Mane Tatulyan

La Singularidad Radical.


Скачать книгу

ejecutando las leyes funcionales de la economía y del Estado, de la ciencia y de la técnica. Pero la modernización social —concluye Habermas— no podrá sobrevivir a la declinación de la Modernidad cultural de la que ha surgido, no podrá resistir al anarquismo irreparable por el pensamiento, en cuyo signo se pone en marcha la Posmodernidad». Al término de la Revolución Francesa y de la Ilustración, Hegel ya intuía que estábamos atravesando el último estadio de la historia, y como escribía Gehlen: «Si la historia de las Ideas está conclusa, hemos desembocado en la poshistoria». Se ha hablado del fin de la historia hasta el hartazgo. Pero, vale preguntarse, ¿se puede llegar al fin de lo que ya se ha perdido?

      Todo lo pos también está atravesado por lo trans. La Posmodernidad a veces parece ser un momento de transición, un tiempo suspendido entre la Modernidad (ya muerta) y el poshumanismo (o la desaparición); ese tiempo de desintegración de una forma en pos de un nuevo estadio (hacia el final de la Modernidad, Hölderlin ya describía su tiempo como ese «tiempo de vacío en que los viejos dioses ya se han ido y los nuevos aún no han llegado»). La Posmodernidad también es trans en el sentido en que rechaza su origen y se excede a su naturaleza; transmutación y transfiguración radical de la Modernidad, sin olvidar la transparencia y la transitoriedad. Es la era de la transeconomía, la transpolítica, la transestética, la transexualidad, el transgénero y el transhumanismo; todas ellas por excelencia categorías de lo liberado, nuevas formas en donde todos los signos se sueltan, se entremezclan, se confunden, se vuelven indiferenciados y, en última instancia, se vuelven indiferentes (pues ya no hay reglas ni de sentido ni de combinación).

      El mundo por sí solo no significa. Son las Ideas de las mentes de los hombres las que, a través de la Razón, se encuentran en las Ideas del mundo. Sin sus Ideas, el mundo (y todo) se desordena. La Modernidad era este proceso de racionalización histórica (Weber) como nueva forma de comprender, estructurar y significar el mundo (y el lugar del hombre en ese mundo). Por primera vez, ya no hay un hombre a imagen y semejanza de Dios, sino un mundo a imagen y semejanza del hombre. La duda pasaría de ser la causa de la herejía a la raíz de la existencia y, precisamente, a ser origen del conocimiento. El shock de la duda metódica (que sacudiría varias cúpulas y altares) no era escéptica-destructiva, sino epistémica-constructiva, porque su fin era llegar a la evidencia indubitable. Si en el Renacimiento la luz del sol había pasado a ser el centro del sistema solar, en la Ilustración, ahora, la luz de la Razón pasaría a ser el centro de la Modernidad. La Razón animaba el movimiento del espíritu moderno que acababa de nacer y que, pronto, se expandiría a todos los ámbitos de la cultura occidental. Las Luces del siglo XVIII buscaban reconstruir una forma de interpretación y generación de la historia, no solo en el campo filosófico y científico, sino también en la economía, la política, la estética, en fin, en todas los órganos que constituyen la totalidad del hombre. El espíritu de la Modernidad era la expresión de un optimismo radical hacia el mundo y el hombre, y a través del cual se escribirían las metanarrativas de las sociedades. Desde la certeza cartesiana hasta el movimiento dialéctico del absoluto hegeliano, la conciencia era la base del sujeto, quien sería la génesis de la producción de sentido (siendo la filosofía hegeliana la consumación y la absolutización del sujeto por medio de la dialéctica histórica). La Posmodernidad pone fin al sentido mismo en beneficio de una simulación generalizada que pone fin a la dialéctica del sentido. Ya no sabemos cuál es nuestra representación del mundo. Abajo el imperialismo ilustrado de la Razón, huelga de la verdad y del progreso, demolición de los grandes relatos, rechazo al monolito de la Modernidad. Este es el brindis de la Posmodernidad.

      ¿Y cómo comienza el desorden? Con el olvido. Lo liberado, ante todo, olvida. Olvida su Idea, su esencia, su causa, su propósito, su memoria, su futuro y, ante todo, su muerte. El hombre liberado de su Idea prolifera descontrolado hacia el infinito, con sus tecnologías, sus circuitos, sus emancipaciones, sus derechos, sus ideologías. Cuando esta misma anomalía de liberación radical se expande y coloniza todo el cuerpo social, este se debilita por exceso de materia inútil, por la proliferación infinita de la unidad mínima sin consideración de la totalidad del organismo. Este mismo fenómeno pero a nivel celular es lo que, comúnmente, llamamos cáncer. Por lo general, la totalidad del sujeto termina muriendo, y junto con él, sus propias células enfermas.

