Kornel Filipowicz

Memorias de un antihéroe


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vez central, de la escritura de Filipowicz. Durante mucho tiempo lo mencionó la crítica literaria polaca —cuando aún existía, porque ahora ya solo quedan jóvenes periodistas que escriben sobre libros que no tienen tiempo de leer—: durante la guerra y la ocupación vivió y vio cosas espantosas. Era una persona buena, noble, y su narración, marcada por su característico humanismo, atenuaba en cierto modo el horror de los hechos presentados, algo que algunos críticos le reprocharon. Hasta en el enemigo que pudo asesinarlo, Filipowicz veía a la persona. Se podría decir que, incluso en las condiciones más duras, le fascinaba la resistencia que ante una situación extrema opone la vida, la vida común y corriente. Le era ajeno el radicalismo de escritores tales como Tadeusz Borowski, autor de excepcionales relatos sobre Auschwitz, o Curzio Malaparte (quien, como sabemos, gustaba de las imágenes extremas), por no mencionar a sensacionalistas posteriores como Jonathan Littell.

      Más sobre su primera esposa: ya antes del estallido de la guerra conoció a la pintora y escultora Maria Jarema. Tenía mucho talento, era hermosa y estaba dotada de una personalidad fuerte, digamos que era un ser fuerte; esta pasión en el existir se podía adivinar en las numerosas fotografías que quedaron de ella. Maria se identificaba con la sensibilidad vanguardista. Se entendía bien con Kornel, con toda seguridad no diferían en sus convicciones estéticas y políticas. En 1943 nació su hijo Aleksander, se casaron en 1945, cuando el escritor regresó a casa tras su cautiverio en los campos de concentración. Aquel hombre, entonces joven, volvió a casa completamente extenuado y enfermo de gravedad, era la sombra de un ser humano.

      Maria Jarema falleció en 1958, a los cincuenta años, vencida por el cáncer. En cierto modo, es un milagro que su recuerdo siga aún vivo en Cracovia y en Polonia. Acaba de publicarse con bastante éxito una biografía de ella. Un signo visible de su vigencia —aparte de sus obras diseminadas por museos, sus esculturas, sus pinturas y sus dibujos— es la fuente que decora el parque Planty de Cracovia, diseñada por ella.

      Las expediciones de pesca de las que he hablado parecen algo absolutamente idílico tras el periodo de la salvaje ocupación. No obstante, los años estalinistas —que en Polonia se extendieron desde 1949 hasta 1955 o 1956, y en los que tampoco escasearon los horrores, con las cárceles llenas de prisioneros en su mayoría jóvenes, cuyo único pecado consistía en que, durante la guerra, no se habían vinculado al comunismo— brindaban a quienes seguían en libertad la apariencia de una vida normal, aunque envuelta en miedo.

      El segundo gran amor de Kornel Filipowicz fue, sin duda, Wisława Szymborska. De esto ya hemos hablado, de su relación discreta e inteligente, la relación de dos grandes escritores que sabían cómo combinar la intimidad de la vida en pareja con el aislamiento necesario en el trabajo intelectual. Si aplicásemos aquí unas categorías que ya están claramente obsoletas —las consideramos anacrónicas y ya solo las encontramos entrecomilladas (aunque aún las entendemos a la perfección)—, las categorías de literatura más «masculina» o más «femenina», paradójicamente Szymborska sería más «masculina»; en sus poemas cargaba contra las ideas, escribió sobre la Utopía, se refería de forma explícita a la tragedia totalitaria del siglo xx, le gustaba lo polémico, lo irónico, a veces lo que se acercaba a la mofa. Su poesía posterior a 1956 es una ardiente y perversa, desde el punto de vista intelectual, defensa de la libertad personal frente a la crueldad inhumana de los sistemas totalitarios. Por su parte, Kornel, que al igual que ella odiaba estos sistemas (y ambos conocieron tanto el fascismo como el comunismo), dejaba que las ideas brillaran solo levemente, como el sol en un día nublado de otoño; el lector tenía que imaginar los contornos escarpados de la historia. La escritura de Filipowicz es suave, recuerda a un violín al que se le ha instalado una sordina. Se construye según el principio de «figura y fondo»: el escritor nos muestra la vida de sus personajes, y se trata tan solo de adivinar aquello que los limita y los amenaza.

