Miguel Jiménez Monteserín

La inquisición española


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      1. EL REFRENDO APOSTÓLICO Y REGIO

      Aunque distinta la época de cada una de las disposiciones legales que siguen y lógicamente bien diferentes las concretas circunstancias y problemas que les dieron origen, coinciden, sin embargo, todas en la voluntad, comúnmente expresada, de promover, junto con la defensa de la ortodoxia religiosa, la integridad de la única instancia, transcendente y por tanto universalmente válida, que servía de fundamento en cada uno de sus momentos al ejercicio del poder. Si la autoridad establecida se amparaba en la ortodoxia recibida de antiguo a través de la tradición o en la que iba siendo definida despacio por el magisterio eclesiástico como respuesta a cuantas situaciones sobrevenidas suscitaba la polémica doctrinal, lógico parece suponer que la discrepancia heterodoxa bien podría conllevar, más o menos implícita, una cierta carga de crítica al poder por parte de quienes la formulasen. O bien supondría justificar sencillamente el enfrentamiento con el orden en vigor cuestionando, desde la heterodoxia militante, real o elaborada al efecto por sus adversarios, la imprescindible adhesión social al sistema político.

      La filosofía política medieval había sustentado su universalismo sobre la doctrina cristiana revelada, tal y como correspondía a una civilización tan profunda y prolongadamente marcada por aquella impronta religiosa. Bien clara había dejado la jerarquía de autoridades, preeminencias y funciones, en virtud de un preciso reparto de competencias y cometidos a desempeñar por cada individuo de cuantos componían la ciudad terrena, situada bajo la bóveda celeste en que mora Dios, pretendiendo reproducir a escala de tal dimensión el ideado esquema de organización jerárquica que se afirmaba existía en la ciudad celestial. Este universalismo político presuponía en sustancia la existencia de dos poderes paralelos, el espiritual y el temporal; tímidamente subordinado éste, ejercido por el emperador, al espiritual con que gobernaba el papa, por cuanto suponía de indefectible garantía al otro. La doctrina no recibió, como es lógico, la misma exposición formal en cada momento, pero aquel en que fue explicitada con mayor coherencia y claridad vino a coincidir con la época de más amplia capacidad de acción institucional lograda por la Iglesia desde la desaparición del Bajo Imperio.

      Los pontífices romanos se afanaron por dar un contenido teórico nuevo a la vieja doctrina del Imperio Cristiano que, tras de su elaboración en el siglo IV y posterior enunciado jurídico1 había pasado por las vicisitudes externas propias de la precaria capacidad de acción gubernativa de amplio alcance que definieron a la Alta Edad Media. El restablecimiento de lazos culturales y económicos que fue haciéndose patente alrededor de los siglos XI y XII sobre el espacio de la vieja Romania les proporcionó la ocasión adecuada. Europa, aun siendo sólo una entelequia geográfica, se reanimaba en cada una de las pequeñas piezas que habían dibujado el espacio político medieval, encuadrado, en teoría al menos por ambos poderes universales. Mientras, el pontificado romano procuró seguir conservando su viejo papel arbitral, apoyándose para ello sobre los recursos jurídicos y administrativos, subsistentes aún tras la quiebra del espacio político romano que le proporcionaban un sistema de poder con que centralizar en mayor grado cada vez la administración eclesiástica. Se ponía así de manifiesto una clara voluntad de estrecha subordinación burocrática de cada diócesis a la sede de Pedro, merced a la implantación de un férreo sistema jerárquico en cuyo supremo vértice actuaba el Papa.

