el grado de compromiso que adquiere lo lleva a formular esta postura de un modo que causa todavía honda impresión por la cordura demoledora de su actitud autocrítica, y es que añade: “No se puede escribir nada legible a menos que uno aspire a una anulación constante de la propia personalidad. La buena prosa es como el cristal de una ventana. [...] Al repasar mi obra, veo que de manera invariable, cuando he carecido de un objetivo político, he escrito libros exánimes, y me han traicionado en general los pasajes grandilocuentes, las frases sin sentido, los epítetos y los disparates.” Llevó a tal extremo esta coherencia que repudió dos de sus cuatro primeras novelas precisamente por estas razones.
Orwell es un modelo que cualquier escritor debiera tener en mente por su ética y por su teoría estética, resumida en estas líneas y demostrada con pelos y señales en cada uno de sus textos. Los que se recogen en este volumen vienen a constituir, para entendernos, una selección de las caras B de una discografía esencial. Y cualquier buen melómano sabe que al dorso de los grandes éxitos es donde se encuentran auténticas joyas. En esa línea de tensión entre la ficción y la no ficción es donde se halla una clave esencial para entender a Orwell. A veces me pregunto qué habría sido de Orwell sin tuberculosis galopante, o si la estreptomicina hubiese llegado antes y hubiese funcionado mejor y su vida hubiera tenido una duración normal. Es una especulación sin sentido; el propio Orwell bromeó, poco antes de morir, cuando dijo que ningún escritor muere mientras no haya dicho todo lo que tiene que decir. A pesar de todo, me permito dudar de que en el campo cada vez más esquilmado y angosto de la novela hubiera dado sus mejores frutos. En cambio, tengo la certeza, y no soy el único, de que su trabajo de no ficción, ensayos y artículos y reportajes y documentales y polémicas y diagnósticos y crítica (literaria, social, política), habría llegado a ser un monumento literario de mayor envergadura de la que ya tiene, y de la que en este volumen queda cumplida muestra.
Fuera de Inglaterra, a Orwell se le conoce por sus dos grandes novelas y, como es lógico, por Homenaje a Cataluña. Su amigo Cyril Connolly a menudo apremió a Orwell para que abandonara el periodismo y el ensayismo de sesgo político, para que volviera a escribir novelas. Él mismo manifestó alguna vez esa aspiración: al menos, su viuda afirmó que su deseo era retirarse del mundanal ruido y escribir una novela decente al año. Yo no creo que le hubiera sido posible: Orwell, precisamente por defender al individuo contra el Estado y la represión, no podría haberse abstenido de lo colectivo, de su vocación irrenunciable de ciudadano activo en la polis. Connolly, que fue además editor de no pocos ensayos de Orwell (los publicados en Horizon, la revista que dirigía), y que es también el causante de que Orwell comenzara “Ay, qué alegrías aquellas”, un texto autobiográfico señero y controvertido –ambos estudiaron juntos de adolescentes, y Connolly le propuso que pusiera por escrito sus recuerdos cuando él hizo lo propio en la tercera parte de Enemigos de la promesa (1938)–, pertenece al tipo de intelectual inglés que representa el divorcio de la sensibilidad política y literaria, que precisamente la vida y la obra de Orwell contradicen de plano, a conciencia. Es un divorcio contra el que Orwell clama a menudo, y está en la raíz del ataque contundente y efectivísimo que lanza contra W. H. Auden en “En el vientre de la ballena”.
En este sentido, es notable, por ejemplo, la atención que Orwell presta a la cultura popular: sabe que es la más difundida, y por tanto la que más influye, y por tanto muy digna de atención. Su lectura –es de hecho lo que más destaca en este Orwell: su afición a la lectura y su perspicacia lectora– de los semanarios juveniles, de las novelas de quiosco o pulp fiction, si se quiere, da lugar a una serie de estudios pioneros de sociología de la literatura, de análisis claros y directos de asuntos ante los que suele escurrir el bulto la crítica oficial.
“En el vientre de la ballena” es un ensayo en el que elogia el arte de Henry Miller, cuyo cinismo y postura apolítica le asqueaban de un modo que, en su eficacia y coherencia, debiera sentar una pauta a la hora de escribir sobre un autor tan prometedor, enemigo o no de lo que fuera. Igual procede al distinguir la excelencia artística de Eliot y Kipling, sin dejar de denunciar la deshumanización y el pesimismo desolador de sus planteamientos políticos. Hace falta estar hecho de una pasta muy especial para dar un premio a Pound y condenar sin paliativos la persona del gran poeta, a quien tacha –a él, no a sus poemas–, con razón demostrada, de antisemita, criminal de guerra y racista repugnante.
