Francisco Beltrán Llavador

Política y prácticas de la educación de personas adultas


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Universidad en particular. Por otra parte, los agentes implicados en la EA han venido reclamando para sí el papel de «prácticos», confiando así a otros la posibilidad de elaborar propuestas teóricas sobre su propia tarea. Se reproducía de este modo, una vez más, una de las falacias sobre las que históricamente ha descansado la división social del trabajo, a saber: la separación entre teoría, especulación o reflexión por una parte, y la práctica, la ejecución o la acción por otra.

       En la actualidad parece que poco a poco comienza a surgir una cierta preocupación e interés por elaborar reflexiones desde y sobre la EA. No tanto porque se haya superado la falacia en la que se asienta la división social del trabajo al dar erróneamante por supuesto la existencia de un corte entre teoría y práctica, como si fuera posible separar el haz y el envés de una hoja, o la cara y la cruz de una moneda, sino porque nuestro contexto social y educativo ha ido cambiando paulatinamente desde hace aproximadamente dos décadas, a partir de ese periodo fronterizo al que se le suele denominar «la transición», y que en la esfera de la EA encuentra su punto normativo de inflexión en las llamadas «Orientaciones del 74 para la educación de adultos», apéndice de la Ley General de Educación de 1970.

       El cambio al que aludimos en el seno de nuestro contexto –reforma más que ruptura, continuidad más que giro– imponía, para su despliegue, al menos dos condiciones en lo que a EA se refiere. En primer lugar, «salvar las apariencias», esto es, dar cuenta de un fenómeno social que no sólo no podía permanecer oculto por más tiempo (el final del analfabetismo en España se había producido por decreto en 1970: legalmente, pues, no había sujetos analfabetos), sino cuya visibilidad era mayor de día en día (al analfabetismo de «retorno», es decir, a los falsos alfabetizados había que sumar ahora los sujetos desescolarizados –desclasados por razón de edad– por exclusión de la escolarización que procuraba el nuevo sistema educativo, la EGB), hasta el punto de acabar provocando un giro copernicano en el discurso de las políticas educativas. Efectivamente, lo que desde la antropología educativa y desde cierta sociología de la cultura se había categorizado como «no-público» comienza a emerger, como la punta de un iceberg, reconvertido ahora en «nuevo público» para la EA, listo para su escolarización en ese espacio de continuidad que ha venido siendo la reforma educativa en sus dos ediciones: la LGE de 1970 y, veinte años después, la LOGSE de 1990.

       En segundo lugar, y como condición complementaria a la anterior, el cambio requería atenerse a un mínimo «principio de realidad». Es decir, en esta ocasión ya no se trataba sólo de legitimar una respuesta institucional, al hacer al menos que pareciera lícita, salvando públicamente de este modo las apariencias mediante explicaciones plausibles de las decisiones reformistas que se adoptan, sino que se trataba también de que estas respuestas institucionales fueran «legales», esto es, «reales» en tanto que «vero-símiles» (lo más parecidas posibles a la verdad, auténticas y no falsas) y en la medida en que, lejos de darle la espalda a la realidad, le hacen frente. Otro problema relacionado, y que va a quedar tematizado en buena parte de esta obra, es nuestro acuerdo o falta de acuerdo entre aquello que se hace (y cómo se hace) y lo que se debería hacer (y cómo se debería hacer), o dicho de otra forma, el juego entre las políticas sociales (el qué) y los efectos que éstas tienen en las prácticas sociales (el cómo). Así como la necesidad de invertir, si no de subvertir, las tendencias dominantes en la correlación de fuerzas entre unas y otras, al tiempo que de comprender las tensiones que se suscitan y se dirimen en el terreno educativo.

       Pero en definitiva, ateniéndonos al proverbio sufí según el cual «las apariencias son el puente hacia lo real», lo que a todos nos interesa es cruzar el puente, y no retroceder ante su paso, o quedar cegados antes de atravesarlo por la visión que nos promete, no sea que nos suceda lo que a aquel sabio griego, que cayó en un pozo mientras andaba sumido en hondas meditaciones contemplando el cielo, o lo que acontece a algunos de nuestros coetáneos, que confunden el espejismo de sus propias vanidades con el horizonte del bien colectivo.

