Mario Amorós Quiles

Compañero Presidente


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las burguesías nacionales y el imperialismo norteamericano. En los primeros días de 1959, después de la liberación de Santa Clara y de la entrada triunfal en La Habana de los guerrilleros de la Sierra Maestra, Allende se encontraba en Venezuela para la asunción del poder por parte de su amigo Rómulo Betancourt y decidió viajar a Cuba. Allí, por mediación del dirigente revolucionario Carlos Rafael Rodríguez, pudo reunirse con el comandante Ernesto Guevara en el cuartel de La Cabaña (Debray, 1971: 69-72):

      Ahí llegué yo y ahí estaba el Che. Estaba tendido en un catre de campaña, en una pieza enorme, donde me recuerdo había un catre de bronce, pero el Che estaba tendido en el catre de campaña. Solamente con los pantalones y con el dorso descubierto, y en ese momento tenía un fuerte ataque de asma. Estaba con el inhalador y yo esperé que se le pasara, me senté en la cama, en la otra, entonces le dije: «Comandante», pero me dijo: «Mire, Allende, yo sé perfectamente bien quién es usted. Yo le oí en la campaña presidencial del 52 dos discursos: uno muy bueno y uno muy malo. Así es que conversemos con confianza, porque yo tengo una opinión clara de quién es usted».

      Después me di cuenta de la calidad intelectual, el sentido humano, la visión continental que tenía el Che y la concepción realista de la lucha de los pueblos, y él me conectó con Raúl Castro y después, inmediatamente, fui a ver a Fidel. Recuerdo como si fuera hoy día: estaba en un Consejo de Gabinete. Me hizo entrar y yo presencié parte de la reunión. Hubo una cena y después salimos a conversar con Fidel a un salón. Había guajiros jugando ajedrez y cartas, tendidos en el suelo, con metralletas y de todo. Ahí, en un pequeño rincón libre, nos quedamos largo rato. Ahí me di cuenta de lo que era, ahí tuve la concepción de lo que era Fidel.

      La Revolución Cubana le enseñó que «un pueblo unido, un pueblo consciente de su tarea histórica, es un pueblo invencible». Después de aquel primer encuentro, Fidel Castro y Salvador Allende se convirtieron en amigos verdaderos, no sin mantener discusiones «profundas y fuertes», según Allende, quien también se consideraba amigo de Guevara. Precisamente a Debray le confesó que el Che le regaló uno de los primeros ejemplares de La guerra de guerrillas:

      Este ejemplar estaba encima del escritorio del Che, debe haber sido el segundo o tercer ejemplar, porque –me imagino– el primero se lo dio a Fidel. Y aquí tienes una dedicatoria que dice: «A Salvador Allende que por otros medios trata de obtener lo mismo. Afectuosamente, Che».

      Con el Che se reencontró en 1961 en Montevideo, con motivo de las jornadas antiimperialistas organizadas en la Universidad de la capital uruguaya en respuesta a la Conferencia de Punta del Este en la que en aquellos días Kennedy lanzaba su propuesta de Alianza para el Progreso:

      Esa noche el Che me invitó al hotel en que estaba hospedado para conversar durante la comida. En esa ocasión me presentó a su madre, la quería mucho. En medio de la conversación me contó un secreto del momento: al día siguiente viajaría a Buenos Aires, en forma reservada, invitado por el presidente argentino de la época, el civil Arturo Frondizzi. El viaje se realizó y la consecuencia del encuentro privado pero evidentemente político fue el derrocamiento de Frondizzi. Poco después el presidente de Brasil, Janios Cuadros, sería derribado por condecorar al Che a su paso por Brasil.

      Salvador Allende fue un gran amigo de la Revolución cubana y la defendió en todos los foros. En infinidad de ocasiones proclamó que la dictadura de Fulgencio Batista y la tutela del imperialismo estadounidense sobre los destinos de la isla sólo dejaron el camino de la insurgencia a quienes quisieran luchar por la independencia nacional y la justicia social. En cambio, creía que en Chile la izquierda podía conquistar la Presidencia de la República en las urnas y desde el gobierno dirigir un proceso de hondas transformaciones que abriera paso a la construcción del socialismo. Asimismo, tenía presente la posibilidad de que Washington agrediera al gobierno revolucionario de La Habana, como le había sucedido en 1954 al presidente guatemalteco Jacobo Arbenz.