Es sabido que Auden encabezó un grupo de escritores comprometidos y que escribió, además de sus impresionantes “Sonetos de China”, un poema titulado “España, 1937”, que se publicó en forma de panfleto. Las ganancias por las ventas del mismo se destinaron a la Ayuda Médica a la República española. Es dudoso que el poema cambiase la visión que se pudiera tener sobre el conflicto español, o que desempeñase ningún papel en la decisión de que alguien se alistara en la lucha contra Franco, pero sí es indicativo de que la poesía puede hacer que sucedan algunas cosas. Sin embargo, a juicio de Orwell, cuando Auden decide meterse en harina, como tantos otros, se le va la mano en el entusiasmo, y lo hace con una pretensión exagerada. Para Orwell, la cordura y la sensibilidad quedan para el arte: la ira y la autenticidad, para la política. A raíz de la crítica que Orwell le hizo en este ensayo –que es un prodigio de recorrido intelectual: analiza el impacto causado por la publicación de Trópico de Cáncer y otras obras de Henry Miller, y parece que va a ser un aplauso de la renovación debida a este escritor norteamericano, cuando la intención real de Orwell es desmenuzar el panorama de la literatura de los años treinta y poner los puntos sobre todas las íes en el confuso terreno en que se entrecruzan literatura y política–, Auden no sólo se avino a modificar una de las estrofas del poema, sino que terminó por desautorizar la inclusión del mismo en sus obras completas. La conciencia gélida de su generación instiló en el poeta la certeza de que hay asuntos de tal calado que la más mínima frivolidad es un delito casi más grave que la comisión del asesinato al que se refiere. Si un texto como “En el vientre de la ballena” surtió entre otros ese efecto, Orwell vuelve a demostrar que lo escrito tiene incidencia en la realidad. En eso es igual que el poema de Auden, aunque la incidencia y refracción de ambos rayos de luz sean distintos en el cristal de lo palpable. Por consiguiente, si Orwell es todavía un modelo, es más necesario que nunca. La emulación no es fácil. De hecho, no siempre ha sido un modelo afortunado: hace falta ser un Orwell para salir con bien del envite. Hace falta haber leído lo que Orwell leyó y de la manera en que lo hizo: en algún sitio dice que tiene novecientos libros, pero parece haber leído ocho o nueve veces esa cifra. Hace falta haber vivido una serie de experiencias de primera mano y con los ojos bien abiertos, y hace falta no tener pelos en la lengua para decir las cosas alto y claro. En los textos de este volumen encontrará el lector al otro Orwell: al ensayista, al polemista militante, y aún detrás, al lector. No en vano un escritor aprende a escribir sobre todo leyendo... incluso a escritores que están en sus antípodas, caso de Kipling y Eliot, de Wilde, o de la cultura popular en muy variadas manifestaciones, como son las revistas juveniles y tebeos de la época.
Sobre “Ay, qué alegrías aquellas”, un texto en el que Orwell rehace el camino recorrido –no es el único texto autobiográfico de Orwell: tenía una rara habilidad para referirse a su historia personal como ilustración de no pocas cuestiones en apariencia no relacionadas con su vida– y retorna a su infancia y adolescencia, creo que no está de más una última observación. No es una prefiguración de 1984. Éste es un error grave en el que ha caído buena parte de la crítica, empezando por quienes no quisieron que se publicase ni siquiera póstumamente, pues es sangrante con el sistema educativo británico. Pero es un texto terminado días antes de que comenzara la redacción de su última novela, y si se tiene en cuenta el parentesco ambiental y perceptivo (y la similitud de ciertos hábitos muy afines al síndrome de Estocolmo que cultivan a su pesar el niño en un internado y el hombre inmerso en una sociedad aberrantemente totalitaria), todo indica que entre esa sección transversal de sus recuerdos de infancia y la novela futurista existe una ligazón innegable. Tan opresivos eran aquellos internados asfixiantes como lo sería el tósigo constante del campo de concentración global en que se convierte la sociedad humana con el sistema totalitario contra el que Orwell, por medio de Winston Smith y de Julia, la chica del departamento de ficciones, y por medio de sus muy numerosos y magníficos ensayos, ha hecho tal vez más que nadie para precavernos, curándonos en salud.
Y es sin embargo Auden, honesto a la hora de