cuyos coetáneos son libres e iguales. La «verdadera ontología de la francmasonería», su «esencialidad», su «verdadera imagen» (D: 605) no reside en la parafernalia ceremonial −«sus discursos y cánticos»−, ni se alcanza a través de iniciaciones rituales (D: 607).
Sólo en la praxis logran identificarse los masones y la masonería. Excluida la liturgia como marca distintiva, el profano vuelve entonces sus ojos hacia lo que los masones «hacen en favor de la generalidad de los ciudadanos del Estado del que son miembros».12 A la relativización de los hechos rituales como lo característico de la esencia masónica, le sucede la relativización de los filantrópicos.
Su sello de autenticidad no reside en un derroche ostentoso de beneficencia, en esas «obras ad extra» merced a las cuales son conocidos ante el público. Ellas son «sólo las obras que hacen meramente para llamar la atención del pueblo», un señuelo destinado a dirigir la voluble mirada del hombre hacia el meollo que está detrás de estos arabescos: Estos gestos hacia fuera encubren y descubren al unísono el núcleo de la masonería: «Las verdaderas obras de los francmasones apuntan a hacer superfluas en su mayor parte todas esas que suelen llamarse buenas obras» (D: 610). La obra masónica nos exonera de los benefactores, porque la dignidad del hombre reza que cada uno se haga responsable de su vida. La filantropía acepta y presupone las desigualdades; las atenúa, pero no las elimina. Sólo una praxis generadora de seres autónomos extiende la bondad en el mundo. Las verdaderas acciones de los masones son acciones buenas, pero no hay que confundirlas con las que habitualmente son consideradas buenas, las caritativas. Las buenas obras no pueden ser pregonadas, porque entonces brillaría pomposa y hasta obscenamente el yo que se vanagloria de ellas.
Lessing sostiene que el masón, en cuanto tal, no ha de intervenir en los asuntos solubles políticamente. El Estado debe encontrar sus propios resortes correctores en la actividad pública de los ciudadanos, pero ésta no posee la exclusiva de los dominios de la acción humana, ni los agota ni constituye su forma más excelente. La dimensión masónica de la acción humana no puede consistir en el diseño o mejora de un Estado, lo cual no desmiente que ella incorpore una vocación comunicativa. Es más, el medio eminente en que se articula es el diálogo. Conversar no es un estado de reposo, de inercia, sino de dinamismo, de galvanización de los interlocutores, cuyas convicciones tienen necesidad de fricción, de batirse en buena lid entre ellas, de purgarse recíprocamente:
Pero, dicen, ¡la verdad gana así tan pocas veces! ¿Tan pocas veces? Aunque nunca se hubiese establecido la verdad mediante polémicas, jamás hubo polémica en que no saliera ganando la verdad. La polémica (...) mantuvo en incesante excitación a los prejuicios y a los prestigios; en una palabra, impidió que la falsedad se aposentara en el lugar de la verdad.13
El diálogo, nos lo enseñó el dúo Sócrates-Platón, está dedicado a formar más que a informar. Plática y amistad representan el anverso y el reverso del ensalmo contra los prejuicios, también contra los de una Ilustración que, a pesar de su frecuente autocomplacencia, no está libre de tacha.
Lessing se hace eco de las categorías del iusnaturalismo rousseauniano. En el estado natural impera «la igualdad» (D: 614); sería, evoco aquí un símil del propio autor, un estado análogo al de las hormigas, que colaboran en armonía entre sí sin gobierno alguno, ayudándose mutuamente:
Ernst.¡Qué actividad y qué orden al mismo tiempo! Todo el mundo acarrea y arrastra y empuja, y nadie estorba al otro. Mírales, hasta se ayudan (...). Pues no hay nadie que las mantenga juntas y las gobierne.
Falk.Ha de ser posible el orden aun sin gobierno (D: 611).
Pero el hombre no se halla en esa situación de concordia anómica. El hecho de que la sociedad humana no sea capaz de tal autoorganización –«¡Qué lástima!», exclama Lessing/Falk− determina la existencia del Estado.
