Bily López

Ensayos maquínicos


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Regalo

      PAMELA CASTRO

      Todos los días, cuando salgo de casa, la observo. Queda justo en el centro de la Ciudad de México. Si hay clima despejado, se nota el brillo reflejo de los altos cristales. Tengo un recuerdo muy particular de ella. Poco antes de cumplir dieciocho años, le pedí a Eder que me regalara el día de mi cumpleaños un paseo por el centro de la ciudad. Eder era el chico más atractivo de la preparatoria, mide poco más de un metro noventa, jugaba básquetbol, escuchaba música no popular, tenía una nariz hermosa y, sí, estaba completamente enamorada de él. Así que una tarde, entre la timidez y el coqueteo, le hice la solicitud, recuerdo que su primer respuesta me desconcertó.

      —¿No quieres mejor ir al cine?

      —No, quiero caminar por el centro y que tú vayas conmigo.

      Llegado el día, la caminata se tornó emocionante, el centro de la ciudad estaba transitado por consumidores que portaban montones de bolsas y andaban con paso apresurado. Nosotros a las tontas. Eder me contaba no sé qué cosa sobre el barrio chino. Al llegar a Eje Central, poco antes de Madero, señaló:

      —Ésta es la Latino —dijo, haciendo a la vez un gesto que indicaba al enorme edificio.

      —Ah —respondí sin avanzar y alzando la cabeza hacia arriba y hacia atrás, hacia arriba y hacia atrás, hacia arriba / mareo / hacia atrás. Hacia arriba / me voy a caer / hacia atrás.

      Ya no pude más. Me incorporé.

      —Arriba hay un mirador. ¿Quieres subir?

      —No.

      Seguimos caminando, él hablaba y me contaba cosas que ahora no recuerdo, yo estaba feliz de andar a su lado y de pasear por el centro de la ciudad. En aquel momento las calles con la multitud de gente me parecían interesantes y asombrosas. Eder era muy inquieto. Compramos un papalote y lo volamos en la plancha del Zócalo. El viento soplaba con fuerza, logramos levantar el papel, alto, muy alto.

       Columbiformes

      PAMELA CASTRO

      Te conozco desde 1984. Mi familia suele tener un recuerdo muy presente de ti, yo apenas soy una cría. Por las noches, mi tórtolo abuelo suele contarnos la misma historia.

      «A la distancia vimos su creación. Durante el día, la transparencia de los cristales tenía magnanimidad, los rayos de luz se manifestaban en distintos colores. Notamos eso desde aquí, y quisimos acercarnos más, pero esperábamos el momento. Eso sucedió cuando percibimos una punta alta y enjuta, incapaz de seguir dando crecimiento a esa torre, que bastante tiempo atrás nos tuvo impresionados. Un día la tía tórtola y el tío palomo prepararon rutas de vuelo hacia esa torre, pues era tan alta, que nuestra mirada en el horizonte norte era limitada por su presencia. Han de recordar que el tío palomo solía prepararnos para los vuelos, él nos disciplinaba y nos brindaba ánimo para mejorar el ritmo de aleteo. Recuerden que desde tiempos antiguos mantenemos un ritmo de 52 km/h en cada viaje. Aquella mañana, mientras volábamos, percibimos un ligero reflejo de luz que se iba intensificando en los cristales conforme nos íbamos acercando. No teníamos idea del resultado que hay, al unir la luz de día con los cristales de la torre. Un tornasol nos deslumbró y tuvimos que dar un ligero desvío en semicírculo para acercarnos por el sur, pues siempre amanece por el oriente, justo la luz venía detrás de nosotros, y daba directo en todos sus altos cristales. Al llegar ahí nos alegramos mucho, esa torre era única, no había otra igual.»

      Mirándote desde el cerro del Chimalhuache, quiero pensar que te gustaba ser visitada por mi parvada. Ahora ya no lo hacemos. Hay días y semanas en que ni siquiera te notamos, el aire se ha vuelto de un color que te oculta a la vista y, recuerda que nosotros tenemos muy buena visión, de hecho nos ocupan para alertar sobre posibles invasiones aéreas en territorios nacionales del norte —ni los actuales drones nos igualan—, vemos tan claro a la distancia que, por eso, te apreciamos, pues observamos tus luces destellantes durante los días de claridad y también desde los principios de tu levantamiento. Además, ya hay más construcciones parecidas a ti. Y aunque son cautivantes por sus distintos tipos de cristalería, a ti te valoramos por ser la primera que alcanzaba la altura de nuestros árboles en estos cerros.

