Josep M. Català

Estética del ensayo


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      Regresando a los planteamientos de Adorno, encontramos en su escrito la localización temprana de esa desconfianza que el ensayo suscita aún hoy en día, especialmente en el ámbito académico, donde se depositan siempre los hábitos más tradicionales y donde la búsqueda de conocimiento tiende a burocratizarse. Allí se gesta generalmente el pensamiento administrativo del que el ensayo quiere convertirse en antídoto. Al mencionar estas suspicacias, el filósofo pone de manifiesto una cualidad consustancial al ensayo, la libertad de espíritu, es decir, la posibilidad de enfrentarse abiertamente, sin restricciones, al propio caudal del mundo que también se ofrece a nosotros sin ningún tipo de restricción, más allá de la que nosotros le pongamos. En el caso del ensayo fílmico, se trata de trasladar a la imagen esta libertad y con ello poner al cineasta en la misma situación performativa que atesora el escritor o el pintor, proverbialmente alejados, en su condición óptima, de las coerciones típicas del funcionalismo industrial. No se trata de consolidar en el ensayo una posición alejada de las características industriales de la modernidad para mantener la condición de unos medios, como la pintura y la escritura, que serían intrínsecamente ajenos a esta. Todo lo contrario: a través del ensayo fílmico, esos medios ancestrales adquirirían carta de naturaleza no ya moderna, sino posmoderna, es decir, superadora de las constricciones industriales sin abandonar fundamentalmente la esfera industrial, expresada mediante una tecnología que, desde esta perspectiva, sería finalmente liberadora. Las tecnologías del ordenador, como ocurre en general con las nuevas formaciones tecnológicas, asumen en su configuración las formas de trabajo antaño dispersas por una revolución industrial basada en la prototípica división del trabajo. Este repliegue de la arquitectura de funcionamiento industrial y tecnológico, que tiene sus inconvenientes en el automatismo de las funciones tendentes a hacer superflua la figura del operador de los instrumentos, adquiere sin embargo una inesperada relevancia en el hecho de que ese operador puede reconvertirse en autor capaz de asumir las distintas tareas en otro tiempo necesariamente repartidas entre múltiples especialistas.

      La libertad de espíritu se confronta, en Adorno, con la metodología y la férrea comunión entre la investigación y lo investigado que esta propone. Hay en el filósofo una crítica soterrada a ese conocimiento ligado a una productividad inmediata que pronto se configura como forma intrínseca de lo real:

      El esfuerzo del sujeto por penetrar aquello que se esconde como una objetividad detrás de la fachada se estigmatiza como una cosa ociosa: esto ocurre simplemente por temor a la negatividad. Se dice que sería más sencillo. Se le atribuye la ciega mancha amarilla a quien, en lugar de aceptar y organizar, y basta, se interesa por interpretar; la ciega mancha amarilla de quien, impotente, con inteligencia extraviada, especula y busca razones y sentido allí donde no hay nada que interpretar.65

      El ensayo se presenta como una forma rebelde a la regulación del pensamiento, llegando incluso hasta allí donde, según lo regulado, no hay nada que interpretar. Supera, por tanto, el miedo a la negatividad y encuentra en ella la contrapartida a lo positivo, a la estructura firme y sólida de lo esperado. La forma ensayo deviene así pues una cuestión moral, pero a la vez se convierte también en una cuestión psicológica, puesto que contrapone la libertad personal al ordenamiento metodológico que equipara todo tipo de pensamiento a un pensamiento regulado y útil, y lo hace a través de oponer dos tipos psicosociales: «La alternativa sería: hombre de hechos u hombre de aire. Pero una vez se ha cedido al terror de esta prohibición de pensar más allá de aquello que ya ha sido pensado en el objeto como tal, se acepta también la falsa intención de que hombres y cosas se hacen de sí mismos».66 Los dos tipos «psicológicos» aparecen como tipos sociales puesto que cada uno de ellos implica una manera distinta de asumir el pensamiento y las regulaciones sociales. Opera cada uno en un lado distinto del principio de realidad y, puesto que este principio está construido socialmente, la adscripción a uno u otro lado del principio constituye una determinada postura que es a la vez psicológica y social. No hay que ver en ello determinismo alguno, ya que la posibilidad de cambiar de polo existe, aunque sea necesario un proceso de concienciación y un determinado esfuerzo de voluntad que no siempre es fácil, pero precisamente por ello la cuestión epistemológica es también una cuestión moral. Y de esta postura moral se desprenden consecuencias sociales cuando coincide o se enfrenta con posiciones hegemónicas.

