van mucho más allá intentando encontrar explicaciones lo más globales posible a lo que existe.
Por ejemplo, hemos visto que Arrhenius dedujo una expresión matemática que relaciona la velocidad de una reacción química con la temperatura a la que se produce. Y que éste es el motivo por el cual un grillo puede ser usado como termómetro. Pero hay un montón de fenómenos naturales que siguen la ecuación de Arrhenius. Entre ellos la velocidad de las hormigas, la frecuencia de emisión de luz de las luciérnagas o la frecuencia de las ondas alfa de nuestro cerebro.
También hemos hablado de la sincronización del chirrido de los grillos. Esta tendencia a la sincronización en la naturaleza ha llamado poderosamente la atención de los biólogos. Un caso espectacular es el de las luciérnagas macho, que son capaces de emitir pulsos de luz. Cada luciérnaga posee una especie de oscilador cuya frecuencia se ajusta en respuesta a los flashes de otros congéneres. Los machos se juntan por miles y logran sincronizar sus frecuencias para emitir un pulso de luz rítmico con la intención... de llamar la atención de las hembras a larga distancia, ¡claro! Algunas noches, a las orillas de los ríos de Malasia, miles de luciérnagas enamoran con un espectáculo de luces rítmicas. Un efecto hipnótico-auditivo parecido al que nos causan los grillos de nuestros campos cuando cientos de ellos sincronizan sus chirridos. Pero, nosotros mismos estamos formados por miles de osciladores acoplados. Nuestros ciclos circadianos (ciclos biológicos sincronizados con el día y la noche: sueño-vigilia, variación de temperatura corporal, tono muscular...), nuestras ondas cerebrales o muchos de nuestros procesos nerviosos están regidos por el acoplamiento de osciladores. El caso más ilustrativo es nuestro corazón. El tejido cardíaco está formado por miles de células musculares capaces de oscilar. Cada una oscila con su propia frecuencia, pero gracias a que están acopladas logran prodigiosamente sincronizar sus oscilaciones, hasta el extremo de poder escuchar su oscilación colectiva como un latido bien definido. Lo interesante es que en el tejido cardíaco no existe una célula líder que marque el ritmo a las demás. Si fuera así, el mal funcionamiento o la muerte de esta célula líder significarían un paro cardíaco fatal. La evolución ha optado por un sistema democrático, distribuido: ninguna célula lidera el proceso, los latidos son un resultado colectivo, la autoorganización del conjunto por el acoplamiento de osciladores.
La teoría de la sincronización no atañe solo a la biología sino a toda la ciencia. Es toda un área de la física teórica y aplicada (con el láser como estandarte). Si bien las ecuaciones que describen un oscilador y su comportamiento son sencillas, las posibilidades dinámicas de dos o más osciladores acoplados resultan todavía hoy intratables matemáticamente. Sin embargo, en los últimos años, a partir de los trabajos pioneros de investigadores como Charles S. Peskin, Arthur T. Winfree o Yoshiki Kuramoto, se han producido notables avances. Se debe en gran parte a las posibilidades que brindan los modelos por ordenador y a los intereses compartidos, bajo el nombre de ciencias de la complejidad, por físicos, matemáticos y biólogos desde hace un par de décadas. Quizá el descubrimiento reciente más importante en esta nueva orientación haya sido la inesperada conexión entre la sincronización en muchos sistemas biológicos y las transiciones de fase bien conocidas de la física estadística.
Cuando hablábamos de la relación entre las poblaciones de grillos cantores, merodeadores y su mosca parasitoide estábamos exponiendo un ejemplo de dinámica de poblaciones. Los ecólogos teóricos dicen que las tres poblaciones están acopladas, y son capaces de describir con ecuaciones matemáticas la dinámica de estas poblaciones con mucha precisión. La dinámica de poblaciones es una rama enorme y bien fundada de la ecología teórica que como bien puede imaginar el lector no se restringe a los grillos, sino que se aplica a ecosistemas de cualquier índole. Y cuya base matemática se extiende a toda la ciencia.
