Teresa Moure

Ostracia


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      OSTRACIA

      Teresa Moure

      OSTRACIA

      Teresa Moure

      PARTE I: LA PERSUASIÓN 1

      La última vez que nos acostamos, en el momento mismo en que él me penetraba, percibí por fin en su mirada cuánto me odiaba. Estaba encima de mí, con los ojos orientados hacia mi boca, evitando los míos. Aun presumiendo que no le gustaba mucho esa posición, la convencional del misionero, había insistido en pedírsela. Siempre me ha encantado levantar las piernas; no solo para el amor. Mis amistades saben que habitualmente hago las posturas complicadas del yoga –la vela, que consiste en mantenerse tiesa como un palo, patas arriba, y el arado, en una flexión fuerte sobre el cuello que deja el cuerpo en arco– siempre que las circunstancias me lo permiten. Las hago en la playa o en la hierba como una exhibición de flexibilidad. La flexibilidad es mi fortaleza. En la política y en la cama. Aunque podría haber accedido, no estaba atada. Pero mantenía voluntariamente las manos sobre la cabeza, tal y como él me había indicado que debía hacer: sin trastocar su estabilidad. Estirada de manos y pies, el cuerpo es materia entregada. Al placer. A él. Mientras pujaba rítmicamente, con ese sentido de la melodía que me hace estremecer, fue colocándose sobre un costado, y me fue volteando con él. Se mantenía, sin embargo, ligeramente separado de mí. Me observaba atento. Apenas abría yo los ojos −cuando podía− para advertir en los suyos la indiferencia de un científico que atendiese al comportamiento de una criatura en la cama.

      Las biografías de Spinoza insisten en que al filósofo le gustaba observar, en las horas de descanso de su trabajo de pulidor de lentes, cómo se comportaban las arañas. Tiraba una mosca a alguna telaraña en una esquina de su habitación y estudiaba los movimientos de la víctima y de la depredadora. Esa escena brutal, donde los personajes se lo jugaban todo, causaba en el filósofo una carcajada descreída. Podría llamarlo a él en estas páginas Spinoza, aunque su pesimismo radical, libre de los significados firmes e inmutables que adoro, fuese más del estilo de Schopenhauer. Sí, prefiero Schopenhauer como nombre posible. Schopenhauer, Schope, Sch en la versión más breve, casi una onomatopeya que transmite elocuentemente la clandestinidad de nuestra relación, tan incomprensible para el mundo como para nosotros mismos. Sch, el silencio. Sc, o simplemente S., él. La pasión que me había aprisionado tanto tiempo en una zozobra inexplicable se jugaba el futuro en aquella partida, igual que en las luchas entre moscas y arañas. Podía haber llegado a término. O podía evolucionar y volverse otra cosa diferente. Lo único que no cabía era la continuidad; se veía en esa mirada suya que decididamente me hurtaba. Porque yo tenía la voluntad anulada: no era quien decidía. Yo, que parecía el espectáculo, era en realidad la espectadora. Él, que parecía el observador, tenía el reglamento en las manos. No cabía siquiera la posibilidad de existir un nosotros, puesto que él gobernaba. Habló:

      −Me pregunto qué puede darte tanto placer.

      Contesté algo, falso como casi todo lo que digo cuando me siento atacada. Callé la verdad porque con él practico un deporte en que no soy hábil: el silencio defensivo. Continuó durante muchos minutos aún, pujando con su ritmo de marea; un observador que mueve fatigado un abanico para avivar el fuego de la chimenea, así de entregado estaba. Mis orgasmos a veces me avergüenzan. No es fácil de contar. Nadie en su sano juicio preferiría ser frígida, está claro. Pero en aquel momento me gustaría que no fuesen tan notorios, tan intensos y, sobre todo, tantos. Me gustaría poder decir “¡no!”: levantarme bien digna y marchar por haber recibido una pregunta que trasparentaba su displicencia. Pero yo era solo una araña avergonzada por el estudioso S., que me encontraba demasiado excitada. Excesivamente araña.

      −No hay más que verte para intuir que debes de ser muy promiscua.

      Ni una palabra salió de mi boca. Solo me acuesto con él, pero no presumo de mi fidelidad; simplemente soy obsesiva. La intimidad es más fuerte así, con una entrega total y me entusiasman todas las formas de intensidad; la intimidad en particular. Estaba castigándome porque sabía que me duelen los rumores que acompañan la vida de las mujeres, incluso sabiendo que no deberían importarme. Me instalé, pues, en aquel silencio defensivo. Se quejó entonces de haber bebido demasiado aquella noche. Sonreí. Si no bebiese, no estaríamos allí. Recordé mis lecturas de los últimos tiempos que invitaban al valor, a las ganas de recrearnos en lo que no se espera de nosotras, las buenas mujeres. Pero nació de mí, como siempre, la dulzura. La dulzura me invade y aconseja que me reprima; no quiero que piense que preciso algo distinto de él. Me satisface él. Absolutamente.

