de la revolución, que utilizaban formas poco capitalistas en el espacio agrario, produjo que la agricultura absorbiera un conjunto de esfuerzos y capitales que habrían impedido que el crecimiento desembocara en un proceso de industrialización. La evolución del sector agrícola, con sus debilidades e incoherencias, habría dificultado el desarrollo de un modelo de capitalismo agrario que propiciara el salto a la industrialización tal y como se había producido en las sociedades más avanzadas de Europa.[3]
Esta visión de conjunto fue puesta en tela de juicio a partir de los primeros años ochenta con las aportaciones de una nueva generación de historiadores. Sus estudios cuestionaron el peso del sistema feudal valenciano, el papel que tuvo la llamada refeudalización tras la expulsión de los moriscos y pusieron el acento sobre el crecimiento agrario del XVIII, que tenía incluso su vertiente protoindustrializadora en la seda y, como se ha visto actualmente, también en otros sectores.[4] El siglo XVIII, especialmente en sus décadas centrales, había visto surgir una agricultura de fuerte raigambre comercial que había tenido en el desarrollo de la morera y el arroz y en la extensión del regadío algunos de sus síntomas más claros (Peris Albentosa, 2004). Además, el crecimiento agrario estaba acompañado por un importante dinamismo en los sectores comerciales donde la burguesía se mostraba cada vez más como un sector alejado de la debilidad que se le atribuía (Franch, 1986).
Junto a la visión del siglo XVIII, se revisó la transición al capitalismo y el efecto del conjunto de reformas propiciado por la revolución burguesa, que mostraba cada vez más sus efectos realmente revolucionarios. En los términos de señorío, en ocasiones al margen de las vías legales, los privilegios señoriales de base jurisdiccional fueron profundamente erosionados hasta el punto que los grandes señores desaparecieron de la cúspide social, al no haber establecido sobre sus territorios feudales derechos de propiedad. La fuerte oposición antiseñorial, ejercida en ocasiones por las oligarquías locales de terratenientes o enfiteutas, les impidió ampliar las bases de su dominación más allá del poder que tenían como señores. Esto se tradujo en que no pudieron mantener tras la revolución más propiedad sobre la tierra que la que habían ejercido como propietarios plenos o como poseedores de dominios útiles antes de la crisis del Antiguo Régimen. El mismo proceso de deslegitimación que los derechos jurisdiccionales sufrieron los dominios directos de la enfiteusis, que fueron también abiertamente erosionados en su pago efectivo o en ocasiones desaparecieron sin indemnización.
El resto de las transformaciones legales ayudaron a provocar en el País Valenciano una profunda renovación social, que la historiografía está evidenciando cada vez más. La desaparición de las viejas familias aristocráticas de señores se acompañó del mantenimiento de los sectores de terratenientes y enfiteutas que no vieron su propiedad cuestionada, entre los que se encontraba también un importante sector de la pequeña nobleza que había basado sus estrategias económicas en la propiedad de la tierra. Pero a estos grupos, que ya tenían un importante peso anterior, se incorporaron nuevos sectores sociales que utilizaron los mecanismos que la revolución puso a su alcance para incorporarse al mercado de la tierra. La desvinculación y desamortización ayudó a consolidar esos nuevos ascensos sociales. Permitió a sectores provinentes de diferentes ámbitos (comerciantes, profesionales liberales, etc.) o a algunos labradores bien situados afianzar sus posiciones a través de la compra de bienes desamortizados. El cambio social había sido mucho más profundo, al menos en el País Valenciano, de lo que se suponía en un principio (Millán, 1996 y 2001).
Pero quizá el golpe más duro a la interpretación que se basaba en el atraso lo dio el trabajo de Ramon Garrabou Un fals dilema, que suponía una profunda innovación historiográfica (Garrabou, 1985). El autor proponía una nueva concepción del desarrollo agrario valenciano en el siglo XIX que fijaba la atención en algunos aspectos que manifestaban un importante dinamismo en el sector. Si bien existían ciertos aspectos del crecimiento desarrollado en la segunda mitad del XIX que evidenciaban algunos rasgos de atraso (escasa presencia de la ganadería, mantenimiento del barbecho, el fuerte peso de los cereales, escasa difusión de algunas innovaciones tecnológicas, etc.), otros elementos constataban un fuerte dinamismo en la agricultura. La estructura social heredada de la revolución y los condicionantes medioambientales del entorno habían hecho que el desarrollo del capitalismo valenciano transcurriera por vías distintas a los modelos europeos considerados más eficientes, pero era necesario tener en cuenta que partíamos de unas condiciones físicas y de una experiencia histórica muy diferente.
