida», me dijo. Mis padres se fueron con más equipaje del que yo me llevaba a Etiopía.
Aquello hizo que todavía me pusiera más nerviosa: era el primer contacto y ya había hecho algo mal. Pero al subir al avión me tranquilicé. El gran Tomasi, el hombre que tantos viajes había hecho a lo largo de su carrera, se pone histérico cuando vuela, hasta el punto de que debe medicarse. Eso me relajó: Tomasi era vulnerable al avión. Luego, con el tiempo, descubrí su obsesión por el transporte aéreo. En el despacho usaba una pantalla solo para controlar el tráfico aéreo mundial a diario. Un fotógrafo con espíritu de controlador aéreo.
Para Tomasi, la situación con la que nos encontramos en Etiopía no era nueva. Había visto cosas similares en Níger, Somalia, la India… Pero se le veía profundamente dolido e indignado. Se paseaba por el hospital con su cámara colgada del cuello, agachado, sonriendo, hablando, a veces cantando, intentando fotografiar no solo las consecuencias directas de la hambruna en aquellos diminutos cuerpos, sino las miradas, los sentimientos. Intentaba captar aquello que solo ve quien mira desde el corazón. La ventaja que tiene Tomasi es que él solo sabe mirar de esa manera.
Yo estaba en shock al ver cómo se apagaban las miradas de algunos pequeños. No me atrevía apenas a levantar la cámara, aunque sabía que debía hacerlo, debía capturar lo que veía: para eso estaba yo también allí. Finalmente, más preocupada por mi sentimiento de impotencia que por lo que estaba pasando en aquel hospital en Etiopía, decidí empezar a fotografiar, pero justo en el momento en que iba a disparar, Tomasi me frenó, me agarró la cámara y me dijo: «No te olvides nunca de que quien está frente a ti merece respeto. Mira a la gente a los ojos antes de fotografiar». Aquella frase me ha perseguido desde entonces.
Con los años, Tomasi dejó de ser Tomasi para mí, y se convirtió en «el Sheriff». Porque tampoco es exactamente un maestro para mí: es amigo, es familia y es uno de los culpables de que yo me dedique a este maravilloso oficio. Tomasi me hizo entender que la fotografía, aquella que cuenta historias, va mucho más allá del disparo: es compromiso, es pasión y es, sobre todo, respeto.
La Suri
Juan Carlos Tomasi
sobre Anna Surinyach
Anna hizo suya aquella verdad que afirmaba el fotógrafo Xavier Miserachs: en las fotografías no solo debe expresarse el fotógrafo, sino también la propia realidad. Recuerdo muy bien cuando tomamos el primer café. Llevaba muchos años trabajando solo en aquel cuarto sin ventanas de Nou de la Rambla 26, en la sede central de MSF, y por vez primera tenía la oportunidad de compartir mis dudas profesionales y las frustraciones de mi trabajo. Luego llegaron las de mi vida.
Anna entró joven, muy joven. Recién terminada la universidad. Nuestra primera conversación, como era natural, versaba sobre su trabajo, pero terminó desembocando en su pasión por el esquí y sus títulos deportivos. Yo le insistía. Me encantaba hablar sobre ello. Desde que dejé el periodismo deportivo, era la primera vez que hablaba con alguien que vibraba con aquello. Me encantaban sus historias del Centro de Alto Rendimiento (CAR) de Sant Cugat, cuando vivía y estudiaba con una beca deportiva. Fue fácil entendernos. En algo nos parecíamos: profesionalmente no era competitiva. Era reflexiva y tranquila, pero con mucha energía.
Su llegada dio alas a las sensaciones que se vivían en «el zulo». Con ella aprendí. A veces los autodidactas necesitamos reciclarnos, y con ella entendí que ser joven no tiene segundas oportunidades. Había que vivir lo que tocaba. Anna aportó un nuevo mundo de sensaciones y herramientas. Yo pensaba en voz alta y ella lo plasmaba. Tenía el control sobre el resultado final. Ella resumía en una jornada lo que a mí me había costado años. Fue entrar en un estrato diferente. Era un tipo nuevo y diferente de comunicación. Me encantaba que hubiese aparecido en mi vida como alguien más de mi familia. Una nueva incorporación.
Empezó a viajar y a descubrir historias, y la amarga realidad la empezó a zarandear. Pasó el tiempo y su concepción sobre lo que vivía presencialmente fue madurando. Salía y entraba del zulo. Evolucionaba a un ritmo que se me escapaba. No la seguía. Empezaron los proyectos de largo recorrido. Empezó a publicar sus historias en la web. Cambiaba e inventaba soportes. Entre el vídeo y la fotografía, inventó un nuevo marco narrativo, basado en el conocimiento y la pasión. Yo seguía con el mundo de las emergencias y los conflictos olvidados. Éramos dos mundos que soltábamos lastre sin darle importancia. Era una relación natural de aprendizajes. Teníamos los mismos conceptos. No existían roles predeterminados. Con el tiempo me integré en partes de su mundo. Intercambiamos técnicas, herramientas y amigos. Fueron años de muchos cambios. De una revolución interior. De romper cadenas interiores. Incorporó nuevos elementos para contar sus historias. Aplicó nuevas metodologías. Hizo un curso en Estados Unidos y volvió con una visión diferente para interpretar la narrativa de la imagen. Yo, sin hacer nada, aprendía. Solo preguntaba. En poco tiempo descubrí que era más curiosa de lo que había intuido en un principio. Anna corría sola. Se había puesto los esquíes otra vez.
Luego llegaron sus proyectos sobre refugiados, desplazados, su interpretación sobre los movimientos de población. Atrás quedaron las vacunas, las enfermedades olvidadas, las grandes pandemias, las narraciones verticales de la organización. Ahora interpretaba el mundo con otros ojos. Ahora daba conferencias. Sabía interpretar lo que hacía. Tenía un estilo muy personal. Anna es el resultado de una voluntad forjada en el mundo del deporte y que ha sabido leer en su evolución todos los diferentes momentos de su vida. Ha aprendido de todo lo que ha sentido, por eso sus imágenes son respetuosas. Construye la dignidad de sus protagonistas a base de respeto. Cuando veo su trabajo, solo puedo sentirme satisfecho. Siempre que se terminaba la jornada, Anna se quedaba trabajando, aunque tuviera una vida social intensa. Ama lo que hace y eso es innato en su forma de interpretar el mundo. Ha pasado el tiempo y ahora soy un mar de sensaciones al escribir estas líneas. Atrás quedan muchas horas de esfuerzo, de tenacidad y, también hay que decirlo, de alegría. Confieso que he vivido, como dijo Neruda. He vivido y he compartido. Sin compartir, luego lloras solo. El tiempo me ha dado la razón y, ahora, cuando veo una imagen suya, la reconozco. Tiene la impronta de la Suri, como muchos la llaman. Esas expresiones que salen del alma. Labradas a sol y sombra. Con los años ha sabido darle luz. Ahora sus fotografías tienen una luz diferente. Se fue hace ya años a 5W y ahora controla su tiempo. Por eso tiene ese efecto su luz, esa luz roja de las horas tempranas y los atardeceres. Han pasado algunos años, pero siempre seguiré siendo el mismo que se tomó un café contigo en el bar London de Barcelona, aquella mañana de un verano que ya nos queda muy atrás.
What.