      –No tenías que haberme hecho beber tanto.

      Dijo así, pero era él quien había encargado el vino, quien había insistido en pasar por un par de locales donde todos nos seguían a medida que la noche se consumía, a medida que la noche anunciaba lo que vendría después. Yo apenas había bebido una cerveza. Siempre soy comedida, calculadora, sobria. El autocontrol, la disciplina hacen parte natural de mí; me liberan de toda esclavitud. Soy decididamente leninista. Por eso siempre limito con toda moderación la comida y la bebida, igual que me niego en redondo a experimentar cualquier tipo de sustancia prohibida. Siempre llevo el control; menos con él. Ahí me juego todo: las arañas saben reservarse para la cama.

      Le pedí que se concentrase en sí mismo en un momento en que la respiración me dejó recuperarme. La respiración de la nadadora es eficiente. La expiración debe duplicar en tiempo a la inspiración para evitar cualquier fatiga adicional y que el oxígeno llegue rápido a los músculos, tensos por el trabajo. Esta vez estoy fatigada. O tal vez es esa vergüenza de no poder reprimirme: él no tiene que esforzarse para que entre en plena ebullición; puede ofenderme y continuar tan a gusto su estudio sobre el comportamiento erótico de la araña. De pronto, me veo obligada a celebrar el carpe diem con solvencia: exploto, y todo mi control diario salta por los aires. Noto que insiste en no concentrarse en sí mismo. Será que ha decidido no llegar al orgasmo solo para no concederme tanta importancia... Soy una araña que está siendo minuciosamente observada y, por eso mismo, el vientre manda sobre el cerebro. Cuando en el clímax –el clímax número treinta o así– siento esas inmensas ganas de llorar, no es por emotividad. El cuerpo no soporta más. Las lágrimas caen. Y él se aparta para decir:

      −¿Lloras ahora? ¡Estás como una cabra!

      Me río de mí misma: es fácil estar de buen humor en el después. Me pongo de medio lado, insinuante. No quiero más y, sin embargo, preciso que me vea hermosa, incitante, provocativa.

      Las arañas son animales controladores, cerrados en su propio territorio, insociables, a pesar de las apariencias. El observador que decida estudiarlas atentamente podrá ver que tejen una red para unir todo, como activistas de corpúsculos marxistas. Es inútil ensayar con ellas el tierno mensaje de la democracia. Por mucho que procuren presentarnos como seres repugnantes, como animales sanguinarios que devoran moscas, somos hermosas. Construimos obras de arte efímeras, las telarañas, transparentes y delicadas. Somos artistas de la transparencia y de la disciplina. No va con nosotras el discurso de la horizontalidad tan de moda: las arañas no acudimos a asambleas. No creemos en el ruido. Sabemos que ser araña es un destino, un fado, que nos convierte en depredadoras o depredadas. Por eso nunca se han visto tres o cuatro arañas compartiendo un espacio; ni sabríamos cómo actuar en un triángulo. Cada una tiene su propia misión: la revolución depende de que cada araña en su rincón haga una red perfecta. No nos permitimos fallos. De pura perfección, cuando amamos, nos entregamos al orgasmo múltiple, tan intensas y exageradas.

      Como todas las revolucionarias, las arañas no tenemos buena fama. Insisten en decir de nosotras que somos cazadoras solitarias, condenadas a devorar lo que llegue a la tela, con excepción −tal vez− de las propias crías. Repiten que la biología nos ha programado para trazar células de acción autónoma y convocar a otras criaturas que se quedan presas, con las patitas tiesas en la pegajosa trama. Observadores rigurosos testimonian sin pruebas que, en el apareamiento, la araña se ve en la obligación de zamparse lo que llegó a la tela, para limpiarla, como parte del destino genético, sin sentimentalismos. Nada de eso es cierto. A pesar de nuestra obstinación militante, no escogemos. Somos escogidas por algún animalucho, que se atreve a adentrarse en nuestro territorio, previamente marcado: lo habíamos tejido nosotras mismas, inconscientemente, segregando con paciencia los hilos. Amamos con profundidad a ese que nos escogió. Abrazamos, besamos, nos entregamos. El problema es que esta