Nacido en la Grand-Rue de Ginebra el 28 de junio de 1712, al fallecer el 2 julio de 1778, según los médicos a causa de un ataque de apoplejía, fue enterrado en Ermenonville, a unos cincuenta kilómetros al norte de París, donde había vivido los últimos meses. El 9 de octubre de 1794, acompañado por los compases de su propia música, el cuerpo de Rousseau fue desenterrado para ser trasladado y depositado dos días más tarde en el Panteón, corazón del París revolucionario. Y es que Rousseau, un pensador radicalmente original y aún plenamente actual, siempre que nos sumerjamos en sus primeros presupuestos antes que en el examen de sus resultados sólo, también fue músico y teórico de la música. Acerca de él escribirá el moralista francés Sebastian Roch Ni-colas de Chamfort en una de sus elocuentes Anécdotas: «De J. J. Rousseau, se decía: Es un búho. –Sí, contestó alguien, pero el de Minerva; y cuando salgo de oír el “Adivino de la Aldea”, agregaría que protegido por las Gracias».[1]
La «pasión» por la música prende en su corazón de niño huérfano de madre, según relatará en Las confesiones, gracias a su tía Suzon: «Aparte de los ratos que pasaba leyendo o escribiendo junto a mi padre, o cuando iba de paseo con mi ama, estaba siempre con mi tía viéndola bordar y escuchando sus canciones, de pie o sentado junto a ella, y sintiéndome dichoso. (...) Estoy convencido de que a ella le debo el gusto, o más bien, la pasión por la música, que no se desarrolló en mí hasta mucho tiempo después. Sabía un caudal prodigioso de melodías y canciones que cantaba con una voz dulcísima».[2]
Tras un período de latencia («mucho tiempo después», dice el autor), Rousseau se reencuentra con la música a los diecisiete años en casa de Madame de Warens. «Entre las aficiones que ella había cultivado [prosigue] no había descuidado la música. Tenía buena voz, cantaba regularmente y tocaba un poco el clavicordio; había tenido la amabilidad de darme algunas lecciones de canto, y fue preciso comenzar por los rudimentos, pues yo apenas sabía la música de nuestros salmos. Ocho o diez lecciones de canto dadas por una mujer, y muy interrumpidas, lejos de ponerme en condiciones de solfear, apenas me enseñaron la cuarta parte de los signos musicales. Sin embargo, era tal mi pasión por este arte que me propuse ejercitarme solo».[3]La música se convertirá,
3. para el joven Jean-Jacques y la que llama Mamá, en un punto de reunión. «Lo que le hacía volver una y otra vez a las primeras impresiones de su patria suiza –escribe Cassirer– era el sentimiento de que allí, y sólo entonces, la vida había transcurrido aún como una verdadera unidad, como una totalidad inquebrantable. Todavía no se había consumado la ruptura entre las exigencias del mundo y las del yo; la fuerza del sentimiento y de la fantasía todavía no había encontrado sus rígidos límites ante la realidad de las cosas. Y, conforme a ello, para la propia conciencia de Rousseau no se había producido aún la escisión entre ambos mundos, el mundo del yo y el mundo de las cosas».[4]En los últimos años de su existencia, el solitario Jean-Jacques, «atormentado por las preocupaciones y los sufrimientos», se sorprende «a veces llorando como un chiquillo al susurrar aquellos cantos con voz ya trémula y cascada».[5]La música será para el paseante solitario el vínculo inconsútil con un territorio sonoro y un tiempo edénico anteriores al espacio físico y al tiempo histórico («allí, y sólo entonces», los llama Cassirer). Como el trineo Rosebud para el Ciudadano Kane de Welles o la magdalena de Proust para el narrador de En busca del tiempo perdido, las canciones de Suzon se erigen para el maduro Rousseau, que acomete la novedosa tarea filosófica de «conocerse como un “él” antes de pretender ser un “yo”»,[6]en signos cuya interpretación deshace la resistencia del presente. Al arte musical está ligado en él ese instante del recuerdo que representa la clave para explicarnos a nosotros mismos.
