un bosque centenario que ver cómo desaparece el comercio tradicional de un casco urbano antiguo. Albrecht presupone una filosofía de la naturaleza y da a entender que la devastación de espacios naturales produce un tipo particular de aflicción. Los ejemplos que analiza en Gales y en Australia dejan claro que las dolencias que trata de diagnosticar tienen que ver, sobre todo, con los desastres que rompen los vínculos con la tierra (el terreno conocido) y con la Tierra (el planeta). Albrecht dice que algunos de los episodios más angustiosos de lo que llama pena psicoterrática (psychoterratic distress) tienen lugar cuando los individuos viven directamente las transformaciones de un entorno querido (cuando ven de cerca, por ejemplo, una gran deforestación o la degradación de zonas de cultivo), pero también afirma que las personas pueden sufrir solastalgia a distancia, cuando ven imágenes de deforestación en lugares muy lejanos. Lo hacen –dice– porque hay gente que siente que “la Tierra es su hogar” y les entristece cualquier proceso de destrucción de la diversidad cultural y biológica. Albrecht presupone, pues, que los desastres y las catástrofes destruyen el sentimiento de unidad con la naturaleza que mucha gente ha desarrollado de forma natural.
Albrecht advierte de un peligro, pero no estoy seguro de que él mismo logre evitarlo. Dice que se corre el riesgo de medicalizar la solastalgia, “de convertirla en una ‘enfermedad’ tratable bajo un modelo biomédico de la psique humana” y despojarla de “sus orígenes y significados filosóficos” (p. 228). Visto así, es comprensible que el término que se inventa para designar el remedio o cura contra la solastalgia sea sumamente vago: “He creado –dice– un contrario de la solastalgia, la soliphilia. Esta ‘philia’ es una adición inspirada cultural y políticamente a otras ‘philias’ […] otras concepciones positivas, geográficas y biológicas, de los lazos de conexión y el lugar” (p. 231). Entre ellas Albrecht incluye las siguientes: el amor a la vida (Steiner), la pulsión de vida (Fromm), la biofilia (Wilson) o la topofilia (Tuan), lo cual no sirve para aclarar nada, sino para hacerlo todavía más vago. Uno casi preferiría que Albrecht hubiera medicalizado el concepto, porque cuanto más filosófico lo vuelve menos se entiende:
la solifilia, dicho simplemente, es el amor a la totalidad de los vínculos que mantenemos con el lugar y la voluntad de aceptar la responsabilidad y solidaridad necesarias entre humanos para mantener esos vínculos en todas las escalas de existencia. La solifilia debe añadirse al amor a la vida y al paisaje, para así inspirarnos amor al todo […]. Para poder contrarrestar todas las ‘algias’ o fuerzas que provocan enfermedad y desaparición, necesitamos un amor positivo por el lugar, expresado como una política totalmente comprometida y un ethos o modo de vida afanoso. La solifilia va más allá de la política de izquierda o derecha que trata de controlar o de apropiarse del desarrollo industrial canceroso, o la de derecha que intenta y proporciona una motivación universal para la sostenibilidad a través de nuevas formas de vida simbiótica que reafirman la vida (p. 232).
El moralismo de Albrecht es francamente desesperante. Intenta dar con una mano lo que esconde con la otra. Dice que hay que evitar la medicalización del tratamiento de los daños relacionados con la destrucción medioambiental, pero lo que realmente teme es la politización. Y para evitar esa politización, apela a la filosofía y a la ética de la solidaridad.
Si se tomara verdaderamente en serio el “trastorno medioambiental” debería empezar por analizar algo importante, a saber, que la percepción del riesgo de llegar a padecerlo está condicionada por muchos factores.46 El problema es que, para entender todos esos factores, uno necesita algo más que mensajes espirituales. También algo más que estudios de psicólogos. Aunque sería injusto arrojar sobre Albrecht todas nuestras críticas. El estudio del trastorno ambiental también atrae la atención de neurocientíficos que he mencionado antes, solo que estos proponen otra terminología que parezca más científica que la de los psicólogos, aunque quizá es igual de poco convincente. Kahn (2011: 198 y ss.) distingue dos tipos de daños producidos por el deterioro ambiental: los perjuicios físicos y psicológicos que se provocan en la persona y los beneficios físicos y psicológicos de los que se priva a la persona. Desarrollar una enfermedad pulmonar por exposición a altos índices de contaminación es un daño del primer tipo; que los niños y las niñas dejen progresivamente de jugar en la calle porque hay un alto índice de contaminación es un caso del segundo (en este caso, un daño relacionado con el primero). Pero sean del orden que sean, Kahn relaciona la conciencia de esos daños con otro fenómeno para el que acuña otro nombre: “amnesia generacional ambiental”. Consiste en una falta de percepción de un problema acuciante muy parecida a la que se ha padecido respecto al problema del cambio climático, que al principio –dice Kahn– no se consideró un problema, y cuando se logró hacerlo ya era demasiado serio. Cree que la clase de trastorno que ha detectado pasa igual de desapercibido y es igual de grave: no se le da importancia, pero cuando la tenga será tarde. Por eso, cuando le pidieron pruebas de su diagnóstico (como hizo el Servicio de Parques Nacionales de Estados Unidos)47, dio un argumento muy curioso (lo parafraseo a mi manera): “No tengo pruebas concluyentes, pero tampoco las había sobre el cambio climático, y mira cómo hemos acabado…”.
