la España del siglo XVI y que sintetiza la cultura exportada a las colonias españolas durante más de tres siglos (1996: 49).48
Para cualquiera que haya visitado El Escorial y haya sobrevivido al sistema educativo de la España franquista resulta obvio que tanto este monumento como el reinado de Felipe II representan precisamente lo contrario de lo sugerido por Williams. ¿Cómo podría el palacio/necrópolis/monasterio de Felipe II ser una celebración de la heterogeneidad cultural española, como afirma constantemente Williams, si fue construido como fortaleza del dogma y ha permanecido en el imaginario colectivo español como símbolo de la intolerancia y el oscurantismo de la Contrarreforma? Por otra parte, cuando hablamos de culturas nacionales, sería conveniente distinguir entre cultura hegemónica, cultura popular y cultura oposicional. Incluso el propio concepto de cultura nacional es cuestionable en una España en la que todavía existían comunidades históricas que conservaban sus formas de gobierno autónomo y en las que se producían manifestaciones culturales que, afortunadamente, no guardaban ninguna relación con el concepto de cultura que se desprende del Escorial. El hecho de que este último represente la cultura hegemónica sustentada por su creador, no significa que encarne la “cultura española” en toda su heterogeneidad. El Escorial puede interpretarse como un microcosmos, como hace Williams, pero no “a microcosm of sixteenth-century Spanish society” (1996: 59), sino como microcosmos de la oscura utopía personal de Felipe II.
La equívoca lectura que Williams hace del Escorial rescata algunos datos interesantes, pero en última instancia cae en una tendencia muy generalizada dentro de la crítica contemporánea: la manipulación de los textos a la luz de clisés postestructuralistas. En lo que podríamos calificar como un caso de “ventriloquía” teórica, el crítico hace que el objeto estético bajo análisis repita aquello que el propio crítico desea oír. El postmodernismo, cabría recordar, va más allá de la simple mezcla de estilos y la crítica postmodernista debe ir también más allá de la mistificación acrítica de la heterogeneidad y de su proyección sobre cualquier artefacto cultural. Querer ver rasgos postmodernos en una arquitectura producida dentro de un contexto ultraconservador como el de la España de Felipe II es un contrasentido. Para muchos españoles que sufrieron la dictadura de Franco, El Escorial representa junto con El Valle de los Caídos, la manifestación más flagrante de una relectura de la historia no postmoderna como la de Williams, sino antimoderna y autoritaria; algo que Fuentes recalca en Terra Nostra, pero que escapa a la interpretación de Williams.49
Una nueva paradoja viene dada por el hecho de que, si bien Terra Nostra reivindica a los seres anónimos, a las minorías, al pueblo frente a la autoridad y la élite, el protagonista indiscutible de la novela es una de las grandes figuras de la historia: Felipe II. Así, mientras El Señor ostenta la personalidad más rica y compleja de la novela, el llamado grupo de los “obreros” (Jerónimo, Martín, Nuño y Catilinón) es representado de modo estereotipado: se trata de personajes zafios, rudos, a veces brutales, siempre ignorantes y susceptibles de ser manipulados por el poder institucional.50 Aunque sin demasiada profundidad psicológica, los intelectuales ocupan el otro lugar privilegiado. Mientras que el Señor domina “El viejo mundo”, en la última parte tiene que compartir tal protagonismo con artistas, herejes y comuneros. Estos grupos antihegemónicos, que tienen su caldo de cultivo entre la pequeña burguesía, son en Terra Nostra la élite que, según Fuentes, debía haber liderado la modernidad en España e Hispanoamérica y que todavía debe seguir ocupando un papel protagonista en el mundo hispánico.