      La obra que dejó Kornel Filipowicz consta de numerosos libros de relatos, novelas cortas, y poesía, si bien esta última es marginal en su escritura. Es decir, esta obra se compone de muchos volúmenes finos. No fue ignorado por la crítica, de hecho lo mencionaban conjuntamente con otros eminentes narradores. La crítica lo respetaba, pero también tenía adversarios. No le seducían los experimentos formales, estaba lejos de las provocaciones ideológicas y formales de autores como Witold Gombrowicz, Stanisław Ignacy Witkiewicz o Leopold Buczkowski. Los detractores de su obra echaban en falta, como ya dije antes, gestos estéticos valientes y radicales. Kornel Filipowicz era un escritor bajo el signo de la templanza y la delicadeza.

      Cuando comencé a leer de manera consciente y se formó en mí el gusto literario, entre la gente que escribía sobre literatura era popular el término —claramente peyorativo— «pequeño realismo». Alguien con prejuicios hacia Filipowicz lo emplearía para clasificar su prosa.

      El «pequeño realismo» era interesarse por el detalle, centrarse en la relación precisa entre los acontecimientos cuyo sentido no es ni evidente ni especialmente dramático, sentir afecto por la provincia. En particular, esto último salta a la vista en el caso de Kornel Filipowicz, incluso desde sus títulos: Un romance de provincias, Relatos de Cieszyn. Fue un escritor de la provincia, aunque también Cracovia —ciudad que nunca ha olvidado que durante cien años fue la capital del país, y donde al fin y al cabo pasó la mayor parte de su vida— se convierte en escenario de sus relatos. Pero Cracovia es en Filipowicz la provincia, los barrios por los que se mueven los personajes de estas narraciones son zonas periféricas y esto, con toda certeza, era una elección consciente.

      En la prosa de Filipowicz lo más importante es la observación, la observación de la gente, las cosas, el mundo. Y sucede que el autor tenía el convencimiento tácito de que en provincias se observa mejor el mundo, que allá todo es más calmado, más lento, y en consecuencia, más visible. Las cosas, los poblados, las casas pueden ser provincianos; no así las personas. Las personas son siempre de tamaño natural y, sobre el fondo de decorados provincianos, son quizá más perceptibles, como Gulliver entre los liliputienses.

      En cuanto a Memorias de un antihéroe, es posible que el lector se sienta confuso en algún momento. ¿Por qué ese conformista radical, ese oportunista, captó la atención del autor? No hay una sola respuesta a esta pregunta. Sin duda, en esta long short story se ha introducido el efecto de distanciamiento. El lector no puede conformarse con una lectura rápida que únicamente satisface el hambre de acción; Memorias de un antihéroe es un cuento filosófico. Tiene por objeto despertar el asombro, conducir a la reflexión. Debe mostrarnos la guerra, la ocupación, desde otro prisma, como a través de unas lentes de aumento.

      Eso no es «pequeño realismo». La prosa de Kornel Filipowicz puede compararse con el mejor papel, un papel hecho a mano en el que, al observarlo bajo la luz, vemos una filigrana. Porque, a diferencia de los autores que se dedican a producir en masa relatos para ayudar al lector a huir del aburrimiento, la prosa de Filipowicz, si la leemos con atención, contiene también un autorretrato enormemente sutil del autor. Aquí la filigrana es el humanismo. El hombre erguido, por mucho que lo intente, no es capaz de ocultar su nobleza, ni en la vida ni en los libros.

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