Teresa Moure

Ostracia


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río. Aunque sea un experto en estas lides, el camarero no consigue escuchar el principio de la conversación... y, a su pesar, hablan ruso.

      –No te olvides de que, para cuando entré en el Partido Bolchevique, tenía detrás una experiencia revolucionaria de veinticinco años. Con los camaradas siempre mantuve diferencias importantes. Ya sabes: la política es de los hombres... mientras no se demuestre lo contrario. Aunque ya había colaborado con ellos en diferentes formas, digamos que me afilié al Partido Bolchevique en el año 15 e inmediatamente expresé a Vladimir Ilich mi interés por trabajar en la organización de las mujeres trabajadoras. No tardé en comprobar que, a pesar de tantas declaraciones en boca de los revolucionarios, acababa de comenzar una batalla desigual.

      −E incierta –añadió abruptamente Várvara.

      −Incierta para mí no era. Visto ahora, tal vez haya que reconocer que no teníamos los mejores materiales para construir el edificio, pero por entonces yo conservaba el vigor de la juventud: era una mujer libre y sabía perfectamente dónde quería llegar: no era una estúpida, ni una niñata. ¿Sabes? Siempre nos cuentan que las mujeres son lindas a los quince... ¡Tonterías! No es sino a los treinta que las mujeres pueden comenzar a dar lo mejor de sí mismas. –La mujer de los arcos sobre los ojos la atravesó con el azul de su mirada–. Tu edad ahora... Andas por los treinta, ¿no es así?

      −Veintinueve. Pero, continúe, no quería interrumpirla...

      Várvara da muestras de nervosismo. Un observador imparcial diría que no le ha gustado revelar su edad, pero tal vez no sea así de simple. Será que algo oculta y por eso acaba de apoyar el pocillo en el plato de manera algo brusca. La cuchara cae al suelo y ese pequeño ruido es suficiente para que un lord inglés de cabello blanco deje momentáneamente su periódico y dedique un gesto de desaprobación a todo en general. La modernidad es lo que trae. Ahora gente de cualquier calado y condición puede entrar en un local reservado como este. Para hacer ruido. ¡Oh, qué vulgaridad! Solo alguien de buena familia y cuidada educación como él puede contener el natural impulso de rogar al encargado que expulse del hotel a esa gentuza. Eso por no hablar de lo nunca visto de que dos mujeres estén a solas en un hotel sin ocuparse de su reputación. Porque es sabido para qué van las mujeres a los hoteles. Menos mal que tantos años de internado lo han adiestrado en el comedimiento: incluso si durante un momento se abandonó a los lascivos pensamientos relativos a las posturas en que puede colocarse un cuerpo de mujer en una habitación de hotel, ahora ya vuelve al periódico. ¡Mujeres! Estarán hablando de cosas absurdas. Probablemente del adorno que se pondrán en el sombrero...

      −Bien, supongo que conoces lo importante. El Partido Bolchevique se consideraba bastante avanzado en la cuestión femenina, por mucho que las contradicciones saltasen a cada paso. ¡Ay, hija, qué asuntos me haces recordar! Ahora, contigo ahí, tan pendiente de lo que digo, me vienen a la memoria insistentemente los señores del gran bigote que hablaban de mujeres todo el día... sin contar con ellas. ¡En serio! ¡No hagas reír así a esta vieja revolucionaria, no sea que hable de lo que por decoro debe callar!

      A esta altura de la conversación, Várvara ya ha caído seducida por la oratoria brillante de la mujer que tenía delante. Nunca se habría imaginado que pudiese revelarse como una rebelde ligeramente crítica, ella que aparecería algún día en los libros de historia. No podía más que entusiasmarse con esa forma de habla cómplice, alegre, terriblemente persuasiva. Su ruso sonaba extrañamente popular, aunque estuviese salpicado de palabras en otras lenguas, especialmente en francés, como es habitual en el discurso de los diplomáticos. Además, sus insinuaciones no distaban mucho de las que podría hacer una campesina a otra en un mercado; imposible no sentirse a gusto con ella. Era, antes de ninguna otra cosa, una mujer. Así de simple.