      Estrechamente ligada a la doctrina que definía a la sociedad como una Respublica Christiana venía a enunciarse otra en apoyo de que, la potestas temporal, secundando la iniciativa de la auctoritas eclesial, debía velar por la defensa efectiva de la ortodoxia tal y como ya había quedado establecido por la legislación imperial romana. Se trataba de un apoyo recíproco, puesto que la grey cristiana, tutelada pastoralmente por la Iglesia, obedecía a sus monarcas en virtud de ciertos principios de justificación del poder temporal definidos por el magisterio de aquélla. Cabría a éstos resentirse en su solidez interna como consecuencia de cualquier discrepancia respecto del complejo entramado de dogmas que constituye la teología cristiana, dada la facilidad con que ciertas herejías de carácter aparentemente religioso en su estricta formulación discrepante, podrían derivar hacia críticas de alcance mucho menos trascendente, inclinadas a cuestionar el orden sociopolítico vigente, definido desde la creencia común. Sentadas estas bases, parecería evidente poder coaccionar y castigar de común acuerdo a los disidentes, en sus cuerpos y en sus bienes mediante una legislación, unos tribunales y una jurisprudencia establecidos a tal propósito. Definida con precisión la doctrina ortodoxa frente a los disidentes y promulgada la normativa con que combatirlos, el miedo reforzaría la escasa eficacia real de muchas persecuciones guiadas por ambas, culminadas, sin embargo, en un puñado de resonantes castigos de los inculpados, ejemplares por atroces. Así, cuando la atención disciplinar hacia el renovado desvío herético en la creencia y la práctica ejercida por los obispos se reveló ineficaz o insuficiente, frente a unos sectarios más o menos numerosos u organizados, con el emperador a la cabeza, atemorizadas, se apresuraron las autoridades temporales a disponer medidas propias de persecución y castigo riguroso, hechas suyas al cabo por los papas. Éstos, sumando fuerzas e iniciativas, pondrían en marcha así un instrumento extraordinario de pesquisa judicial, directamente dependiente de ellos en lo jurisdiccional, cuya eficacia penal dependería de la sanción punitiva aplicada por las autoridades temporales, en la medida que la disidencia religiosa encubriría siempre, a ojos de estas, una manifiesta rebeldía política.

      Pese a que la teoría de los poderes universales se viera progresivamente deteriorada a medida que aquellos rasgos comunes de identidad política y cultural iban constituyendo de manera autónoma en los diferentes espacios políticos el embrión teórico de los estados modernos, y definitivamente se quebró cuando, tras de la Reforma luterana, desapareció incluso la posibilidad de apoyo de tal teoría sobre algo objetivo, hubo de pasar mucho tiempo, sin embargo, antes de que la defensa trascendente del poder dejase paso a otras justificaciones de más universal alcance y ajenas a una justificación confesional. Los distintos estados europeos siguieron utilizando el argumento religioso como clave política, la sociedad continuó siendo cristiana, aunque con distintos matices en cada país y, desde luego, diferentes perspectivas de evolución en cada uno de ellos. Por esta razón, durante mucho tiempo nadie pudo escapar impunemente a la doble condición que a cada persona correspondía de súbdito/ciudadano y de cristiano miembro de una Iglesia cuya confesión era la del príncipe, ya que ambos términos resultaban inseparables y equivalentes para muchos monarcas, incluso después de haber desaparecido la unidad del credo cristiano. Cada estado procuró garantizarse adecuadamente la defensa de su propio dogma religioso y tal fenómeno tuvo lugar tanto en aquellos países que se mantuvieron fieles a la catolicidad romana como en los que se apartaron de ella. Iglesia y Estado beligerantes de cara a sus enemigos, declarados o supuestos, rechazaron de común acuerdo durante la Modernidad cualquier género de tolerancia religiosa, estimándola muestra de inadmisible debilidad frente a ellos.

      Aunque, por ineludible y elemental principio de análisis historiográfico, sea preciso preguntarse siempre acerca de la real aplicación de cualquier texto normativo, cabe estimar, de entrada al menos, que las disposiciones antiheréticas básicas de la legislación española desde el Medievo responden al deseo de nuestros monarcas de conservar íntegra, mediante la defensa de ortodoxia persiguiendo a los disidentes, la vertebración misma del orden social y político que presidían. Además de muchas otras, tomadas del derecho romano/común, así en las disposiciones promulgadas antes por diferentes monarcas catalanoaragoneses, como en las Partidas del castellano Alfonso el Sabio, algo más tardías, hallamos eco inmediato de distintas disposiciones imperiales y pontificias promulgadas contra los cátaros y valdenses. Sectas heterodoxas de amplia difusión ambas, cuyos principios doctrinales supusieron un verdadero ataque lanzado desde la base contra la estructura de poder de la jerarquía eclesiástica, en nombre de una búsqueda de perfección religiosa universal más auténtica y austera, utópicamente remitida a los orígenes del cristianismo, tal y como sería usual en adelante en los movimientos de contestación al poder eclesiástico. Y no es de extrañar que fueran los Reyes Católicos los autores de las disposiciones coercitivas más radicales en materia de herejía, siendo los artífices de la moderna unidad territorial de la Monarquía Española, tempranamente expresada en autoritarios términos confesionales.

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