      Nuestra estirpe ha vivido durante mucho tiempo. Ese recuerdo que nos contaba mi abuelo, sólo lo comparaba con las altas pirámides que construyeron más allá del lago de Texcoco, son dos las más altas, y solían visitarlas los ancestros palomos en épocas de migración. Ahora nos hemos vuelto parvadas de sitio, hemos dejado los árboles para vivir sobre lo sólido de los techos.

       Matrimonio

      LÁZARO TELLO

      Como la pierna de un Coloso de Rodas moderno, la Torre Latinoamericana inaugura el Centro Histórico de la Ciudad de México. La otra pierna, voluminosa o robusta, es el Palacio de Bellas Artes. La una acompaña a la otra para dar el primer paso y caminar sobre la calle Francisco I. Madero. Porque por sí misma la Torre Latino no vale como insignia de la ciudad. En las fotos aparece la colada, de fondo, siempre con su vestido ancho, Bellas Artes.

      Comenzará a llover: el brazo de Júpiter cae contra el pararrayos y la bella de artes abre su paraguas. El caballero la jala del brazo y dan media vuelta. Es la época del cortejo y las jacarandas riegan su alfombra. ¿La familia del siglo pasado está representada en ese par? ¿Se dirigen acaso hacia el Zócalo haciendo sonar los mocasines y los tacones? Un carruaje se detiene con las puertas abiertas sobre 20 de Noviembre para perderse en un paseo horizontal y vertical de un camino errante.

      Ya quisiera verlos caminar ahora, esquivando las botargas y las estatuas móviles, quitando con el bastón y el paraguas a los volanteros, entrando a comprar un pésimo café a una tiendita comercial, en una cita llena de polvo con perros removiendo la basura.

      Como estamos ante lo que parece ser la época de la desintegración familiar —así lo ejemplifican las torres gemelas, pues, como sabemos, una huyó en un avión trasatlántico— la Torre Latino quedaría sola, relegada, apareciendo en las postales como un puente destruido, como un asta sin bandera, como un falo desolado.

       Elevador

      GONZALO CHÁVEZ

      ¿De qué color viste la infidelidad? Hoy, al entrar al ascensor, me hice la pregunta. Al cerrarse las puertas de un elevador cualquiera, de un edificio cualquiera —bueno, ni tanto, pues aquí tuve la segunda cita con mi actual pareja, antes de estacionarnos en un hotel, ahora sí, cualquiera—, el tiempo abandona su normal discurrir. Todo pasó en un segundo con más de mil milésimas de segundo.

      Un señor de gorra verde pide a la joven de singular cadera le alcance a pulsar el botón del piso catorce. Ella presiona el catorce a la vez que el nueve; mientras, una mujer, que supongo es mi mujer, sube acompañada y cariñosa de un atildado hombre. En ese largo segundo, el hombre detrás de mí pide el piso tercero, pobre, tan bien que le haría subir esos tres pisos. Seguimos en el mismo segundo, pues la puerta aún no acaba de cerrarse. La señora de mi costado izquierdo pide el piso quinto, no, perdón, el sexto, error de cálculo. Y mi segundo por fin está en el final. Yo, claro, pido el piso quince, el último, el más famoso por su café y su vista de la ciudad que nunca duerme. Se cierran las puertas.

      A mí siempre me han dicho que no puedo afirmar nada más allá de mi experiencia, así que no lo hago. Mi mujer y el hombre en turno tomarán algunos tragos de un vino más o menos corriente que, sin embargo, a las alturas valdrá como si fuera fino. Después, una plática igual de fina que el vino. Me da permiso, me dice el señor holgazán al llegar a su piso, y lo primero que hago es no dárselo, no lo merece. Me empuja y se baja. Primer enfrentamiento, quizá sólo es el simulacro de lo que se espera del porvenir.

      Mi mujer siempre le ha tenido pavor a los elevadores, así que llegar al piso número quince es un acto de valentía. Pienso en dirigirme a la joven y decirle que apriete todos y cada uno de los botones, hasta el fondo, para así suspender el tiempo. Pero no lo hago. Después del altercado con el holgazán, advierto que el lapso