Thomas E. Chavez

Manuel Álvarez (1796-1856). Un leonés en el oeste americano


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entre otras razones, también por la necesidad de desaparecer por un tiempo de la vista de las autoridades mexicanas al haber aparecido su nombre en la lista de los españoles que debían abandonar Santa Fe. En definitiva, la importancia de esta actividad queda patente en la labor que los tramperos ejercieron, precisamente durante la guerra México americana, mostrando sus rutas de avance a los generales Fremont y Kearny, quienes aprovecharon para llegar hasta Taos y Santa Fe sin ser vistos por la población nuevo mexicana y entrar por sorpresa en las poblaciones.

      Viajero consumado y amante de su tierra y de su familia, Álvarez no dudó en realizar visitas a su localidad natal, Abelgas, durante los periodos que pasaba en Europa realizando compras de mercancía para su negocio en Santa Fe. Mantuvo una fluida correspondencia con algunos de sus familiares, cartas que hoy en día se conservan en Santa Fe, Nuevo México y estuvo al tanto de los acontecimientos a uno y a otro lado del Atlántico, como también demuestran sus libros de cuentas y sus cartas.

      A pesar de que este político, diplomático, viajero y comerciante no ha recibido el tratamiento de héroe que sin duda merece en los libros de historia de México o de Estados Unidos, sin embargo, su labor de relaciones públicas, políticas y diplomáticas resultó indispensable para que se diera una transición pacífica entre gobiernos durante las primeras luchas por la obtención de la condición de estado de Nuevo México. Como intermediario, logró apaciguar los ánimos de las dos facciones enfrentadas: territorialistas y constitucionalistas y se granjeó las simpatías de sus conciudadanos nuevomexicanos que le nombraron gobernador en funciones.

      Toda la correspondencia personal y oficial que se conserva de Manuel Álvarez, demuestra, en todo caso, que fue un hombre adaptado a la vida de la frontera, y que se forjó una identidad política como enlace entre gobiernos, llegando incluso a comparecer en el Congreso de los Estados Unidos como consecuencia del debate sobre la adquisición de la condición de Estado por parte de Nuevo México. Desafortunadamente, no vivió Álvarez lo suficiente para ver sus esfuerzos políticos recompensados, ya que no sería hasta 1912 cuando por fin, se convirtiera Nuevo México en el cuadragésimo séptimo Estado de la Unión. Entre las razones de que el congreso rechazara la petición constantemente desde 1849 hasta 1912 se encuentra la desconfianza hacia una población mayoritariamente de origen hispano y de religión católica.

      Desde las expediciones de Francisco Vásquez de Coronado en lo que hoy es Nuevo México, norte de Texas, Oklahoma, Kansas y Colorado hacia 1542 no había existido un personaje español tan relevante y polifacético en la zona.

      El legado de Manuel Álvarez debe servir, entre otras cosas, para ayudar a los leoneses a comprender el fenómeno de la inmigración, para reflexionar ante el número creciente de conciudadanos que se ven a diario forzados a abandonar su tierra en busca de una oportunidad para sus sueños o aquellos que han llevado el nombre de León mas allá de nuestras fronteras geográficas. Hombres y mujeres olvidados en su tierra de origen pero recordados y admirados en otras partes del planeta.

      Manuel Álvarez representa una figura singular de la joven historia de México y de los Estados Unidos, omnipresente en todos los acontecimientos que tuvieron lugar en el primero departamento de Nuevo México y con posterioridad territorio de los Estados Unidos de América. La labor realizada, a menudo en la sombra, por Álvarez brilla con luz propia desde las páginas de la biografía redactada por Thomas Chávez a partir de su memorándum, correspondencia y otros documentos oficiales recogidos en el Museo de Nuevo México en Santa Fe. Rescatar la vida de este personaje del olvido y reescribir su papel en los acontecimientos de la época supone un hito en la recuperación de la historia no oficial de los Estados Unidos. Chávez escribe un nuevo capítulo de las luchas por la constitución de Nuevo México en Estado con un protagonista de excepción que estuvo presente y actuó como firmante en los acuerdos que se tomaron en la época. El hecho de que un leonés se encontrara en el centro de estos acontecimientos cruciales merece ser resaltado con una publicación de estas características en la provincia.

