José Antonio Pagola Elorza

Vaticano, el final de un mundo


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ochenta, el papa Francisco ha abierto el camino a una glasnost en la Iglesia. Al poner por obra un programa de reformas de la curia y al señalar al «clericalismo» como el pecado original de todos los abusos sexuales y espirituales, ha dejado en libertad la palabra como nadie lo había hecho antes que él. El fasto de una cierta corte romana, los círculos de poder estrictamente masculinos, la ausencia de una cultura de debate y de diversidad en la toma de decisiones, las murmuraciones de los aparatos romanos y diocesanos y el lugar de los laicos, sometidos a una jerarquía omnipotente, se han hecho insoportables hasta en los círculos católicos más dóciles. Son objeto de críticas masivas. Es el efecto paradójico, y sin duda benéfico, de la crisis actual. Todas esas demandas, que no son nuevas, vuelven con la potencia de un tsunami.

      Las oposiciones a esta glasnost y a una reforma de gran alcance han existido siempre. Pero ¿quién no intuye que la Iglesia católica se encuentra ante un giro singular en su historia? Las crisis que ha atravesado, al menos en la época moderna, han sido siempre crisis de adaptación al entorno social y político, a contextos de revolución o democratización. Hoy, por primera vez, la Iglesia vive al mismo tiempo crisis internas de moralidad, gobierno, orientación y coherencia doctrinal, y crisis ligadas a desafíos externos sin precedentes: amenazas al modelo democrático, ascenso de experiencias de gobierno autoritario o populista, agravamiento de presiones migratorias, permanencia del peligro islamista, incertidumbre sobre el futuro del modelo europeo, inquietudes por la suerte del planeta o los nuevos modelos humanistas vinculados a los fulminantes progresos de la tecnología.

      La política reformadora y descentralizadora del papa actual solo se halla aún en estado de esbozo. Se enfrenta, no obstante, a poderosos bastiones del conservadurismo, para los cuales el actual estado del mundo y el declive del catolicismo justifican, por el contrario, que no se mueva nada, que no se toque nada del gobierno «universal» de la Iglesia, del ejercicio de un poder fuerte en Roma y de un magisterio supremo e infalible. Es de estos partidarios de una «neotradición» católica, más numerosos e influyentes que los soldados perdidos en la disidencia lefebvrista, de donde vendrán mañana las mayores resistencias. Incluso se puede llegar a decir que ya se ha entablado la guerra entre dos modelos de futuro.

      Hay que recordar la respuesta que le dio Ercole Consalvi, cardenal secretario de Estado del papa Pío VII, al embajador de Francia, que le avisaba de que Napoleón iba a destruir la Iglesia: «Sire, hace diecinueve siglos que los sacerdotes intentan arruinar la Iglesia y no lo han conseguido. ¡No es Su Majestad, en el esplendor de su gloria, quien podrá aspirar a ello!».

      Sin embargo, la tentación suicida no ha dejado de estar ausente. En la extrema derecha católica hace que resurja la vieja tesis maurrasiana 3, según la cual el fin de los tiempos pasará a través del final de Roma, zócalo de nuestra civilización, heredera del imperio de Constantino y último avatar de la civilización antigua.

      PRIMERA PARTE

      LOS TRES DÍAS QUE

      HICIERON TAMBALEARSE EL EDIFICIO

      Para comprender la génesis de la crisis actual en la Iglesia propongo una relectura de los tres pontificados de Juan Pablo II, Benedicto XVI y del papa Francisco a partir de tres fechas clave. Tres jalones de una historia atormentada y que anunciaba los resquebrajamientos de hoy.

      El 8 de abril de 2005, día de los funerales en apoteosis de Juan Pablo II. Es hora del balance de un reinado tan largo como radiante. Es también el de las primeras nubes negras que, quince años más tarde, llegarán a oscurecer el resplandor de una canonización precipitada: la pasividad del papa polaco en los primeros grandes asuntos de pederastia y su rigidez institucional, moral y disciplinaria. Tras años de celebración, ¡algunos reclaman una «descanonización»! (capítulo 1).

      El 11 de febrero de 2013, día de la dimisión de Benedicto XVI. Este papa afrontó de manera lúcida y valerosa la crisis de los abusos sexuales, que atribuyó a una deserción de los valores cristianos. Heredó otros pesados dosieres no tratados o confiscados en el extenuante final del reinado de su predecesor. Atacado por todas partes, abandonado, pagando el precio de su fragilidad política y de un entorno incompetente y corrompido, se retira voluntariamente, abriendo una brecha inédita en la historia y el ejercicio del poder pontificio (capítulo 2).

