Matthew McCullough

La muerte recordada


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y el espacio, raza y clase. Pero en nuestro tiempo y lugar, la muerte no es algo en lo que pensamos muy a menudo, si es que pensamos en lo absoluto. En el capítulo 1, entraré en las razones de esta evasión, tanto en cómo podemos evitar el tema como por qué querríamos hacerlo. Pero, en resumen, los notables logros de la medicina moderna han hecho retroceder la muerte cada vez más en la vida promedio de la persona occidental. Disfrutamos de una mejor prevención de enfermedades, mejores tratamientos farmacéuticos y mejor atención de emergencia que cualquier otra sociedad en la historia. Esa es una bendición maravillosa, sin duda. Pero tiene un efecto secundario importante: muchos de nosotros podemos permitirnos vivir la mayor parte de nuestras vidas como si la muerte no fuera nuestro problema.

      La muerte no es menos inevitable ahora, pero muchos de nosotros no tenemos que verla o siquiera pensar en ella como una presencia diaria en nuestras vidas. Cuando las personas mueren, es más probable que sea en un centro médico, acordonado lejos de donde vivimos, en un proceso higienizado, cuidadosamente administrado e incluso industrial que ocurre cuando los profesionales deciden dejar de brindar atención. La muerte sigue siendo inevitable, pero se ha vuelto extraña.

      La muerte también se ha convertido en una especie de tabú, que no debe discutirse en compañía educada. Etiquetamos esa charla como «mórbida». Es un término peyorativo que se aplica a palabras o ideas inusualmente oscuras: distorsiones de la verdad tal como deseamos verla. Sacar a relucir el tema de la muerte es a menudo incómodo en el mejor de los casos, vergonzoso en el peor.

      Pero por más que intentemos evitar el tema, todos experimentamos la sombra de la muerte todos los días. Se manifiesta en nuestras inseguridades sobre quiénes somos y por qué importamos. Se manifiesta en nuestra insatisfacción con las cosas que creemos que deberían hacernos felices. Y se manifiesta en nuestro dolor por la pérdida de todo lo bueno que no dura lo suficiente. No podemos evitar la muerte y sus efectos. Tampoco debemos evitar hablar de ella.

      Nuestro desapego de la muerte nos pone fuera de línea con la perspectiva de la Biblia. A lo largo de sus páginas, ya sea ley o historia o poesía o profecía o evangelio o carta, la muerte es una fijación mucho más común que lo que es en nuestras vidas hoy. Para los autores bíblicos, la concientización de la muerte y sus implicaciones para la vida es crucial para una vida de sabiduría.

      Considera, por ejemplo, la oración del Salmo 90: «Enséñanos de tal modo a contar nuestros días, Que traigamos al corazón sabiduría» (v. 12). Esa es una forma eufemística de decir «enséñanos a reconocer nuestra muerte». La oración viene como una especie de bisagra entre las dos partes del salmo. La primera parte se centra en las limitaciones humanas en comparación con la inmensidad de Dios. Para Dios, el tiempo no es nada. «Desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios» (90:2). «Porque mil años delante de tus ojos son como el día de ayer, que pasó, y como una de las vigilias de la noche» (90:4). Pero para nosotros los humanos, bajo el pecado y el juicio, el tiempo destruye todo. Nuestras vidas son «como un sueño». Nuestras vidas son como la hierba: «En la mañana florece y crece; a la tarde es cortada, y se seca» (90:5-6). En el mejor de los casos, «Los días de nuestra edad son setenta años; y si en los más robustos son ochenta años, con todo, su fortaleza es molestia y trabajo, porque pronto pasan, y volamos» (90:10). La oración del salmista por recordar la muerte es una oración por una vida de humildad, una perspectiva que comprende nuestros límites y la insuperable diferencia entre Dios y nosotros.

      Pero esta oración establece otro tema en la segunda parte del salmo. Inmediatamente después de orar para que Dios nos enseñe a contar nuestros días, el salmista ora para que Dios nos haga felices todos nuestros días con la riqueza de su amor: «De mañana sácianos de tu misericordia, Y cantaremos y nos alegraremos todos nuestros días» (Salmo 90:14).

      Creo que esas dos oraciones van de la mano: enséñame a vivir con la realidad de mi muerte para que pueda vivir en la alegría de tu amor. Antes de que pueda quedarme asombrado por el amor de Dios, antes de que pueda ver la belleza de su amor con más claridad que los problemas de mi vida, debo ver mi desesperada necesidad de ello y mi absoluta indignidad. Cuando Dios nos enseña a contar nuestros días, nos protege del autoengaño orgulloso y nos permite vivir con un gozo genuino y realista.

