donde disfrutaremos de un banquete y donde la copa rebosa, donde la vida será una gran celebración.
El evangelio de Juan comienza con una increíble visión de lo que significa la casa. «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo […] Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,1-3.14). De eso trata la encarnación: de hacer morada. Si lees el evangelio, oyes a Jesús decir: «He hecho morada en vosotros para que vosotros podáis hacer morada en mí» (cf. Jn 15,4-8). Esta visión de la casa de Dios aún se profundiza más. De pronto, todas esas imágenes surgen y nos damos cuenta de que nosotros somos la casa de Dios, y que estamos invitados a hacer morada donde Dios ha hecho su casa. Nos damos cuenta de que aquí donde estamos, justo aquí, en este cuerpo, con este rostro, con estas manos, con este corazón, estamos en el lugar donde Dios puede hacer morada.
Escucha atentamente: Jesús quiere que tú y yo nos convirtamos en parte de la familia íntima de Dios. «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo» (Jn 15,9). Jesús dice: «Vosotros no sois siervos, ni extranjeros, ni extraños; no, vosotros sois amigos, porque todo lo que he escuchado a mi Padre es vuestro, y todas las obras que yo puedo hacer, vosotros también las podéis hacer, e incluso mayores. Yo no soy una persona grande y vosotros pequeñas, no; todo lo que yo puedo hacer, vosotros también» (cf. Jn 15,15-16).
La profunda relación entre el Padre y el Hijo tiene un nombre. Es el Espíritu. El Espíritu Santo. «Quiero que tengáis mi Espíritu». «Espíritu» significa «aliento». Proviene del griego antiguo pneuma. «Quiero que tengáis mi aliento. Quiero que tengáis la parte más íntima de mí mismo para que la relación entre vosotros y Dios sea la misma que entre Dios y yo, que es una relación divina».
Lo que tienes que escuchar con tu corazón es que estás invitado a permanecer en la familia de Dios. Estás invitado a ser parte de esta estrecha comunión ahora mismo.
La vida espiritual significa que eres parte de la familia de Dios.
Cuando decimos: «Digo esto en nombre de Jesús» o «Hago esto en nombre de Jesús», lo que realmente queremos decir es: «Hago esto desde el lugar de Dios». Mucha gente sigue pensando hoy que, si hacemos algo en nombre de Jesús, es porque Jesús no está aquí, así que nosotros lo hacemos en representación suya. Pero no es esto lo que significa. Hablar en nombre de Jesús, morar en nombre de Jesús, obrar en nombre de Jesús, significa que el nombre es donde yo estoy. ¿Dónde estás tú? «Yo estoy vivo en el nombre, y ahí es donde habito, ahí es donde está mi casa». Una vez que vives aquí, puedes salir al mundo sin ni siquiera dejar este lugar.
Fuera de este lugar, fuera del corazón de Jesús, todas nuestras palabras y todos nuestros pensamientos carecen de sentido. Hagas lo que hagas, no abandones nunca este lugar, porque solo en este lugar estás en Dios. Solo de este lugar procede la salvación, y la salvación es lo que tenemos que suscitar en este mundo.
La invitación es: «Ven a ver el lugar de Dios». Al principio pensamos que es solo su casa, su lugar físico, pero, a medida que se desarrolla el evangelio de Juan, Juan nos muestra que el lugar de Dios es la vida íntima de Dios mismo: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que forman una familia de amor a la que somos invitados. Seguir a Jesús es la forma de entrar en esa familia de amor.
No tenemos que seguir a Jesús. Primero está la invitación. «Venid, venid. Venid y veréis».
¿CÓMO RESPONDEMOS?
Escucha
Respondes a la invitación escuchando a la gente, como Juan el Bautista. Si Juan no hubiera dicho: «¡Mirad! Este es el Cordero de Dios», Juan y Andrés no le habrían visto. El relato del evangelio muestra que tenemos que escuchar a alguien que nos señale a Jesús. No encontramos a Jesús por nosotros mismos.