      −August Bebel, un alemán a quien había tratado mucho durante mi época en el Partido Social Demócrata, me había pedido un prefacio para la edición rusa de Mujeres bajo el Socialismo, una de sus obras más conocidas y, bueno..., intenté ser tan laudatoria como correspondía. La disciplina socialista nunca atendió cortesías y adornos excesivos, pero tampoco permite dejar abandonado a un camarada, así que hice el prefacio calificando la obra de auténtica Biblia para las mujeres. Además de eso, Bebel era un hombre lúcido, que había escrito aquel texto treinta años antes, pero, hay que reconocerlo, había ido dejándose influir por lo que estábamos haciendo en el movimiento de mujeres durante ese lapsus de tiempo. No obstante, en medio de las flores, dejé también mi contribución. Bebel demostraba que la posición de las mujeres se había visto histórica y no naturalmente determinada, y que apenas podríamos liberarnos con una revolución socialista. El movimiento de las mujeres debía, en su opinión, formar parte del movimiento socialista general, pero este también debía reconocer de manera explícita el hecho de que las mujeres sufrían una doble opresión, sexual y económica. Yo me limité a resaltarlo.

      −Pero los camaradas entendieron mal esto último.

      −Por lo menos lo entendieron poco. Todo lo que fuese argumentar sobre las ventajas del socialismo era rápidamente asimilado; el resto iba entrando mucho más lentamente. El asunto, que para mí fue crucial en los años siguientes, era divulgar esa doble opresión. Fue para muchas de nosotras frustrante observar cuánto costaba reconocer las especiales dificultades de las mujeres.

      −Y eso radicalizó su postura...

      −¿La mía? ¿Radical? Oh, tal vez... No siempre sé juzgar aquel tiempo... Todo avanzaba aprisa. Mira, antes de que fuese publicado ese libro, los marxistas rusos pensaban que la cuestión femenina era un movimiento burgués. Hubo un antes y un después de aquello...

      Las tazas estaban vacías, aunque el vapor todavía formase una pequeña columna de humo. El lord inglés, tras haber comprobado en su reloj que faltaban apenas tres minutos para la cita que pensaba tener en la puerta, había desaparecido. En el vestíbulo del Grand Hotel ya nadie repara en esas dos mujeres de apariencia moderna y modales refinados que hablan tranquilamente sobre cómo adornar sus sombreros. Los tales sombreros y los abrigos reposan olvidados en una silla de terciopelo rojo como la revolución, pero adornada de unas molduras decadentes. Si un viajero, parado en las escaleras para encender un cigarro, percibió la belleza de la rubia Várvara, alta y esbelta; si uno de los empleados del hotel reparó en ellas, seguramente pensó en una madre y una hija que confidenciaban asuntos de familia. No eran madre e hija, ni amigas, ni parientes. No hablaban de vestidos ni adornos. No eran camaradas ni tenían una misión secreta que las obligase a confiarse durante un tiempo. Eran solo una mujer de unos sesenta años que había escapado de las purgas de Stalin por la inopinada fortuna de haber caído en desgracia antes que otros, y otra de unos treinta empeñada en recomponer una memoria rota para entender a su madre. Eran, entonces, dos criaturas que sobrevivían por casualidad y que se habían encontrado por pura voluntad. Con todo, aquella tarde en Estocolmo, entre el té que las protegía del frío, Alexandra Kollontai conseguía persuadir a Várvara Armand de lo que era la Nueva Mujer, obligada por las circunstancias a desarrollar una conciencia de sí y una personalidad independientes. Tal vez Alexandra, la de las cejas en arco, concentrada en su discurso, no se daba cuenta de que esa que tenía delante era la encarnación de la Nueva Mujer que había soñado. O tal vez sí, y estaba satisfecha de haber trabajado por esa nueva generación.

      −No sé cómo podía suceder −continuó explicándose la Kollontai− que mentes tan brillantes como las de los camaradas no entendiesen que las condiciones de la revolución debían desencadenar algo radicalmente diferente. Igual que el agua no es una suma de oxígeno e hidrógeno, la revolución nunca fue la suma de una serie de presupuestos aislados. Cuando las ideas se entrelazan, adquieren una capacidad de cambiar la realidad que no se puede vislumbrar en los tratados donde apenas son expuestas teóricamente, ¿me entiendes?

      −Creo que sí...

      −Eso, querida, es la praxis revolucionaria: hacer frente no solo a los aspectos materiales que contemplamos, sino también a aquello que se nos escapa...

      −¿Quiere decir que la revolución no fue lo que esperaba?

      −¡¡¡No!!! ¿Por qué le das la vuelta a lo que digo? Yo siempre procuré no esperar demasiado. Soy un ser práctico y no me gusta perderme en debates escolásticos. Pero... cuando