      Precisamente, el 4 de diciembre de 1956 defendió desde la tribuna del Senado chileno las reformas que el derrocado presidente, a quien los senadores derechistas calificaban recurrentemente de «comunista», intentó llevar a cabo en su país (Archivo Salvador Allende, 1, 1990: 127-128):

      ¡Decir que Guatemala tuvo un gobierno comunista! ¿Por qué? ¿Se nacionalizaron las industrias? ¿Se expropió la tierra en su integridad? ¿Se terminó con la propiedad privada? No, señor Presidente. Entonces ¿qué razones se tienen? ¿Acaso no existía un Parlamento elegido por el pueblo y un Poder Judicial autónomo? (...)

      ¿También fueron comunistas, para muchos de Sus Señorías, Rómulo Gallegos y Rómulo Betancourt? ¡Claro! ¡Si se atrevieron a tomar dos o tres medidas contra las empresas del petróleo! Creo que les alzaron los impuestos y les exigieron respeto a los trabajadores... ¡y eso bastó!

      Contra el gobierno de Gallegos, la más limpia expresión de la voluntad de un pueblo en la historia de América, se levantó la rebelión militar que Betancourt denunció como «la internacional de las espadas», acción bendecida y protegida por la hipocresía de la diplomacia internacional, inspirada por el Departamento de Estado.

      Discrepo de la interpretación que el Honorable señor Moore hace de lo que él llama «los errores de la política norteamericana». El señor senador liberal don Eduardo Moore se conduele porque los gobernantes norteamericanos sean tan tolerantes y respetuosos de la autodeterminación de los pueblos y, por ello, nada hagan contra las ignominiosas dictaduras de América. No, señor Presidente: ¡les conviene no hacer nada! (...) No sólo las instalan: las protegen, las mantienen, las apoyan, porque les sirven.

      Bastaría un soplido de Estados Unidos para que las dictaduras del Caribe desaparecieran. Aun sin intervenir, bastaría que dijera ese país que no reconocerá ningún gobierno que no respete los compromisos internacionales, la personalidad humana, que no tenga Parlamento, tribunales de justicia... (...)

      Desde el punto de vista económico, conviene a los intereses norteamericanos, porque esos gobiernos son los que más entregan a sus países, son los gobernantes más antipatriotas. Estas dictaduras son la expresión más corrompida y antinacional.

      Recordemos cómo Nicaragua ha concedido «ad eternum» derecho a los Estados Unidos para que pueda partirla con un nuevo canal. Y, por eso, en todos estos pueblos en que ha habido dictaduras, los grandes intereses imperialistas han sacado todas las ventajas: en el banano, en el algodón, en el café, en el petróleo, en el cobre, en las caídas de agua...

      Con este precedente, el 27 de julio de 1960 subió a la tribuna del Senado para defender la Revolución cubana. En primer lugar, rindió tributo a los héroes que asaltaron el Cuartel Moncada, en Santiago de Cuba, el 26 de julio de 1953 (Archivo Salvador Allende, 1, 1990: 59-83):

      Rendimos homenaje a las milicias inmoladas hace siete años en el asalto al Cuartel Moncada y lo hacemos expresando que los sectores populares de Chile, la inmensa mayoría del pueblo, siente, comparte y vive los ideales de la Revolución Cubana. Tal hecho no puede ser extraño para nadie porque, en la conciencia del pueblo chileno, existe la inmensa y profunda convicción de que América Latina está viviendo uno de los minutos más trascendentales de su historia; que las revoluciones mexicana y boliviana señalaron ya una etapa y que la cubana marca con caracteres imborrables un proceso de superación, al dar sólidos pasos hacia la plena independencia económica y señalar, en su lucha, el camino que han de seguir los pueblos latinoamericanos para afianzar y acelerar la evolución política, económica y social que los lleve a ser auténtica y definitivamente libres.

      Nosotros hemos expresado reiteradamente que, con estrategia y tácticas distintas, tal proceso deberá aflorar en los diversos países de América Latina para terminar con la etapa de vasallaje político, de explotación económica; para poner fin a la angustia, al hambre y la miseria de miles y miles de hombres de esta parte del Hemisferio; para detener la voracidad implacable del imperialismo; para poner fin al régimen feudal de explotación de nuestras tierras; en resumen, para hacer posible el desarrollo económico y el cambio político capaces de crear un porvenir de dignidad y grandeza para el pueblo latinoamericano.

      Una vez más, manifestó su convicción de que con tácticas y estrategias distintas en cada país «la revolución latinoamericana» tendría tres