      El propio Adorno se enfrentaría, años más tarde, a este hombre de hechos cuyo perfil delimitaba al escribir sobre el ensayo. Su traslado a Estados Unidos, en un tiempo trágico, le llevaría a encontrarse con Paul Lazarsfeld, director de la Office of Radio Research a la que debía incorporarse Adorno como investigador. Podemos considerar que, a grandes rasgos, el enfrentamiento entre Adorno y Lazarsfeld significaba la puesta al día de una confrontación poco menos que ancestral entre formas de entender el mundo y la ciencia, y en este sentido deberíamos considerar que su enfrentamiento se debía a un problema de comunicación, como lo es también el hecho de que nuestro sistema académico actual descanse sobre un doble e ignorado basamento compuesto por la oposición entre supuestas verdades y la condición histórica de estas.

      Por lo que se refiere a ese problema de comunicación entre dos personas, que en el caso de Adorno y Lazarsfeld (los dos provenientes de una misma cultura alemana, pero con planteamientos profundamente antagónicos: uno con posibilidades de amoldarse al estilo práctico del pensamiento norteamericano, el otro condenado a no ser comprendido por esa mentalidad) era también la alegoría de una confrontación más profunda entre dos métodos, dos estilos, dos culturas y dos mentalidades, de la que se puede rastrear su origen en la historia del pensamiento, Heinrich Heine ya se refería al origen de estos arquetipos y los adjudicaba a dos grandes nombres de la filosofía: «¡Platón y Aristóteles! He aquí no solo dos sistemas, sino dos naturalezas humanas distintas, que desde tiempos indeciblemente lejanos y bajo todos los hábitos imaginables se enfrentan más o menos hostilmente».67 Jung, por su parte, en su estudio sobre los tipos psicológicos donde dividía estos en dos grandes ejes dominados por la tendencia a la introversión y la extroversión, se mostró de acuerdo con la afirmación del poeta alemán, añadiendo que «vuelve a tratarse aquí del contraste típico entre el punto de vista abstracto, en el que el valor decisivo se sitúa en el proceso mismo del pensar, y el punto de vista en el que el pensar y sentir se orientan, consciente o inconscientemente, en el sentido del objeto sensible».68 Podríamos incluso encontrar en el estudio sobre la psicología de las concepciones del mundo de Karl Jaspers algún rescoldo de esta atávica dicotomía. Estaría en la división que el filósofo establece entre las actitudes activa y las contemplativa,69 pero solo si consiguiéramos desligar estos conceptos de los planteamientos apriorísticos que nos llevan, sobre todo en la actualidad, a considerar más favorablemente la actitud activa que la contemplativa, cuando en realidad lo único que se distingue con el dualismo, si es llevado al extremo, es la diferencia entre una postura volcada sin reflexión al mundo, y otra decantada a la reflexión sin tener en cuenta ese mundo. Más recientemente también Stanley Fish, en uno de sus estudios sobre la retórica, hacía la distinción entre homo rhetoricus (hombre retórico) y homo seriosus (hombre serio).70 Frente al hombre serio, «que posee un yo central, una identidad irreductible (…) en una sociedad real que constituye una realidad referente para los hombres que viven en ella (la cual) está a su vez contenida en una naturaleza física, ella misma referencial, que está “ahí fuera”, independiente del hombre»,71 se constituye el hombre retórico, el cual «así como manipula la realidad y establece con sus palabras los imperativos y exigencias a los cuales deben responder él y sus semejantes, de la misma forma se manipula o fabrica a sí mismo, y concibe y representa al mismo tiempo los papeles que son primero posibles y luego se hacen obligatorios dada la estructura social a la que su retórica ha dado lugar».72 Fish se plantea cuál de estas dos visiones antagónicas, que coinciden claramente con los que podríamos denominar hombre moderno y hombre postmoderno, corresponde a la naturaleza humana correcta. Su respuesta es claramente retórica, ya que afirma que a la pregunta solo puede responderse desde dentro de una u otra concepción, por lo que «la evidencia de una parte será considerada por la otra como ilusoria o bien como llevar agua al propio molino».73 La naturaleza humana no existe y, como decía Brecht, cada persona es un experimento.

      Afirmar, por tanto, que este enfrentamiento denota un problema