Puede que ese alguien no sea una persona apasionante, atractiva o de trato fácil. Quizá la persona que señala a Jesús nos resulte molesta precisamente por nuestros prejuicios. Tal vez menospreciemos a esa persona y digamos: «Mirad cómo viste». «No me interesa el tipo de gente que habla de Jesús».
Hemos de darnos cuenta de que tenemos que escuchar a esas personas, aunque no sean el tipo de personas con el que nos sintamos cómodos. Tal vez son demasiado pobres. O demasiado ricas. O tienen un acento extraño. O hablan en un idioma diferente. En cualquier caso, siempre hay una razón para decir: «Bueno, ellos también tienen sus problemas».
Y aun así. Apuntan hacia Jesús.
Tenemos que escuchar a la gente que no es necesariamente fácil de escuchar. A lo mejor es una mujer sencilla, un hombre muy sencillo, quien diga: «¿Amas a Jesús?». Y tú contestes: «Anda, venga ya».
Escucha.
Permanece atento.
Puede que se trate de un hombre muy poderoso, quizá el propio papa, quien hable de Jesús, y quizá digas: «Bueno, es fácil cuando vives en el Vaticano rodeado de todo eso». Pero no importa. Tú escucha.
Puede que sea una persona muy poco convencional que no sigue todas las normas. Pero, cuando alguien te llama a «seguir a Jesús», ten cuidado. Toma muy en serio esa voz.
«¡Mirad! ¡Mirad, el Cordero de Dios!».
Se nos pueden ocurrir miles de argumentos para no mirar, para no escuchar. Pero ten mucho cuidado.
Escucha.
Si no lo haces, quizá nunca encuentres a Jesús. Quienes señalan a Jesús apuntan lejos de ellos mismos y hacia él. Tómatelo en serio.
El Antiguo Testamento nos dice que Samuel está durmiendo en el templo cuando el Señor dice: «Samuel, Samuel». Él entonces va donde Elías, el sacerdote, y le dice: «No dejo de oír esta voz». Al principio, Elías le dice: «Vuelve a la cama». Pero, finalmente, Elías se da cuenta de que Dios está llamando al niño, y dice: «Dios te está hablando». Luego, cuando Samuel escucha de nuevo la voz, responde: «Aquí estoy, Señor, tu siervo escucha» (1 Sam 3,1-9). Sin Elías, Samuel nunca habría sabido que Dios le hablaba. Sin Juan el Bautista, Juan y Andrés no habrían mirado a Jesús. Tenemos que escuchar a las personas de nuestras vidas, incluso a las personas rotas, quebrantadas, y tomarlas muy en serio.
Pregunta
Después de escuchar tenemos que preguntar.
Juan y Andrés preguntaron: «¿Dónde vives?». Es muy importante que queramos saber quién es Jesús si queremos seguirle. Que realmente queramos saber.
«Señor, ¿dónde vives? Queremos estar contigo. Queremos saber de ti, conocerte».
Tienes que preguntar. Tengo que preguntar.
Sigue preguntando.
«Señor, ¿cómo es estar contigo? Quiero seguirte, pero no estoy seguro».
Sigue preguntando.
«He visto haciendo esto a personas que no me gustan mucho. Muéstrame cómo eres para que pueda verlo por mí mismo. Enséñame. ¿Dónde vives?».
Aquí es donde comienzan nuestras oraciones. Nuestras oraciones comienzan cuando decimos: «Señor, hazme tener una idea de quién eres. Algunas personas dicen esto de ti, otras personas dicen esto otro, pero yo quiero darme de verdad cuenta por mí mismo de quién eres».
No tengas miedo de preguntar.
Jesús dice: «Ya no os llamo siervos […] a vosotros os llamo amigos, porque todo […] os lo he dado a conocer» (Jn 15,15). Hemos de orar en él para ello. Ora: «Señor, tan solo quiero conocerte. Déjame percibir quién eres para que pueda hablar a partir de esa experiencia». Piensa en Juan el evangelista, que dice: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos» (1 Jn 1,1). Esto es lo que quiero yo para nosotros. Que queramos hablar de lo que hemos visto, de lo que hemos oído.
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