      Testigo de excepción del avance de la frontera estadounidense, Álvarez vivió en una época trascendental para el futuro político, económico y geográfico tanto de los Estados Unidos como de México. Asistió a la trasformación política, geográfica y económica de los tres países que habitó puesto que en la época que le tocó vivir destacan las guerras napoleónicas en Europa, la independencia de México de España en 1821 y la guerra México americana que se saldó con el Tratado de Guadalupe-Hidalgo en 1848 y que resultó en la anexión de los territorios del norte de México por los Estados Unidos.

      El lejano oeste se convirtió en metáfora del sueño americano, en “un Edén de belleza incomparable”, según las narraciones de los expedicionarios y escritores de la época como Wilkes, Richard Henry Dana Jr. y John C. Fremont (Wheelan, J. 29). El presidente Polk creía en su labor de cumplir el Destino Manifiesto como buen representante electo de sus paisanos estadounidenses quienes seguían ciegamente los preceptos puritanos y sentían que estaban predestinados a ocupar los territorios que abrían la brecha hasta el Pacífico y configurar así un nuevo mapa geográfico, cultural, político y económico de los EEUU.

      Su deseo de hacerse con California sobrepasaba cualquier otro movimiento político, y, por esta razón, en primer lugar, nombró a principios de noviembre de 1845 a John Slidell ministro para asuntos con México y le proporcionó toda clase de poderes diplomáticos a su alcance. Slidell, a cambio debía comprar Nuevo México y California. En realidad, más bien tenía que conseguir que México aceptara la suma estipulada conveniente por los Estados Unidos para la compra del territorio. El secretario de Estado, Buchanan, a su vez, estaba convencido de que era tanta la distancia que separaba Nuevo México del resto del territorio mexicano que se extendía al sur del río Grande que el gobierno estadounidense se haría con este terreno por poco más de cinco millones de dólares.

      Las negociaciones por el desplazamiento de la frontera mexicana hacia el sur estaban intentando cerrarse en torno al río Grande y la frontera natural que forma en Texas como división entre los dos nuevos países. La situación en diciembre de 1845 se encontraba en un momento álgido: para los estadounidenses, una vez que Texas había sido anexionada con el beneplácito de la república independiente de Texas, sólo quedaba plantear la oferta de California y Nuevo México.

      Para los mexicanos, la situación era completamente diferente: Texas, lejos de ser independiente y mucho menos territorio estadounidense, para ellos continuaba perteneciendo a México, por lo que si no se llegaba a un acuerdo (y seguramente lo buscaran económico) habría que recurrir a la guerra entre los dos países. El establecimiento de la frontera entre los dos países, el hoy llamado “border” empezaba ya a convertirse en el espinoso tema diplomático en el que se ha tornado en nuestros días.

      El ejército de los Estados Unidos, impulsado por las órdenes del gobierno, forzó la confrontación militar a orillas del río Grande ya que los mexicanos no parecían mostrar ningún interés en expulsar a los invasores de su terreno; en palabras del general Ulysses S. Grant: “Mexico showing no willingness to come to the Nueces to drive the invaders from the soil, it became necessary for the ‘invaders’ to approach to within a convenient distance to be struck” (Wheelan, J. 85). La situación entre la población de los Estados Unidos en esta época era de un racismo y xenofobia creciente, precisamente en un momento en el que la inmigración irlandesa arribaba a las costas de Boston y Nueva York masivamente debido a la hambruna de la patata. Durante la confrontación armada, numerosos inmigrantes estadounidenses, cruzaron la frontera en Matamoros y se unieron a México, huyendo del maltrato. El tristemente famoso batallón de San Patricio se componía de desertores irlandeses del ejército estadounidense, hartos de las vejaciones de los soldados protestantes. Estos irlandeses lucharon junto al ejército mexicano con la valentía y el ardor que aporta la desesperación.

      En Nuevo México, sin embargo, tras la anexión, los extranjeros parecían gozar de una situación de privilegio. En el Camino de Santa Fe estaba Manuel Álvarez cuando el coronel Stephen Watts Kearny enviaba a sus mil seiscientos voluntarios a través de esta ruta desde Fort Leavenworth a Santa Fe. Además de los soldados que comandaba, llevaba bajo su protección una caravana de más de cuatrocientas carretas de comerciantes que iban a hacer negocios a Santa Fe y a Chihuahua. Antes de cruzar el río Arkansas, Kearny decidió reagrupar a todas