       En cualquier caso, esto nos devuelve al terreno que ya Platón anticipara hace ahora dos milenios en su conocido «mito de la caverna». Podríamos considerar el Libro VII de la República, al que pertenece este relato, como una de las más importantes obras fundacionales de la EA, una obra que podría ser reclamada como texto emblemático a partir de la próxima conferencia internacional de educación de personas adultas auspiciada por la Unesco. En efecto, este diálogo platónico dibuja una utopía (no un imposible, sino un lugar todavía no creado, un espacio por crear) social y educativa que, precisamente por su carácter extemporáneo (o ucrónico) conserva toda su vigencia y puede ser interpretada en clave contemporánea. Desde ésta, el mito de la caverna subraya de manera notable una de las vías que orientan y que ennoblecen la tarea de la EA: la dialéctica necesaria o el puente tendido que es preciso atravesar, entre apariencia y realidad, entre conocimiento (episteme) y opinión (doxa), entre luces y sombras, entre transparencia y opacidad. Son las mismas metáforas luminosas de las que se sirvió Platón para explicar ese proceso de liberación de la humanidad hasta conseguir alcanzar la claridad suficiente para tomar conciencia de la propia esclavitud, las que recuperan toda su potencia, precisamente, en el llamado Siglo de las Luces. Un siglo que inaugura un nuevo periodo histórico, el de la modernidad, del que todavía somos herederos. En el mito narrado, Platón no se conforma con salvar las apariencias, sino que pretende superarlas, de ahí que necesite poner en tela de juicio las prácticas de los seres humanos (sus rutinas, sus hábitos, sus prejuicios) sometiéndolas a examen y exponiéndolas a la plena luz de la reflexión teorética. Pero de ahí, también, y es oportuno advertirlo, que insista en que sólo podrá ir asumiendo la realidad (vero-símil) y por tanto, la plena incorporación al ejercicio de la República en tanto que res pública, o participación en asuntos de la vida pública, si y sólo si se van cambiando simultánea y progresivamente las prácticas privadas y las costumbres solipsistas que han venido configurando –informando y deformando– nuestra experiencia cotidiana.

       El corolario de Platón es radical: el ciudadano soberano debe vivir en el espacio iluminado de la polis (de la política), participando de los asuntos que le afectan tanto a él como sujeto social como al resto de sus congéneres, tomando parte, pues, de la vida pública, a no ser que quiera seguir sometido como ciudadano siervo a la esclavitud de sus sueños privados, exiliado en el dominio de las apariencias y confinado en ese vano teatro de sombras ficticias y de falsa seguridad que es la caverna.

       Por supuesto que este mito nos exige para su comprensión en la actualidad y desde la EA una lectura dinámica y un ejercicio de imaginación sociológica. Pero hasta en eso encontramos claves interesantes en el propio texto platónico. Pues éste no es sino una metáfora viva de los límites y de las posibilidades de la educación en ese proceso de emancipación humana, de transformación individual y colectiva, que al mismo tiempo supone una búsqueda sin término en la construcción de la ciudadanía ideal. ¿Y qué otra cosa es el propósito que inspira en última instancia a la EA? ¿Acaso las propuestas dialógicas contemporáneas que se defienden en la EA como vía de conocimiento y transformación de la realidad social no suponen la pervivencia del mismo afán que en su momento guio a los diálogos platónicos? ¿Qué otro es el propósito y la finalidad de la EA en la actualidad sino el desarrollo colectivo (comunitario) y la profundización en la democracia que ya se defendiera en la utopía platónica?

       A estas alturas, si el lector ya ha formulado una pregunta que es obligada ante cualquier obra –por qué este libro– seguramente habrá dado con un principio de respuesta. Aun a costa de confirmar ese tópico según el cual la sociología es la ciencia de lo obvio, responderemos desde la sociología de la educación y desde la educación sociológica con lo que a estas alturas quizá resulte obvio. Este libro pretende, al menos, contribuir a que esa precariedad que antes señalábamos respecto a la producción intelectual desde y sobre EA sea cada vez menor, al tiempo que cada vez sea mayor la discusión social, política y cultural sobre esta forma de entender la educación que es la EA. Un debate al que en absoluto puede, ni quiere, permanecer ajena la Universidad ni, por tanto, la población estudiantil y la sociedad en su conjunto a la que ésta se debe. Este discurso educativo tiene como primer destinatario, pues, a la comunidad educativa. Una comunidad entre quienes se cuentan un