      El 13 de marzo de 2013, día de la elección del papa Francisco. El cónclave daba un salto a lo desconocido al escoger por vez primera a un jesuita latinoamericano, elegido con la promesa de una reforma del gobierno de la Iglesia. Pero la distancia espectacular que toma con la gobernanza romana, con la figura del papa «monarca» universal y de una corte apuntalada en su rutina y sus privilegios, y con el cristianismo legalista y moralizador de sus dos predecesores, le atraen violentas oposiciones. La crisis de los abusos no hace más que atizar el fuego alimentado contra él (capítulo 3).

      1

      8 DE ABRIL DE 2005.

      LAS EXEQUIAS PLANETARIAS DE JUAN PABLO II

      La apoteosis y el crepúsculo

      Si cerrara los ojos, podría remontarme a lo largo de todo el curso de esta jornada del 8 de abril de 2004, día de las exequias de Juan Pablo II, apoteosis grandiosa de un reinado de veintiséis años y seis meses, el más largo después de aquellos del apóstol Pedro y de Pío IX, y el más brillante de la historia moderna. Codo con codo por las calles de Roma hasta el Tíber, dos millones de fieles y otras decenas de millones en el mundo pegados a la pantalla. El féretro de ciprés está colocado en medio del pavimento del atrio de la basílica de San Pedro, cubierto por una sencilla cruz y un evangelio que se abre y se cierra a voluntad de un viento caprichoso. Al lado de los restos mortales, filas de cardenales, patriarcas orientales con casullas doradas y dignatarios religiosos de toda confesión, decenas de reyes, reinas, príncipes, una cincuentena de presidentes y personas de Estado componen un fresco desconocido hasta ese día, una comunidad humana solidaria en torno a un papa difunto, que fue uno de los gigantes de finales del último siglo.

      Ese día desfilan los recuerdos de una leyenda de la que tuve la suerte de ser testigo fascinado. Una leyenda que había comenzado el día de la elección de Karol Wojtyła, el 16 de octubre de 1978, cuando el cónclave en Roma designa, por primera vez en cuatro siglos y medio, a un papa no italiano, un cardenal de 58 años llegado de Polonia, que había conocido las noches de la ocupación alemana, trabajado con sus manos en una cantera, estudiado a escondidas y representado escenas de teatro clandestinas, hecho deporte, escrito poemas y encantado a sus amigos. Un papa que había vivido directamente la experiencia de dos totalitarismos sin Dios del siglo XX: el nazismo, cuya barbarie había medido tras la invasión de su país, y a continuación el comunismo, con el que había tenido que codearse como sacerdote en Polonia durante la posguerra, como profesor de la Universidad de Lublin y como arzobispo de Cracovia, y al que se enfrentará como papa en Roma.

      Ese 8 de abril de 2005, en la plaza de San Pedro, sumida en el silencio y la emoción, mi memoria vuelve a trazar el itinerario de ese papa que desafió el tiempo, los espacios geográficos, las fronteras políticas, las oposiciones, los sarcasmos, un atentado, los rumores, los primeros escándalos de pederastas y la enfermedad. Que representó los primeros papeles en el estallido del sistema comunista, devuelto al judaísmo su primer rango en el orden de las religiones reveladas, dialogado con el islam moderado, puesto en guardia a la humanidad contra sus derivas liberales y pedido perdón por las faltas pasadas de la Iglesia. Que se interpuso en los sangrientos conflictos en África, Líbano, Iraq y Bosnia. Las imágenes vuelven a pasar en bucle sus viajes maratonianos a los cinco continentes, cuya escenificación dejaría estupefactos a los medios y a las multitudes. Jamás un papa se había identificado hasta ese punto con la marcha del mundo, con sus convulsiones y sus recomposturas. Ninguno había otorgado una dimensión tan universal a su función.

      Un acontecimiento turba de repente el protocolo e interrumpe mi ensoñación. Por encima de los retratos del difunto papa se elevan pancartas cubiertas con Santo subito («Santo ya»). Me digo que la ciudad de los papas ha vuelto a la época de las canonizaciones plebiscitarias y me pregunto cómo podrá sustraerse el día de mañana a tal triunfo popular. Y, en efecto,