Entre la venturosa infancia y el torturado final, Jean-Jacques se gana el pan como copista de música desde 1751 y alterna la escritura literaria con la composición musical. Sus escritos teórico-especulativos sobre el asunto fueron los que le permitieron en una primera etapa darse a conocer y establecer los primeros lazos de amistad con Diderot y D’Alembert, que le requirieron en 1749, cuando ya había publicado la Disertación sobre la música moderna (1743), su primer libro, para que escribiera los artículos de música para la Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des Sciences, des Arts et des Métiers; redactó más de cuatrocientos. A dichos escritos también debe la animadversión y el rechazo de buena parte de sus contemporáneos, en especial a la Carta sobre la música francesa (1753), con la que terció en la Querelle des Bouffons, una disputa en la que apenas se menciona ninguna otra cosa que no sea la música, pero cuyos participantes no estaban hablando realmente sólo de arias y acompañamientos, sino del cambio social y la arrogancia del poder. Otros, en cuya importancia teórica hoy todos contienen, sólo serían conocidos por el público póstumamente, como el Ensayo sobre el origen de las lenguas, donde se habla de la melodía y de la imitación musical. Como compositor le debemos principalmente dos óperas-ballets –Le Devin du village, cuya huella puede descubrirse en Bastien und Bastienne, la primera ópera de Mozart, y Les Muses galantes, de la cual sólo se conserva un acto– y un centenar de canciones, publicadas con el bello título de Consolations des misères de ma vie. Recueil d’Airs, Romances et Duos en 1781, tres años después de su muerte, gracias a la iniciativa del último miembro de la larga serie de sus benefactores de la nobleza: el marqués de René-Louis de Girardin.
Toda la trayectoria musical de Rousseau está alimentada por un obsesivo deseo de simplicidad y economía, desde su propuesta de notación numérica defendida en el Proyecto concerniente a los nuevos signos para la música, que lee ante la Academia de las Ciencias de París en 1742, con la que pergeña las grandes características de su educación negativa en relación con el aprendizaje de la música, hasta la tardía apología de las cualidades espirituales de la melodía frente a la glorificación de la armonía, basada en un pretendido orden natural y llevada a cabo por Jean-Philippe Rameau.
La figura de este último se convertirá para él en la imagen misma de la música francesa, contra la que arremeterá en la Carta sobre la música francesa (1752), primer esbozo de su filosofía de la música y una vehemente defensa de la primacía de la expresión melódica, con la que imprimirá un giro radical a la Querelle des Bouffons, que abrirá el gran debate sobre la verdadera función de la música, considerada como lenguaje de los sentimientos, en un momento artístico en el que la expresividad le arrebatará el protagonismo a la mímesis: «Creo haber demostrado que no hay ni ritmo ni melodía en la música francesa, porque la lengua no es capaz de ello; que el canto francés no es más que un ladrido continuo, insoportable para cualquier oído no prevenido; que su armonía es tosca, carente de expresión y con un relleno propio de estudiante; que los aires franceses no son aires; que el recitativo francés no es recitativo, de donde concluyo que los franceses no tienen música y no pueden tenerla; o, que de tenerla algún día, tanto peor será para ellos».[7]La novedad de la Carta consiste sobre todo en afirmar que la música es imitación de la palabra; y la lengua, la imagen fiel del carácter de un lugar. Una concepción que será desarrollada con mayor amplitud y profundidad años después en el Ensayo sobre el origen de las lenguas, donde se habla de la melodía y la imitación musical y los textos que precedieron a su génesis, donde supondrá (la suya, no lo olvidemos, es una historia hipotética) que en la sociedad primitiva habla y canto no se distinguieron entre sí, que los primeros lenguajes fueron más melódicos que prácticos y no tanto pronunciados como salmodiados o cantados: «Al principio no hubo otra música que la melodía, ni otra melodía que el sonido variado de la palabra. (...) Decir y cantar eran antaño la misma cosa».[8]
«Lo interesante de la teoría de Rousseau sobre la música –explica Lydia Vázquez– es que quiso creerla cercana al lenguaje