      Lo liberado es aquello que prolifera más allá de sus fines, pero una proliferación insensata o desordenada. No es casualidad que el ethos posmoderno esté atravesado por lo virulento, pues ese es el destino de todo lo que pierde su Idea o su esencia. Si la Modernidad estaba fundada en el antropocentrismo, hoy ya no tenemos ni «ánthrōpos» ni «centro», ya que todo está liberado de su razón y de su sentido original. Para la mecánica newtoniana, cuanto más se aleja un cuerpo de su centro giratorio, más aumenta su fuerza centrífuga (basta con liberar a un cuerpo de su eje para que este se despegue indefinidamente). Nuestra civilización se ha convertido a sí misma en un acelerador de partículas inestables y efímeras que desaparecen en milésimas de segundo. En nuestro colisionador de la historia, los acontecimientos chocan unos con otros, se mezclan, se confunden, proliferan, desaparecen. Y así comienza la confusión de una humanidad que no tiene pasado, que liberada de todas sus funciones ya obsoletas (la naturaleza humana, la muerte, la belleza, la historia, el lenguaje, el pensamiento, etc.) se vuelve radicalmente antropocentrígufa. Adiós a la Modernidad, adiós a ese momento histórico que mantenía ese equilibrio singular entre Razón y emoción, entre ciencia y arte, entre subjetividad y colectividad (y que ya ha pasado a los archivos del revisionismo posmoderno).

      Estamos en la era de lo pos, pero una posterioridad no del porvenir, sino de la flotación, es decir, un tiempo de transición; tan solo la hinchazón del cadáver de la historia, el afterparty de la razón histórica, la fiesta del eterno presente. Augé se preguntaba: «¿Qué ha pasado con la confianza en el futuro? La historia, hasta hace un pasado relativamente reciente, se había escrito desde el punto de vista del porvenir: restauración, progreso y revolución». Pero hoy todo se agota, las rebajas de fin de temporada, los bestsellers, las ediciones limitadas, así como las Ideas, las esperanzas, las ilusiones, la mismísima Modernidad. Una Posmodernidad tan low-cost que ya ni siquiera tenemos héroes o ídolos, tenemos influencers. Lo perdimos todo, solo nos queda nuestro presente petrificado como categoría de comprensión de nosotros mismos; tan minimalistas y ecologistas que incluso nos deshicimos del pasado y del futuro, idiotizados con la ideología del presente y, como dice Augé, «habituándonos a la imagen de un mundo sin pasado y sin futuro». Una humanidad sin pasado se pierde, pues no tiene rastros para volver ni para avanzar; una humanidad sin futuro intercambia el progreso por la excrecencia, y al final se paraliza en su propio desorden.

      Anteriormente mirábamos hacia atrás para el respeto o el reciclaje, hoy ya solo para el revisionismo: desfosilización de la historia para rematarla por el vértigo de la imposibilidad de producirla (como no hay visión, hay revisión). Hay una suerte de revisionismo generalizado, sobre todo, contra el Siglo de las Luces, que lleva a los intelectuales (como Habermas o Pinker) a tener que salir en su defensa, pues se ha convertido en un acontecimiento histórico en peligro de extinción, una herencia ya fósil que además de ser defendida tiene que ser probada. Desde Nietzsche a la Teoría Crítica, no solo será necesario desenterrarla y rematarla, sino, además, reducir su legado a razón instrumental o revisarla al punto de hacer de ella una suerte de mito. A este paso, algún día nos preguntaremos si Rousseau había existido, o alguien llamado Newton, todos ellos personajes míticos de un relato cultural. Nos convencemos a la fuerza de que, en realidad, ni la Modernidad ni el progreso han existido, de que la Edad Oscura no era tan oscura, de que la Ilustración no era tan luminosa, de que era demasiado utópica pero que marcó el comienzo del asesinato de Dios. Los neocons religiosos la acusan de secularización, individualización, corrupción y hedonismo (que no es más que su propio resentimiento histórico por el destierro a Dios de su autoridad). Amnesia total y fatal, que no dejará más remedio que renombrar la Posmodernidad, o reescribir los manuales de historia. Borramos al humanismo de la historia con el revisionismo, y a los humanos con los robots, quedando suspendidos en un estadio intermedio entre fósiles y máquinas.

      Para el orden epistémico de la Ilustración, la historia (como la física) se desenvolvía de acuerdo a una ley fija, inmanente, irreversible y universal; y el