Miguel de Cervantes Saavedra

Novelas ejemplares


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doña Guiomar de Meneses, y su padre, don Fernando de Acevedo, caballero del hábito de Calatrava. Desparecila día de la Ascensión del Señor, a las ocho de la mañana, del año de mil y quinientos y noventa y cinco. Traía la niña puestos estos brincos que en este cofre están guardados».

      Apenas hubo oído la corregidora las razones del papel, cuando reconoció los brincos, se los puso a la boca, y dándoles infinitos besos, se cayó desmayada. Acudió el corregidor a ella, antes que a preguntar a la gitana por su hija, y habiendo vuelto en sí, dijo:

      —Mujer buena, antes ángel que gitana, ¿adónde está el dueño, digo la criatura cuyos eran estos dijes?

      —¿Adónde, señora? —respondió la gitana—. En vuestra casa la tenéis: aquella gitana que os sacó las lágrimas de los ojos es su dueño, y es sin duda alguna vuestra hija, que yo la hurté en Madrid de vuestra casa el día y hora que ese papel dice.

      Oyendo esto la turbada señora, soltó los chapines y desalada y corriendo salió a la sala adonde había dejado a Preciosa, y hallola rodeada de sus doncellas y criadas, todavía llorando. Arremetió a ella, y sin decirla nada, con gran priesa le desabrochó el pecho, y miró si tenía debajo de la teta iz-quierda una señal pequeña a modo de lunar blanco con que había nacido, y hallole ya grande, que con el tiempo se había dilatado. Luego, con la misma celeridad la descalzó y descubrió un pie de nieve y de marfil hecho a torno, y vio en él lo que buscaba; que era que los dos dedos últimos del pie derecho se trababan el uno con el otro por medio con un poquito de carne, la cual, cuando niña, nunca se la habían querido cortar, por no darle pesadumbre. El pecho, los dedos, los brincos, el día señalado del hurto, la confesión de la gitana y el sobresalto y la alegría que habían recibido sus padres cuando la vieron, con toda verdad confirmaron en el alma de la corregidora ser Preciosa su hija; y así, cogiéndola en sus brazos, se volvió con ella a donde el corregidor y la gitana estaban.

      Iba Preciosa confusa, que no sabía a qué efecto se había hecho con ella aquellas diligencias, y más viéndose llevar en brazos de la corregidora, y que le daba de un beso hasta ciento. Llegó, en fin, con la preciosa carga doña Guiomar a la presencia de su marido, y trasladándola de sus brazos a los del corregidor, dijo:

      —Recibid, señor, a vuestra hija Constanza; que esta es sin duda. No lo dudéis, señor, en ningún modo; que la señal de los dedos juntos y la del pecho he visto, y más, que a mí me lo está diciendo el alma desde el instante que mis ojos la vieron.

      —No lo dudo —respondió el corregidor, teniendo en sus brazos a Preciosa—; que los mismos efectos han pasado por la mía que por la vuestra. Y más que tantas particularidades juntas, ¿cómo podían suceder si no fuera por milagro?

      Toda la gente de casa andaba absorta, preguntando unos a otros qué sería aquello, y todos daban bien lejos del blanco; que ¿quién había de imaginar que la gitanilla era hija de sus señores?

      El corregidor dijo a su mujer, y a su hija, y a la gitana vieja, que aquel caso estuviese secreto hasta que él le descubriese; y asimismo dijo a la vieja que él le perdonaba el agravio que le había hecho en hurtarle la mitad de su alma, pues la recompensa de habérsela vuelto mayores albricias merecía, y que solo le pesaba de que sabiendo ella la calidad de Preciosa, la hubiese desposado con un gitano, y más con un ladrón y homicida.

      —¡Ay —dijo a esto Preciosa—, señor mío, que ni es gitano ni ladrón, puesto que es matador! Pero fue del que le quitó la honra, y no pudo hacer menos de mostrar quién era y matarle.

      —¿Cómo que no es gitano, hija mía? —dijo doña Guiomar.

      Entonces la gitana vieja contó brevemente la historia de Andrés Caballero, y que era hijo de don Francisco de Cárcamo, caballero del hábito de Santiago, y que se llamaba don Juan de Cárcamo, asimismo del mismo hábito, cuyos vestidos ella tenía, cuando los mudó en los de gitano. Contó también el concierto que entre Preciosa y don Juan estaba hecho de aguardar dos años de aprobación para desposarse o no. Puso en su punto la honestidad de entrambos y la agradable condición de don Juan.