Incluso el extraordinario diseño del oído de Ormia, con el que acabábamos la sección anterior, puede contextualizarse dentro de la ingeniería. Desde su reciente descubrimiento, los bioingenieros están trabajando en el desarrollo de sonotones, audífonos y micrófonos direccionales basados en los espectaculares principios que usa Ormia ochracea. Desean aprovechar este diseño natural, producto de millones de años de evolución, para construir aparatos de 2 mm de tamaño, extremadamente sensibles y de bajo coste. Aprendemos y nos inspiramos en los seres vivos para desarrollar ingenios artificiales. Un interesante ejemplo de esta práctica lo constituye el Centro para el Diseño Inspirado por la Biología, en el Instituto de Tecnología de Georgia, en Atlanta, EE. UU.
Con todo esto queremos decir que los documentales de la 2 están muy bien, pero que la biología es algo más que conocer hasta los nombres de pila de los leones del Serengueti. La biología ha sido fuente de inspiración de maravillosas teorías y ha buscado explicaciones teóricas a sus competencias fuera de sus límites. En este libro hablaremos de algunas de ellas, aunque todas relacionadas con la teoría de las teorías, la teoría de la evolución.
Las especies evolucionan, cambian con el tiempo. Varios científicos en el siglo XVIII, como Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788), y Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829), propusieron explicaciones a la evolución que resultaron incorrectas. Fue el naturalista británico Charles Robert Darwin en el siglo xIx, junto a su compatriota Alfred Russell Wallace, quienes propusieron de forma independiente la selección natural como mecanismo explicativo de la evolución. La teoría de Darwin, una de las contribuciones científicas más importantes de todos los tiempos, fue desarrollada en su obra El origen de las especies, publicada por primera vez en 1859. Y, por cierto, traducida por primera vez al castellano en 1877 por la editorial Perojo.
Figura 6. Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788) y Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829). Charles Robert Darwin (1809-1882) y Alfred Russell Wallace (1823-1913).
El hecho de la evolución, que las especies cambian, ya era contemplado como cierto por muchos naturalistas en los tiempos de Darwin. El problema era que nadie había planteado un mecanismo plausible de su funcionamiento sin recurrir a la intervención divina.
Darwin lo describió y argumentó de forma enciclopédica en El origen de las especies.
¿En qué consistía el algoritmo propuesto por Darwin? En resumen, se puede afirmar que la selección natural opera de la siguiente manera:
1. Existe una variabilidad dentro de las poblaciones. Nuevas variantes tienen lugar continuamente fruto de la mutación y, en especial, de la recombinación genética en organismos sexuales.
2. Los nuevos caracteres se transmitirán a los descendientes.
3. Existen variantes más aptas que otras para la supervivencia. Los individuos que las posean tendrán por término medio una tasa de supervivencia y/o reproducción superior. Como consecuencia, a lo largo de las sucesivas generaciones, el nuevo carácter se irá extendiendo y estandarizado hasta quedar fijado.
La teoría de la evolución es hoy día una de las teorías mejor fundadas de la ciencia. Como decía el genetista Theodosius Dobzhansky (1900-1975): «En biología nada tiene sentido, si no es a la luz de la evolución». Pero su éxito ha desbordado a la propia biología. La psicología y la medicina evolutivas, la antropología estudiando las emociones humanas básicas, las capacidades innatas de lenguaje, la emergencia de la conciencia, la base biológica de la moral y la estética, la memética o nuestra comprensión de cómo funcionan el cerebro o el sistema inmune son algunos ejemplos del impacto del paradigma darwinista fuera de su disciplina de origen.
Al lector puede parecerle gratuito un libro más sobre evolución. Pero lo que tiene entre manos no es un libro al uso. Intenta integrar dos grandes visiones de la evolución que a menudo se presentan enfrentadas. Por una parte, la visión que enfatiza la contingencia, los accidentes congelados y la irreversibilidad, determinando una ciencia eminentemente histórica. Por otra, la visión más racional basada en la comprensión de los procesos de autoorganización similares a otros sistemas físicos alejados del equilibrio termodinámico, determinando una ciencia estructuralista. Este