fertilidad, interpretación que se podría inferir de la atención prestada al abultamiento del vientre, tienen un marcado componente punitivo, de carácter prescriptivo, ya que señalan el castigo de muerte a la mujer que cometa adulterio si está embarazada. La imagen en este caso, como señalábamos páginas atrás, no habla por sí misma, y adquiere significación en el ámbito cultural concreto al que pertenece. Tener en cuenta esta circunstancia es suficiente para cuestionar de inmediato alguna de las hipótesis formuladas con respecto a la significación de las Venus paleolíticas. No se trata de leer estas estatuillas del Paleolítico superior antiguo europeo a la luz de la significación cultural de las estatuillas de los Lega, sino de cuestionar la validez de las interpretaciones fundadas en la mera apreciación de los rasgos morfológicos de lo representado.
En el caso de las esculturas paleolíticas, que se documentan en yacimientos que cubren una extensión que supera los 3.000 km, la idea de que la fertilidad pueda constituir un elemento clave en la adaptación de los grupos cazadores-recolectores de elevada movilidad territorial resulta contradictoria con la carga que una mujer ha de soportar a lo largo de su vida si no espacia adecuadamente los embarazos (Mussi, 2012). Otra cosa es que la elevada mortalidad infantil o el estrés físico pudieran influir en términos de supervivencia o capacidad de embarazo, circunstancias que debieron ser indudablemente preocupantes para los autores de estas figuras, pero desde esa perspectiva, su función pudiera haber estado vinculada al carácter protector de la vida de la embarazada, o del recién nacido, más que a la fertilidad, en cuyo caso tendrían un marcado carácter apotropaico; o, en un orden totalmente distinto de cosas, hacer referencia a genios tutelares, vinculados al origen del grupo y totalmente desvinculadas de la fertilidad o la viabilidad de los embarazos (Wunn, 2012). Esta última interpretación se puede hacer convivir sin esfuerzo con la idea de que la visualización de estas imágenes pudiera transmitir rápidamente, en una Europa escasamente poblada, una señal de identidad, capaz de facilitar los contactos en sociedades organizadas en sistemas sociales abiertos (Gamble, 1982).
La valoración de la demografía, del ritmo de embarazo y la mortalidad infantil en relación con la elevada movilidad de los grupos cazadores-recolectores, el mantenimiento de redes sociales extendidas o la materialización de la memoria cultural son aspectos que necesariamente deben ser objeto de atenta valoración antes de establecer una propuesta sobre la significación de las Venus paleolíticas. En definitiva, los objetos poseen significación social, y en arqueología tan solo la adecuada contextualización del material objeto de estudio permite avanzar en un campo en el que la antropología goza de fuentes de información directas, más cercanas y precisas.
En esta línea de pensamiento cabría situar la atención prestada por algunos antropólogos, cuando valoran el arte, a las visiones ontológicas del mundo propias de los autores de las obras. En opinión de Descola, no se representa más que lo que se percibe o imagina, y no se percibe o imagina más que lo que se ha aprendido a discernir y a reconocer dentro de la propia cultura. Según este autor, probablemente no haya más que cuatro ontologías en el mundo, dos de ellas no relacionadas con el tipo de sociedades que estamos analizando (naturalismo y analogismo), por lo que en el marco de las sociedades simples en las que se sitúa nuestra discusión quedarían reducidas a dos: el animismo y el totemismo. Sustentan estas dos ontologías las cualidades que se otorgan o se niegan a las personas y a las cosas, que son las que marcan las continuidades o discontinuidades que los humanos identifican entre ellos y el resto de los seres existentes, tanto en el plano físico como en el moral (Descola, 2015). Una propuesta con la que coinciden otros autores que se han dedicado a analizar el arte desde una perspectiva antropológica, como son el ya mencionado Layton, o Ingold (2000), por citar dos de los antropólogos relevantes enmarcados en distintas escuelas.
