Joan del Alcàzar Garrido

Historia contemporánea de América


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España, la guerra civil provocó el exilio de profesores como Ots Capdequí y Altamira y, con su marcha, la paralización de fructíferas líneas de investigación. Desde 1942 los estudios americanistas quedaron bajo la batuta de la nueva Escuela de Estudios Hispanoamericanos, con residencia en la Universidad de Sevilla. La creación de esta escuela era parte de la estrategia del Consejo de la Hispanidad de dar relevancia a «lo mejor de nuestra estirpe», mediante la formación de americanistas a los que se les pediría «un compromiso político cultural rotundo, sin vacilaciones» con la nueva situación española abierta con la victoria de Franco. Posteriormente, con este origen, el americanismo español se instaló en las universidades de Madrid y Sevilla, así como en el csic. Más tarde serían Barcelona y Valladolid (Tabanera, 1999).

      No obstante, en la inmediata posguerra, la Facultad de Letras de la Universidad de Valencia pudo llegar a constituirse en el tercer centro americanista español. En efecto, en 1941 Manuel Ballesteros Gaibrois obtuvo la Cátedra de Historia Universal, siendo ya un americanista relevante, gracias, entre otras cosas, a su doctorado conseguido en Berlín, entre los años 1932 y 1935, bajo la dirección de eminentes especialistas alemanes como Walter Lehman. Alrededor del Seminario Juan Bautista Muñoz, Manuel Ballesteros formó un modesto y desprotegido grupo de estudiantes preocupados por la historia y la antropología americana integrado por José Alcina Franch, Manuel Tejado, Leopoldo Piles, Miguel Enguídanos, Bartolomé Escandell y Mario Hernández Sánchez-Barba. Casi todos marcharon a Madrid y se instalaron en la Universidad Complutense y en el Instituto Gonzalo Fernández, de Oviedo, del csic, a medida que iban terminando su carrera y encontraban dificultades para doctorarse y continuar sus trabajos americanistas en Valencia.

      Así lo hizo Alcina Franch, después de impartir su primer curso de Arqueología Peruana en Valencia en 1947, para doctorarse en Madrid, donde inició una relevante carrera universitaria que le conduciría a la Cátedra de Arqueología Americana de Sevilla en 1957 y a la de la Complutense en 1969, tras de la cual se jubiló. Igualmente intensa fue la dedicación de Hernández Sánchez-Barba, quien, al terminar su licenciatura en Valencia en 1949, marchó a la Complutense, donde ejerció de manera ininterrumpida como profesor y, desde 1968 hasta su jubilación, como catedrático de Historia Contemporánea de América.

      Al volver Ballesteros a Madrid, en 1950, aquel grupo inicial, ya prácticamente disuelto, no tuvo continuidad en la Universidad de Valencia, a pesar de haber tenido y formado inicialmente a dos de los especialistas más conocidos de los estudios españoles en arqueología y antropología americana y en historia contemporánea de América.

      Como es conocido, por otra parte, la Universidad de Valencia experimentó una dinamización y una renovación académica e intelectual desde finales de los años cincuenta hasta los setenta. El trabajo destacado de docentes en diversas materias como José María Jover, Miquel Terradell, Miquel Dolç, Antonio López Gómez, Antonio Ubieto, Joan Reglà o Emili Giralt, fue determinante en lo que ha sido definido como la «entrada en la modernidad» de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valencia (Llobregat, 1995).

      En esta transformación, no obstante, no hubo espacio para los estudios históricos americanos, gravemente perjudicados por la ausencia de especialistas en esta materia, así como por la escasa tradición y peso de los contactos entre América y el País Valenciano, y por las dificultades lógicas en el acceso a las fuentes que pudiesen incitar a los estudiantes y a los jóvenes licenciados a ocuparse de estos temas. Valencia, la más antigua de las tres universidades que están implicadas en este trabajo, sufrió no sólo el empobrecimiento del americanismo que afectó a todas las universidades españolas –el cual estaba muy vinculado a aquellas cátedras franquistas que parecían sólo interesadas en la búsqueda del pasado imperial–, sino que también padeció la casi desaparición de esta rama de la disciplina.