      Este es un libro sobre la muerte porque la sabiduría proviene de la honestidad con respecto al mundo tal como es. Quiero ayudarnos a contar nuestros días, a recordar la muerte, como una forma de disciplina espiritual. Quiero mostrar de la Biblia el poder iluminador de la conciencia de la muerte para las vidas que estamos viviendo ahora.3

      No escribo principalmente a quienes se enfrentan a una muerte inminente ni a quienes están en duelo por la pérdida de un ser querido, aunque espero que mis observaciones los alienten.4 Escribo para convencer a quienes viven como inmortales de que en realidad no son inmortales, para ayudarlos a obtener la perspectiva realista que ya tienen los afligidos o los enfermos terminales.5

      Les escribo a aquellos para quienes la muerte se siente remota e irreal, algo que les sucede a otros, para ayudarlos a ver cómo un conocimiento presente de la muerte es importante para las vidas que están viviendo ahora.

      Este propósito coloca a mi libro dentro de una corriente de reflexión cristiana honrada por el tiempo llamada memento mori. Traducido a grandes rasgos, es el título de este libro: recuerda la muerte. El enfoque de esta tradición es reconocer la muerte, pensar en lo que significa para nosotros y dónde experimentamos sus efectos, para poder vivir una vida verdadera, fiel y gozosa mientras tanto.

      Esta práctica me llamó la atención por primera vez en la escuela de posgrado, formándome como historiador de la iglesia, cuando por un tiempo estudié los ministerios de los puritanos en Inglaterra y América.6 Era difícil pasar por alto la disyunción. Lo que era fundamental para ellos ahora está mayormente ausente de la cultura occidental y de mi experiencia del cristianismo estadounidense.

      Luego, en mis primeros años como pastor, predicando versículo por versículo a través de los libros de la Biblia, llegué a reconocer de una manera nueva la frecuencia con la que la Biblia habla de la muerte. Sabía de su enfoque en el problema del pecado y el problema del juicio eterno. Lo que me llamó la atención fue su enfoque en la muerte física, el hecho de que nuestras vidas en este mundo llegan a su fin. El problema de la muerte seguramente está conectado con el problema del pecado y el problema del juicio, como parte de los efectos de la rebelión humana en este mundo quebrantado. Pero la muerte es un aspecto de la condición humana que merece su propia atención, especialmente en una cultura que quiere negar su dominio.

      Dicho todo esto, este no es realmente un libro sobre la muerte. Es un libro sobre Jesús y, por tanto, un libro sobre esperanza. He llegado a ver, como pastor de jóvenes prometedores, lo importante que puede ser la conciencia de la muerte para enfrentar un problema que creo que va de la mano con el evitar la muerte. Cuando la realidad de la muerte está lejos de nuestras mentes, las promesas de Jesús a menudo parecen desvinculadas de nuestras vidas. Estas promesas parecen abstractas, pertenecientes a un mundo diferente al que vivo, desconectadas de los problemas que dominan mi campo de visión.

      Compara eso con lo que Pedro dice acerca de la relevancia de Jesús en 1 Pedro 1. Pedro describe a los cristianos como aquellos que son nacidos «para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos» (1 Pedro 1:3). Pedro asume que la resurrección de Jesús significa esperanza viva para quienes confían en él. Esta esperanza no es lejana ni de otro mundo, sino que se transmite en y para esta vida. Pero mira lo que dice sobre el objeto de esa esperanza: «una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros» (1:4).

      Quizás tus ojos pasan rápidamente cuando lees palabras como esas. Quizás estas palabras incluso despierten algo de ira. ¿Incorruptible? ¿Incontaminado? ¿Inmarcesible? ¿Por qué debería importarme? No necesito una herencia guardada en el cielo. Necesito ayuda ahora, en este mundo. Tal vez te sientas así con respecto a muchas de las promesas de Jesús. ¿De qué sirve el sacrificio de sangre o la justificación cuando te enfrentas a un mercado laboral incierto o te preocupa no encontrar nunca un cónyuge? ¿Cómo puedo preocuparme por un cuerpo inmortal si me avergüenzo del que tengo ahora? ¿Y por qué Jesús habla tanto de la vida eterna? No solo necesito