La coincidencia entre la forma de ver el mundo y la forma de representarlo no implica, sin embargo, que sea fácil inferir estas ontologías recurriendo solo a la comparación etnográfica o a las imágenes realizadas por los grupos humanos del pasado. Con independencia del sistema de pensamiento y la ordenación mental del mundo, la variedad cultural genera una amplia gama de posibles concreciones, todas ellas condicionadas en términos históricos. Además, los temas representados no tienen que ser necesariamente icónicos (Davidson, 2017). Sin extendernos excesivamente en este último aspecto, es necesario indicar que en el arte paleolítico y en el de las sociedades simples estudiadas por la antropología, los signos icónicos conviven con otros que no lo son, aquellos de los que no se deduce el significado a partir de la forma. Pero incluso en los signos o representaciones icónicas, como puede ser la representación de un animal cuya especie es identificable, el carácter polisémico suele ser habitual, y en los estudios etnológicos se comprueba de manera fehaciente esta circunstancia, que resulta dependiente del contexto cultural de producción y uso.
LA PSICOLOGÍA COGNITIVA
Y LA VALORACIÓN DEL ARTE
Esta disciplina, a través de numerosos estudios, ha producido en los últimos años un amplio corpus de información que es absolutamente necesario tener en cuenta al valorar la importancia de las imágenes en la historia humana, así como su aparición en términos evolutivos, ya que su enfoque se orienta hacia la delimitación del proceso cerebral y cognitivo que facilita la apreciación del arte visual.
El principal problema de la psicología cognitiva está en su incapacidad para definir el concepto de arte, circunstancia que genera una cierta ambigüedad en los trabajos de laboratorio con respecto a la elección de los elementos visuales objeto de estudio. Y lo cierto es que algunos especialistas consideran que su aportación se limita a la caracterización de las redes neuronales y los mecanismos mentales que intervienen en la observación de las imágenes y la apreciación de sus cualidades estéticas en forma de recompensas emocionales.
Las aportaciones de la teoría de la Gestalt a la percepción sensorial constituyen uno de los primeros enfoques sistemáticos en este campo, en un intento de aproximación holística a la percepción. El punto de partida fue la consideración de que las percepciones no pueden separarse en los elementos básicos que integran una obra y que organizamos nuestra percepción a partir de las interpretaciones más simples, de manera que la percepción se puede definir como un proceso activo de búsqueda de orden, categorización e interpretación. Una aplicación sistemática de estos principios al análisis del arte, a mediados del siglo XX, se debe a Rudolf Arnheim (1974),2 quien considera que la experiencia visual es dinámica, ya que en ella opera un juego de tensiones o fuerzas psicológicas que tienen que ver con el tamaño, la forma, la ubicación y el color, y que estas se ajustan a las fuerzas perceptivas que el artista introduce en las obras mediante el balance, la armonía y la posición de los objetos. Son esas fuerzas, precisamente, las que Arnheim piensa que dan lugar a la experiencia estética, una experiencia que se nutre de los sentimientos de calma y tensión.
Un par de décadas después de la publicación de la primera edición de la obra de Arnheim, Daniel E. Berlyne (1971) tuvo el mérito de llamar la atención sobre la importancia de las emociones en el juicio estético, ya que hizo intervenir en la valoración estética no solo la belleza, sino aspectos tales como la sorpresa, la novedad, la complejidad, la ambigüedad o el desasosiego, cualidades que denomina colativas, en la medida en que tienen la propiedad de comparar los estímulos percibidos con otros que ya se experimentaron previamente. En su combinación y proporción, estos estímulos intervienen en la respuesta que la obra genera en aquel que la contempla. En su propuesta, serán precisamente las producciones artísticas que provoquen excitación o tensión psicológica las que favorecerán una experiencia estética más completa.
Como advierte Shimamura (2014), en la percepción de estas propiedades interviene la experiencia del espectador, de manera que no se trata de propiedades intrínsecas de la obra, sino que tienen que ver con la historia personal, con las experiencias previas acumuladas y con el contexto cultural y social del que cada individuo forma parte, lo que resulta tanto o más importante. Se trata, a pesar de las diferencias de enfoque, de una forma de ver el tema muy parecida a la de N. Goodman (1976), quien, tras considerar las manifestaciones del arte inscritas en un sistema simbólico, no duda en señalar que «no solamente descubrimos el mundo a través de nuestros símbolos, sino que además entendemos y revalorizamos