Jorg Rupke

Panteón


Скачать книгу

que para la mayoría de nosotros está más allá del entendimiento se transformó en un mundo muy parecido al nuestro, al menos en un aspecto concreto. Para decirlo con brevedad: vamos a describir cómo, a partir de un mundo en el que se practicaban ritos, surgió un mundo de religiones a las que se podía pertenecer. No es una historia en línea recta. Los cambios que voy a describir no fueron inevitables; nadie podría haberlos previsto. Tampoco fueron irreversibles, más bien al contrario.

      Hablar de religiones –en plural– es algo que hoy nos parece normal. De hecho, podemos definirnos en términos de una religión. Una religión puede abrirnos algunas puertas –acceso al funcionariado, a los medios de comunicación de masas, a las oficinas de hacienda cuando se trata de una exención fiscal o, en algunos casos, las puertas de una cárcel–. Pero, aunque en tanto individuos podamos pertenecer a una religión, ya no podemos «des-pensar» la declinación plural del término cuando usamos el concepto para describir tanto las sociedades de nuestra época como las históricas. Y, sin embargo, cada vez con mayor frecuencia, surgen tendencias que desafían dicha categorización. «New Age» ha sido uno de esos conceptos. «Espiritualidad» se dibuja cada vez más como otro de ellos y «misticismo» tiene una larga historia en tanto manifestación en este sentido. Innumerables personas, cristianas, musulmanas e hindúes, hablan con bastante naturalidad de sí mismas en tanto pertenecientes a una de las muchas religiones (es raro que se pertenezca a varias), pero tenemos buenas razones para preguntarnos si, en muchos casos, no deberíamos hablar de culturas y de diferencias culturales más que de feligresía en las diferentes religiones.

      Cuando un concepto tiene muchos sentidos diferentes se abren ventanas de comparación a través del tiempo y del espacio y, en muchos casos, solamente entonces empieza a ser posible tener una conversación con sentido. Pero una historia, en cambio, solo se logra comunicar cuando el número de conceptos en juego es limitado, cuando se garantiza una recognoscibilidad a quienes participan, a pesar de las pequeñas diferencias; de otro modo, nos enfrentaríamos a una multitud de historias dispares, a veces en conflicto, con resultados que pueden ser entretenidos (pensemos únicamente en Las mil y una noches) y completamente informativos y reveladores (mil relatos diarios que se suman a una «microhistoria») pero que no tendrían un fin, una «moraleja». Esto es especialmente cierto en el caso de una historia tan larga como la que aquí se intenta contar, en la que los actores cambian repetidamente o, al menos, cambian con una frecuencia mucho mayor que los parámetros de las prácticas y de los conceptos religiosos.

      Por supuesto, a las dificultades se suma la armonización conceptual cuando el intento de alcanzar dicha armonía nos lleva a imponer una apariencia de continuidad que enmascara los cambios y las transformaciones ininterrumpidas. En ese momento es crucial refinar nuestros conceptos, apreciar las diferencias. Empezamos a ver que el mundo que describimos comprende muchos espacios geográficos, donde tienen lugar muchos tipos distintos de acontecimientos: un cambio que percibimos en un lugar puede que también haya sucedido en otro, pero no tenemos ninguna garantía de que haya tenido las mismas consecuencias en ambos escenarios. Así pues, aunque una historia de la religión mediterránea no sea una historia universal de la religión, debe siempre tener en cuenta otros espacios geográficos, debe preguntarse qué ocurrió en ellos y debe percibir los momentos en los que las ideas, los objetos y las personas atravesaron esos muros erigidos por nuestra imaginación mediante la metáfora de los espacios separados.

      Es esta historia, primero en torno al Mediterráneo y después, progresivamente, euromediterránea, lo que nos lleva a centrarnos en Roma. Pero nuestra elección de Roma como núcleo sería un error si lo que estuviéramos buscando fueran los mitos de origen. El politeísmo antiguo y sus mundos narrativos no se desarrollaron en absoluto cerca de Roma, sino más bien en Oriente Próximo, Egipto y Mesopotamia. Las tradiciones monoteístas del judaísmo, el cristianismo y el islam conectaron en Jerusalén, no en la ciudad a orillas del Tíber. Más aún, tenemos que agradecer a Atenas, y no a la ciudad de las Siete Colinas, la polémica separación de la filosofía y la religión, prácticamente una característica única del pensamiento religioso occidental. Incluso la codificación del derecho en lengua latina, el Corpus iuris civilis, que ha dejado su impronta en tantos sistemas legales modernos, surgió de Constantinopla, la Roma del Imperio bizantino, y no de su predecesora italiana. Sin duda la palabra religio tiene su origen en Roma. Pero eso tiene muy poca relevancia para el cambio que constituye el tema del presente relato.