      Aquella triste, larga y pesada etapa de la dictadura tuvo efectos perversos sobre el americanismo. En un estudio titulado Estado actual de la investigación en Historia de América, publicado por el csic, Serrera y Pérez Herrero eran bien contundentes al afirmar:

      La Historia de América que se realiza en nuestro país es esencialmente nacionalista, ya que no es más que una simple extensión de la Historia de España en América, que deja de lado el estudio y la comprensión de los fenómenos propiamente americanos […] La mayoría de las cátedras e institutos de investigación de Historia de América creados en los años cuarenta respondían al criterio de potenciar y defender la idea de la Hispanidad, o lo que es lo mismo, de la «gesta descubridora y conquistadora». [Por eso] la Historia de América tiene en la actualidad un marcado perfil orientado hacia el estudio de la Historia Moderna y exclusivamente centrado en los territorios que formaban el imperio español (Serrera y Pérez Herrero, 1988).

      Pensamos que, aunque hay evidentes pervivencias de este pasado del que hablaba el informe del csic en 1998, la situación está cambiando en los últimos años. En nuestras universidades, América, especialmente la latina, se ha convertido en objeto de investigación en ramas que van des de las ciencias jurídicas a las económicas, desde la filología (con investigaciones relevantes respecto a la literatura hispanoamericana o al español de América) a la historia de la ciencia y, también, ciertamente, en el campo de la historia contemporánea. Creemos que nos encontramos dentro de un proceso de revitalización de un nuevo americanismo.

      Confiamos en que este volumen contribuirá a fortalecer las vías de investigación sobre América en nuestras universidades. No obstante, cuando constatamos que crece el interés por la asignatura, cuando crece de manera insospechada el número de estudiantes del tercer ciclo que inscriben proyectos de tesis doctoral de temática americanista, reflexionamos sobre aquéllos que en nuestras aulas deben cursar nuestra asignatura.

      Caracterizamos el colectivo de estudiantes de la licenciatura como un conjunto heterogéneo formado por diversos y variados subconjuntos, a los cuales se debe impartir docencia universitaria. Intuimos que es aquí donde yace una de las razones –no la única, ciertamente– que explican las extraordinarias diferencias que observamos entre nuestros estudiantes. Diferencias de interés, de motivación, de dedicación, de formación, que el profesor ha de tener en cuenta a la hora de plantearse su tarea profesional.

      Parece evidente, por tanto, que los problemas se hallan alrededor de dos grandes preguntas: qué historia debemos enseñar y cómo debemos enseñarla. Ciertamente, ésta ha sido una preocupación central desde que asumimos la responsabilidad docente, y alrededor de esto hemos pensado mucho sobre la relación entre los profesores y los estudiantes y, lógicamente, sobre aquello que los estudiantes esperan de nosotros como profesores. Alfredo Bryce Echenique, el escritor peruano, ha descrito de manera muy bella justo-aquello-que-nosotros-no-que-remos-que-pase cuando, refiriéndose a sus años de estudiante en París, recordaba:

      Todas las mañanas iba a clase a la Sorbona y aplaudía al profesor. Aplaudía fuerte, más fuerte que los demás alumnos […] Uno tras otro los profesores abandonaban los anfiteatros aplaudidamente, vestidos de azul marino […] Debían ser unos sabios esos profesores, porque los anfiteatros estaban siempre repletos, a pesar del calor tropical, repletos hasta el punto de que si uno no llegaba una hora antes a la clase, tenía que quedarse parado toda la hora, y apoyando papel y lápiz sobre la espalda del de delante si quería tomar notas. Y ahí todo el mundo quería tomar notas. O sea que unos sentados, sacando manteca, y otros parados, con un lápiz medio incrustado en la espalda, tomábamos y tomábamos notas mientras los profesores hablaban y hablaban y yo no entendía nada […] En todo caso el asunto era tomar bien las notas porque a fin de año el que mejor las memorizaba y las pasaba a la hoja del examen obtenía la mejor nota. Era un mundo circular y perfecto, en el que los profesores recibían lo mismo que daban, y daban lo mismo que pensaban recibir. (Bryce Echenique, 1981)

      En esta reflexión sobre las relaciones con los estudiantes es muy clarificador un artículo de Roland Barthes (1974) sobre el «contrato implícito» que se establece entre el docente y el discente en el ámbito universitario. A juicio de Barthes, son ocho los puntos que resumen aquello que el estudiante espera del profesor: a) que le conduzca hacia una buena integración profesional; b) que ejerza todos los papeles tradicionales atribuidos al profesor –autoridad científica, trasmisión de un capital de saber, etc.–;