La variedad geográfica impide una constitución política única para el orbe entero, pues «sería imposible administrar un Estado tan enorme». La multiplicidad de Estados representa el primer revés para la causa de la igualdad, pues de tal pluralidad se siguen irremisiblemente diversidad de necesidades, intereses, costumbres..., y con ello también un torrente de «reservas», «desconfianzas» y «prejuicios», que erosiona la comunicación interpersonal y desfigura, al abrir surcos cada vez más profundos, el rostro de la humanidad. En suma, bloquea «el hacer o compartir lo más mínimo con el otro». La condición civil de desigualdad aparece ya fatalmente instalada.14 La sociedad civil «no puede unir a los hombres sin separarlos, ni separarlos sin consolidar abismos entre ellos, sin interponer entre ellos murallas divisorias». A la disgregación de la humanidad en pueblos, capitaneados por sus respectivos Estados, le sucede su diáspora en religiones: «... seguirían siendo los hombres judíos y cristianos, turcos y demás..., discutiendo entre ellos por una determinada primacía espiritual en la que basan unos derechos que jamás se le ocurrirían al hombre natural». Además, la homogeneidad confesional refuerza y sirve a la homogeneidad nacional.
Este beso traidor se ve secundado por otro más canallesco, con secuelas ya no centrífugas, interestatales, sino centrípetas, intraestatales, pues en el seno de cada «sociedad civil prosigue también su separación en cada una de esas partes, por así decirlo, hasta el infinito... en la forma de diferencia de clases» (D: 615). La diversidad del grado de perfección de sus miembros, dependiente de las circunstancias y facultades de cada uno, sirve para clasificar a los ciudadanos en estamentos. La riqueza polifacética de los individuos, que debería propiciar la asistencia recíproca, se diluye en una competencia desleal encaminada a jerarquizar, a hacer «a unos miembros superiores y a otros inferiores». Este régimen de superioridad e inferioridad no sólo se refiere a la eventual posesión de un «patrimonio», sino asimismo a las posibilidades de «intervenir directamente en la legislación». Hasta en la democracia formal o en regímenes materialmente pseudoigualitarios, donde «participan todos en la legislación, no pueden tener todos la misma participación, por lo menos no pueden intervenir directamente todos en la misma medida». Oligarquía política y oligarquía económica, nomenclaturas y lobbies, fomentan su engorde mutuo. Pero este proceso piramidal, lubricado por el patrimonio y avalado por la legislación, que ahonda las distancias entre potentados y desposeídos, es un mal inevitable que acampa incluso en el mejor de los Estados.
El Estado surge como un medio de subvenir a las necesidades de los individuos que él acoge y mantiene unidos para garantizar la felicidad de cada uno de ellos. Luego decaen el utilitarismo y el liberalismo tópicos, «la felicidad máxima del mayor número posible», por permitir un mínimo de desheredados, y la felicidad ansiada, sin embargo, ha de ser la de todos sin excepción. El panteísmo del Uno-Todo late en el trasfondo de esta idea, según la cual cada persona singular encarna el género humano. La marginación de algunos, la segregación de unos pocos, es un síntoma de una política en retirada: «La felicidad del Estado es la suma de la dicha particular de todos los miembros... Además de ésta, no hay otra». Y el Estado cohonesta la tiranía si su constitución admite que una minoría de individuos –«por pocos que sean»− «tienen que sufrir» (D: 612). Hemos entrado en un callejón sin salida; somos cautivos de una paradoja: «No se puede unir a los hombres más que separándolos, sólo mediante una continua separación se les ha de mantener unidos» (D: 616). El factor de vinculación se torna entonces factor de disgregación, la adhesión a una unidad política comporta el resquebrajamiento de la unidad humana. La patria nos deja huérfanos de humanidad.
Los males aquí denunciados no son las consabidas deficiencias del aparato administrativo ni las corruptelas del Estado, pues estos males son accidentales, y, por lo tanto, subsanables. Esta enfermedad es curable, y lo es políticamente. A ello debe consagrarse la ciudadanía. Pero esos otros males que aquejan al Estado son esenciales, inextirpables, y ni siquiera el más militante compromiso cívico ni la más infalible maquinaria estatal pueden desahuciarlos. A esta deshumanización de la sociedad, que se manifiesta como desigualdades,