Kahn está convencido de que el hecho de que perdamos memoria de generación en generación favorece el deterioro medioambiental. Eso es obvio y no es exclusivo de nuestros recuerdos relacionados con la madre naturaleza; nos pasa lo mismo con la memoria histórica, cada vez tenemos menos, y cada vez nos va peor… Probar que tenemos menos memoria no creo que sea difícil, así que supongo que lo que verdaderamente debería probar Kahn es que si se recupera la memoria, si se preservan más recuerdos, entonces la gente tendrá más conciencia ambiental y la naturaleza se protegerá y respetará más. Una idea que, me parece, Kahn no deja clara, pero cuya verdad da por sentada, es que en términos ambientales todo estado pasado fue mejor que cualquier estado presente. El planeta, en su conjunto, ha ido a peor: hay menos diversidad natural, más extinción de especies, más contaminación y más destrucción, pero Kahn cree que la percepción del estado real del entorno depende de los recuerdos del estado previo del mismo. Quizá sea un mundo al que nunca lograremos regresar, pero recordarlo podría servir para evitar un futuro peor que el presente. La memoria ambiental podría tener consecuencias regenerativas, pero sobre todo preventivas –si entiendo bien a Kahn. Lo difícil de entender, creo, es cuántos recuerdos y de qué tipo serían necesarios para mejorar y, sobre todo, qué medios se utilizarían para avivarlos. ¿Serían suficientes las imágenes de animales y bosques desaparecidos o serían más eficaces las narraciones de personas que los vieron? Las muestras (snapshots) que aporta Kahn parecen apuntar más bien a lo segundo: una breve crónica sobre la desaparición de los bosques de las Highlands de Escocia desde el siglo xviii hasta 1997, los recuerdos de quienes vieron enormes bandadas de palomas migratorias hacia 1800 (la última de ellas murió en el jardín zoológico de Cincinnati en 1914) o de las grandes manadas de búfalos con las que se toparon los primeros expedicionarios que atravesaron el Oeste (Lewis y Clark), también los recuerdos de visitantes de 1929 en el cañón de los Reyes (al sur de Sierra Nevada en Estados Unidos) o de la gente que durante años caminó por las costas árticas y se aflige viendo el estado actual de Noruega. Según lo presenta Kahn, se diría que la sanación del olvido depende principalmente del valor testimonial de algunas crónicas.48
También hace recomendaciones que podrían compensar el déficit de memoria y aumentar la conciencia ambiental, pero a este respecto es más flexible: llevar más a los niños al campo, contarles más historias sobre cómo era el campo, recordar los lugares que nos agradaban en la infancia –como sugiere el naturalista y experto en mariposas Robert M. Pyle (2002)–, enseñar a dudar de la todopoderosa tecnología, investigar más los efectos de la naturaleza y de la tecnonaturaleza en el bienestar diario, jugar en simuladores de urbanismo (como UrbanSim), imaginar el futuro leyendo ciencia ficción… A este respecto se diría que Kahn no tiene un método claro, sino más bien un principio práctico: cualquier cosa que ayude, vale. Su aproximación, como tantas otras, es bastante moralizadora, pero poco politizadora. Invita a amar la naturaleza, pero no anima a investigar las fuentes últimas que explican su desastroso estado. Él podría aducir que es un neurocientífico ambientalista, no un sociólogo o un geógrafo, pero entonces se le podría preguntar: ¿cree usted realmente que puede proporcionar bases para una ética ambiental sin examinar aspectos políticos y económicos del deterioro ambiental y social? La idea