      Tanto se admiraron desto como del hallazgo de su hija, y mandó el corregidor a la gitana que fuese por los vestidos de don Juan. Ella lo hizo ansí y volvió con otro gitano, que los trujo.

      En tanto que ella iba y volvía, hicieron sus padres a Preciosa cien mil preguntas, a que respondió con tanta discreción y gracia que aunque no la hubieran reconocido por hija los enamorara. Preguntáronla si tenía alguna afición a don Juan. Respondió que no más de aquella que le obligaba a ser agradecida a quien se había querido humillar a ser gitano por ella; pero que ya no se extendería a más el agradecimiento de aquello que sus señores padres quisiesen.

      —Calla, hija preciosa —dijo su padre—, que este nombre de Preciosa quiero que se te quede en memoria de tu pérdida y de tu hallazgo; que yo, como tu padre, tomo a cargo de ponerte en estado que no desdiga de quién eres.

      Suspiró oyendo esto Preciosa, y su madre, como era discreta, entendió que suspiraba de enamorada de don Juan, y dijo a su marido:

      —Señor, siendo tan principal don Juan de Cárcamo como lo es, y queriendo tanto a nuestra hija, no nos estaría mal dársela por esposa.

      Y él respondió:

      —Aún apenas hoy la habemos hallado, ¿y ya queréis que la perdamos? Gocémosla algún tiempo; que, en casándola, no será nuestra, sino de su marido.

      —Razón tenéis, señor —respondió ella—, pero dad orden de sacar a don Juan, que debe de estar en algún calabozo metido, pasando las penalidades que se pueden considerar de sus prisiones, las humedades y sabandijas inmundas, que inquietan a las pobres pacientes, que están esperando salga el día para gozarle, y verse libres de tanta opresión y mala vecindad como padecen.

      —Sí estará —dijo Preciosa—, que a un ladrón, matador, y sobre todo gitano, no le habrán dado mejor estancia.

      —Yo quiero ir a verle, como que le voy a tomar la confesión —respondió el corregidor—, y de nuevo os encargo, señora, que nadie sepa esta historia hasta que yo lo quiera.

      Y abrazando a Preciosa, fue luego a la cárcel y entró en el calabozo donde don Juan estaba, y no quiso que nadie entrase con él. Hallole con entrambos pies en un cepo y con las esposas a las manos, y que aún no le habían quitado el piedeamigo. Era la estancia oscura, pero hizo que por arriba abriesen una lumbrera, por donde entraba luz, aunque muy escasa, y así como le vio, le dijo:

      —¿Cómo está la buena pieza? ¡Que así tuviera yo atraillados cuantos gitanos hay en España, para acabar con ellos en un día, como Nerón quisiera en otro con Roma, sin dar más de un golpe! Sabed, ladrón puntoso, que yo soy el corregidor de esta ciudad, y vengo a saber, de mí a vos, si es verdad que es vuestra esposa una gitanilla que viene con vosotros.

      Oyendo esto Andrés, imaginó que el corregidor se debía haber enamorado de Preciosa; que los celos son de cuerpos sutiles y se entran por otros cuerpos sin romperlos, apartarlos ni dividirlos. Pero, con todo esto, respondió:

      —Si ella ha dicho que yo soy su esposo, es mucha verdad, y si ha dicho que no lo soy, también ha dicho verdad; porque no es posible que Preciosa diga mentira.

      —¿Tan verdadera es? —respondió el corregidor—. No es poco serlo para ser gitana. Ahora bien, mancebo, ella ha dicho que es vuestra esposa; pero que nunca os ha dado la mano. Ha sabido que, según es vuestra culpa, habéis de morir por ella, y hame pedido que antes de vuestra muerte la despose con vos, porque se quiere honrar con quedar viuda de un tan gran ladrón como vos.

      —Pues hágalo vuesa merced, señor corregidor, como ella lo suplica; que como yo me despose con ella, iré contento a la otra vida como parta de esta con nombre de ser suyo.

      —Mucho la debéis de querer —dijo el corregidor.

      —Tanto —respondió el preso—, que, a poderlo decir, no fuera nada. En efecto, señor corregidor, mi causa se concluya; yo maté al que me quiso quitar la honra; yo adoro a esa gitana: moriré contento si muero en su gracia, y sé que no nos ha