Ya desde entonces, la historia de las elites de la Restauración se ha contado como la historia de la consolidación de una oligarquía y de la defensa de sus intereses particulares frente a los grupos subordinados que se rebelaron contra su dominio. Dicho en palabras de Ortega, los gobernantes formaban una España oficial alejada de los problemas y las esperanzas de la España vital.28 Así pues, los historiadores, siguiendo la estela de aquellos intelectuales, han vinculado a las elites liberales, en especial a las de la Restauración, con la política clientelar y corrupta que dio en llamarse caciquismo. De hecho, la mayoría de los trabajos acerca de las elites políticas y sociales se integran en análisis más amplios del comportamiento político de los españoles, de su carácter más o menos tradicional o moderno, de la política de notables en entornos rurales y su progresivo desplazamiento a las ciudades, y, en general, de los diversos componentes que conforman el proteico fenómeno del clientelismo político.
PODER POLÍTICO Y PODER ECONÓMICO
En este contexto se ha desenvuelto el debate historiográfico más relevante de cuantos afectan a las elites de la España liberal: el que se ha ocupado de las procelosas relaciones entre poder económico y poder político en la Restauración. La polémica ha girado en torno a dos posturas enfrentadas que recuerdan, en líneas generales y salvando las evidentes distancias, a los dos paradigmas enfrentados desde los años cincuenta en la sociología norteamericana de las elites: el elitista o monista, que comparte las impresiones de Wright Mills acerca de una elite del poder cerrada y oligárquica, y que en el caso español se ha mezclado con planteamientos marxistas; y el pluralista, defendido por quienes conciben el poder como un complejo conjunto de funciones, repartido en distintas estructuras y niveles y en manos de elites diversas y grupos de presión que compiten y negocian entre sí sometidos a cambios constantes.29 De manera inevitable, el debate se ha desdoblado en consideraciones sobre la independencia o autonomía de lo político respecto a las fuerzas económicas.
En España, el enfoque elitista fue recogido, como se ha dicho, por los autores que aceptaron la herencia del regeneracionismo y otorgaron a la oligarquía una dimensión socioeconómica. A su juicio, en aquella oligarquía se habían fundido distintos grupos dominantes, como los terratenientes andaluces y castellanos, y los industriales y financieros catalanes y vascos, que ejercían su influencia a través de los partidos gubernamentales. Vicens ya citó estas alianzas, pero fue una vez más Tuñón de Lara el que marcó la pauta interpretativa de mayor alcance, en la que se valió no sólo de Mills sino también de maestros marxistas como Antonio Gramsci o Nicos Poulantzas, para decantar un concepto clave: el de bloque oligárquico de poder, que encarnaba un pacto social entre facciones de las clases dominantes, capaces de aunar poder económico y poder político. La vida pública se ponía al servicio de esos intereses de clase, entre los que predominaban los de los propietarios latifundistas, y de valores aristocráticos llegados del Antiguo Régimen, cuya persistencia parecía abrumadora.30 Los estudios pioneros sobre las elites de la Restauración quisieron probar estas tesis tuñonianas y se dedicaron, por ejemplo, a comparar listas de ministros con listas de consejos de administración de grandes empresas. La mera coincidencia del mismo personaje en ambos consejos probaba la colusión de intereses.
Por otro lado, desde los años setenta surgió una escuela liberal que ponía en duda estos supuestos y predicaba la independencia de los políticos respecto a los poderes económicos. Sus orígenes hay que buscarlos en el magisterio del hispanista Raymond Carr, autor de una historia política de España llena de sugerencias e inspirador de numerosos estudios empíricos sobre elites militares, económicas y políticas.31 El autor que fustigó con más éxito el concepto de bloque de poder fue un discípulo de Carr, José Varela Ortega, quien pensaba que la política clientelar, sustentada sobre maquinarias caciquiles que explotaban a la administración pública para repartir favores entre sus miembros, permitía a los notables de la Restauración vivir a salvo de las presiones de las grandes organizaciones económicas y gobernar sin someterse a ellas.32 Algo similar a lo que sostuvo más tarde Linz al asegurar que en España la política tenía precedencia sobre los intereses.33
Tras una década de descripciones poco concluyentes, en los años noventa la historiografía dio un salto muy importante basado en estudios regionales o provinciales del comportamiento político en los que las elites representaban un papel protagonista. Puede hablarse desde entonces de una nueva historia política, que aúna sobre todo tres cualidades fundamentales. Primero, subraya la centralidad de la política como un mirador adecuado para observar, interrelacionar y dar sentido a múltiples dimensiones de la realidad social, económica y cultural. Segundo, utiliza un lenguaje común que se apropia de conceptos procedentes de la sociología, de la ciencia política y, en menor medida, de la antropología, en particular de la literatura académica sobre el clientelismo político, empleada de forma un tanto ecléctica.34 Y tercero, muestra también un cierto afán comparativo, más o menos explícito, que contrasta la vida política española con la de otros países y la aproxima, por ejemplo, a la de Italia o Portugal, donde podían encontrarse fenómenos comparables a los españoles. Más que una excepción, España constituye una variante dentro de la Europa meridional.35El panorama más acabado de esta visión puede encontrarse en el libro El poder de la influencia, resultado de un ambicioso proyecto dirigido por Varela Ortega y publicado en el 2001, en el cual se dilucidan las mismas materias región por región para llegar a unas conclusiones globales sobre el ejercicio del poder político en la Restauración.36
Esta nueva historia política ha hallado uno de sus objetos preferentes de investigación en las elites, sobre todo en los parlamentarios y notables que ejercían de mediadores entre los entornos locales y el poder central. Aunque, como ya se ha señalado, se estudia quiénes eran sin desvincularlo de qué hacían y cómo lo hacían, es decir, las elites se ven estrechamente ligadas al comportamiento clientelar.37 Se han establecido así sus perfiles socioprofesionales, distintos en las diversas regiones, que, como en toda la Europa anterior a la profesionalización de la política, se correspondían con personajes que disfrutaban de una posición económica independiente. Entre ellos había propietarios agrarios, y destacaban no sólo los rentistas sino también los dedicados a cultivos comerciales con contactos funcionales en la administración; profesionales, especialmente abogados que ascendieron gracias a su dominio de la burocracia, y también hombres de negocios, presentes sobre todo en las zonas industriales, como Cataluña y el País Vasco. Se trataba de gentes muy vinculadas a sus respectivos entornos económicos locales, a los sectores más dinámicos de cada región, desde la agricultura comercial hasta el ferrocarril o la minería. A veces controlaban múltiples ramas de la economía regional, pero lo normal es que abundaran los medianos empresarios que, junto a propietarios y profesionales, configuraban –según Carasa– una alta mesocracia en permanente evolución, en la cual, con el tiempo, retrocedieron los propietarios y avanzaron los profesionales y hombres de negocios.38 La nobleza de viejo cuño ocupaba un puesto marginal entre las elites, de modo que resulta difícil mantener que revelaran la persistencia del Antiguo Régimen. Además, se ha comprobado el peso de las relaciones de parentesco en la perpetuación de algunos grupos, como ha destacado María Antonia Peña.39
Ahora bien, a pesar de los múltiples vínculos y solapamientos hallados no puede hablarse de una identificación plena entre elites políticas y elites económicas –es decir, de un bloque de poder– en la España de la Restauración,