A nivel historiográfico, la novela de Fuentes acusa a la historia del Señor de ocultar acontecimientos y de manipular la verdad. Pero, por su misma condición ficticia, el proceso de selección de los acontecimientos en Terra Nostra es aún más arbitrario. Esto es algo perfectamente admisible en una obra de ficción, lo que no parece tan admisible es la pretensión del novelista de hacer de su obra un instrumento cognitivo superior al del discurso historiográfico: “Porque la historia de España ha sido lo que ha sido, su arte ha sido lo que la historia ha negado a España. El arte da vida a lo que la historia ha asesinado. El arte da voz a lo que ha historia ha negado, silenciado o perseguido. El arte rescata la verdad de mano de las mentiras de la historia” (CCL 43-4). La literatura imaginativa puede decir aquello que la historia calla, como Fuentes pretende, pero también silencia a menudo aquello que la historia dice. De igual modo, el discurso de la novela no tiene por qué estar ausente de intereses de grupo, ni tampoco oponerse siempre al poder institucional. Esta oposición entre literatura (a la que Fuentes asocia con los valores de apertura y progreso) e historia oficial (que representaría, por el contrario, la clausura y el oscurantismo) podría llevar a una fácil idealización de la actividad creadora, si no es contemplada a la luz del contexto sociocultural en que fue producida.
Muchas de las paradojas que acabamos de discutir encuentran explicación dentro de los marcos de interpretación que nos ofrecen el actual debate sobre el postmodernismo y la tradición literaria e historiográfica del mundo hispánico. El deseo y la sospecha de las visiones totalizantes de la realidad son dos tendencias antagónicas que tienden a aparecer juntas en muchas novelas históricas contemporáneas. De acuerdo con Hutcheon, las metaficciones historiográficas del postmodernismo responden a un impulso paradójico que les lleva a instalar, e inmediatamente subvertir, “the teleology, closure and causality of narrative, both historical and fictive” (1989: 63). Este doble impulso tiene por finalidad, según Hutcheon, desmantelar el proceso mediante el cual representamos la realidad y hacemos que nuestra representación parezca un todo ordenado y coherente. Al desvelar los mecanismos de representación de la literatura y de la historia en toda su arbitrariedad, las novelas históricas postmodernistas cuestionan las pretensiones de verdad de la historiografía tradicional y la epistemología objetivista del realismo literario.
Como se ha venido apuntando, tanto en sus ensayos como en sus novelas Fuentes insiste en la necesidad de construir modelos totales de representación. Ahora bien, es necesario aclarar el concepto de totalización que propone el novelista mexicano. Por novela totalizante Fuentes no entiende una narrativa que se presente como coherente, continua y unificada. Ni tampoco entra en el programa estético de Fuentes imponernos una visión excluyente de la realidad. Ambas tendencias están presentes en Terra Nostra, pero no como objeto de culto sino de la parodia del autor. La novela total de Fuentes se plantea, por el contrario, como “un programa de libro abierto, de escritura común” (CCL 96). De estas palabras, que Fuentes usa para describir la poética de Joyce en Finnegans Wake se deduce la intencionalidad antiautoritaria que Fuentes adscribe a su concepto de totalización. Hacer de la novela un gran “campo de posibilidades” en el que ninguna voz se sienta excluida. Abrir la obra para permitir que en ella coexistan “todos los contrarios vistos simultáneamente desde todas las perspectivas posibles” (CCL 106). No permitir que la escritura sea privilegio y propiedad de un solo autor o “Señor”, sino convertir la producción del texto en una actividad común y prolongada, por tanto, más allá del punto final del autor.51
Esta misma inclinación a inscribir y subvertir los mecanismos de representación tradicionales nos ayuda a comprender igualmente el interés de Fuentes por los grandes personajes de la historia oficial. El novelista elabora en “El viejo mundo” una radiografía del poder tiránico que ha asolado los pueblos de habla hispánica durante siglos. Para ello centra su atención en la figura de Felipe II y presenta su compleja personalidad mediante dos mecanismos principales: la reproducción en la novela de pasajes y anécdotas tomados de las crónicas más rancias, moralistas y reaccionarias que se han escrito sobre este personaje histórico y la creación de una trama fantástica. Al inscribirlas literalmente en sus aspectos más grotescos y fantásticos, Fuentes desautoriza tanto la veracidad de tales fuentes como la visión retrógrada que transmiten.
Por último, la recurrencia con que Fuentes privilegia la ficción sobre la historia en materia de verdad ha de entenderse a la luz del desprecio reiterado que el estamento intelectual manifestó hacia la literatura de creación durante siglos. Siguiendo una tradición moralista que se remonta a Platón, ya en el siglo XVI las primeras novelas y obras imaginativas fueron inmediatamente tachadas de mentirosas y mantuvieron esta etiqueta durante siglos.52 En España la oposición a la literatura de creación por parte del estamento eclesiástico y un sector importante del