Para Garrabou, la agricultura mediterránea tenía unos rasgos concretos, por lo que su peculiar vía de crecimiento no podía ser similar a los modelos europeos. Y estos rasgos mostraban un sector agrario con un intenso dinamismo y que había incorporado con bastante agilidad las innovaciones que en el contexto económico y social podían resultar rentables. El esfuerzo considerable en la extensión del espacio regado, a través del aprovechamiento cada vez más eficaz de las aguas superficiales y del uso de nuevas técnicas de extracción de aguas subterráneas, el uso de técnicas de cultivo cada vez más complejas y evolucionadas, la profunda renovación de la orientación comercial de los cultivos, la aparición de nuevos cultivos de amplia difusión con cierta rapidez, etc. habían configurado una vía peculiar de desarrollo del capitalismo agrario. En particular, el caso valenciano se caracterizaba por la especialización en cultivos arbustivos y arbóreos en el secano (viña y algarrobo), por la intensificación del trabajo, el aprovechamiento del agua, la especialización de las zonas de regadío en hortalizas, frutas y arroz y la implantación progresiva del naranjo, inicialmente en las nuevas tierras regadas. Pero añadía el autor que las bases de este crecimiento no eran nuevas. El crecimiento del siglo XIX era una reorientación de la vocación comercial y de muchos mecanismos que ya estaban presentes en el mundo agrario valenciano desde hacía tiempo, especialmente desde las décadas centrales del siglo XVIII.[5]
Como reconocen algunos especialistas, desde la aparición de Un fals dilema se ha profundizado en el modelo, pero no se ha modificado la idea general (Calatayud y Mateu, 1996). En lugar de continuar buscando las insuficiencias o las diferencias con respecto al modelo considerado «desarrollado», una parte de la historiografía posterior ha intentado profundizar en explicar en su contexto las transformaciones producidas, conformando un modelo de economía periférica europea de carácter mediterráneo. Además, se ha intentado ligar estas transformaciones a los cambios sociales evidenciados por la investigación y a nuevos enfoques del modelo industrializador que también se alejan del de nuestros vecinos del norte.[6]6 Este modelo no deja de reconocer que el crecimiento y el dinamismo se ejercieron dentro de unos límites claros, tanto en el ritmo como en la profundidad de los cambios, pero es bastante más «optimista» en sus valoraciones en función de lo que considera sus opciones reales.
En los aspectos más económicos se ha profundizado en la existencia de un conjunto de alternativas, con orientaciones distintas y a menudo complementarias, con un carácter de especialización local. Junto a los cultivos destinados a la exportación o la comercialización (seda, arroz, naranjas, vino, cebollas, etc.), conviven una destacada presencia de los cereales y del policultivo de huerta, sin perder de vista que el autoconsumo sólo se abandona de forma muy gradual. Esta convivencia tiene unas lógicas diversas y complejas que generan una dificultad amplia a la hora de explicar su evolución. La «nueva especialización», que se abre paso tras la crisis de principios del siglo XIX, es más bien una «yuxtaposición de especializaciones comarcales» en función de un conjunto de variables que no pueden ser explicadas desde un ámbito general y que además no es ni unidireccional ni irreversible. Esto quiere decir, que dentro de las diferencias internas de la agricultura en los diversos contextos del País Valenciano, no existe un único modelo de intensificación ni de evolución de los cultivos (Millán, 1990; Calatayud y Mateu, 1996). Si bien la orientación hacia el mercado es cada vez más general a través de diversos mecanismos de intensificación, tiene ritmos y manifestaciones diferentes en función de las zonas difíciles de explicar.[7]