Gabriel Torres Chalk

Mi ataúd abierto


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de primer orden. Al cabo, desde el naufragio del Titánic hasta Chernóbil, el atentado de las Torres Gemelas o las explosiones del Challenger, el accidente forma parte de la experiencia cotidiana de nuestro tiempo. Marca la identidad catastrófica de nuestra modernidad, tal como la obra de Warhol, donde la relación entre accidente y tecnología es crucial, de nuevo nos enseña. Acaso porque los diversos fenómenos de aceleración de la era electrónica llevan siempre aparejado el riesgo de accidente: el progreso tecno-científico comporta, a su vez, el progreso de la catástrofe. De esta manera, el colapso del progreso promueve el abandono a todo tipo de fantasías apocalípticas y acontecimientos traumáticos: el accidente vuelto una suerte de forma laica del milagro redentor, o, en tanto que lado oscuro de la técnica, de la plaga bíblica. (A. Ruíz de Samaniego, p. 67)

      Sin embargo, tal como muestran los ciclos históricos, no se trata tristemente sólo de una secuencia de “accidentes laicos”, sino que esta expansión del espectáculo en Warhol se traduce de forma atroz en la producción de la guerra televisada. La humanidad acordó que el holocausto no se volvería a repetir. Sin embargo el siglo XXI está mostrando pagar todos los errores cometidos en el reparto del mundo por parte de las naciones vencedoras en la Segunda Guerra Mundial. Frente a la pasividad de la observación de la catástrofe, bien sea a distancia, bien sea desde la proximidad, acordaremos con Baudrillard la pervivencia de la elegía.

      Sin duda la elegía se nutre de la ansiedad de una pérdida a la vez que fortalece los puentes de conexión entre los sentimientos individuales y los universales. En este género la cercanía y lejanía entre la configuración del yo y el texto convoca una historia fascinante. La elegía revela la relación entre el yo y eros y Thanatos, cómo se ha ido modulando a lo largo de los siglos, cómo el ser humano ha intentado responder a la ausencia y vencer esa resistencia creando espacios en la palabra: palabra revelada y relato mítico, pero siempre palabra creativa.

      La construcción y expresión de la elegía varía con las épocas. Etimológicamente el término proviene del griego “elegos”. Hace referencia a la muerte de alguien en concreto o bien un lamento doloroso y un vacío en términos generales. La elegía ha sido considerada tradicionalmente como un subgénero de la lírica que designaba por lo general a todo poema de lamento o canto triste, la invocación del dolor. Se ha considerado que la actitud elegíaca consistía en lamentar cualquier entidad que se pierde: la ilusión, la vida, el tiempo, un ser querido, etc. La elegía funeral adopta la forma de un poema de duelo por la muerte de un personaje público o un ser querido, y no debe confundirse con el epitafio o epicedio en la tradición hispánica, que son inscripciones ingeniosas y lapidarias que se inscribían en los monumentos funerarios más emparentados con el epigrama.

      En la Grecia antigua existió una amplia variedad tipológica de lamentos y elegías, pero se pueden concentrar en dos tipos fundamentales: la elegía heroica y la elegía íntima. La primera lamenta las desgracias públicas elaboradas en textos que además del calor de la pasión admiten la grandeza de las imágenes y el entusiasmo de la Oda, mientras que la elegía íntima sería una composición eminentemente subjetiva dirigida al espíritu humano, constituyendo lo que ha venido en denominarse poesía del dolor.

      Las múltiples definiciones del concepto coinciden relativamente en una fijación formal en referencia a una composición poética del género lírico y en una fijación temática concerniente al lamento sobre la muerte de una persona, o bien de una colectividad o acontecimiento privado o público susceptible de ser llorado. Tradicionalmente la elegía contextualiza y personaliza las circunstancias de una pérdida y en esta línea desarrolla una descripción de las virtudes de la misma para consiguientemente buscar consuelo. Por otra parte, a diferencia de una forma métrica, la elegía no viene asociada a un patrón formal o patrón de repetición. De esta forma, la estructura de una elegía resulta menos evidente que una balada o un soneto tradicional. Sin embargo, sí que han existido elegías que han sentado ciertas bases temáticas que el tiempo se ha encargado de canonizar como es el caso de “Lycidas” de John Milton, elegía pastoral escrita en 1637 y publicada en 1638 en una secuencia de poemas elegíacos. Se trata de un poema cuyo hablante lírico es un pastor que lamenta la muerte de su amigo ahogado, Lycidas. Para ello convoca la tradicional referencia metapoética a la inmortalidad del poeta invocado en el poema.

      Suele considerarse que existen ciertas características intrínsecas a la elegía que se ha venido construyendo con el tiempo desde costumbres y decoros, desde envolturas formales y conceptuales, que una sociedad determinada espera que un poeta de su tiempo deba elegizar o que un poema de lamentación deba contener. Se trata de un género que, por ello, a pesar de carecer de una rigidez formal tradicional, sí posee unas expectativas suficientemente definidas ideológica y genéricamente. Según esta tradición, el dolor expresado por el poeta elegíaco, aun cuando tenga carácter íntimo y personal debe ser sentido y expresado con tanta fuerza que pueda alcanzar un ritmo universal y por tanto pueda conseguir importantes procesos de identificación en el dolor. Aquí radicará, según veremos, uno de los puntos de ruptura donde se concentrará la innovación, reacción, e incluso transgresión, ejercida por la elegía lowelliana, conformándose ésta como una crítica, una ironía sistemática, una desacralización o una secuencia de yuxtaposicones cronotópicas que se van sintetizando o amplificando para proceder a un desplazamiento hacia otros temas o motivos que interesan al poeta. Al situarse el poeta en muchos casos en el centro de la misma elegía, construye una imagen del yo que busca el pliegue autobiográfico y la ilusión testimonial. Debido a esto desarrollamos la imagen de Robert Lowell a partir de la subversión de la elegía.

      La mención del concepto de elegía, o bien tradición elegíaca, dirige nuestro pensamiento inevitablemente hacia las elegías del inglés antiguo que enfatizaban aspectos como la soledad, el extrañamiento, la alienación, el exilio interior y exterior, o el concepto de wyrd, término que designaba el destino o fortuna en el antiguo anglosajón. The Wanderer, profundiza precisamente en el código de comitatus, en la fama y el destino5. Pero lo realmente sorprendente es el proceso mental y el correlato narrativo de este earth-walker, nómada físico y espiritual, quien de forma retrospectiva lamenta la pérdida de su Señor a través de un interesante desarrollo del tradicional Ubi Sunt en un progresivo proceso de desposesión, de clausura y cancelación de espacios.

      Recordemos aquí la cercanía entre la elegía y las meditaciones en la época del Renacimiento en la obra de Lamartine. La elegía desde la época clásica vendría unida ineludiblemente a alguna variedad o tipo de lamentación, cuando podía ir asociada a diversos temas y motivos, escrita en metro elegíaco que se componía normalmente de unidades estróficas de dos versos rimados de diversa medida y expresando lo que podríamos considerar como una idea completa. El pareado típico de estas elegías es el dístico, un pareado compuesto por un hexámetro dáctilo seguido por un pentámetro dáctilo. Sin embargo, desde el Renacimiento, la elegía se ha ido identificando esencialmente con un poema meditativo sobre alguna persona fallecida, la ausencia, buscando adaptar el sentimiento expresado al contexto, la sociedad, la cultura y su historia, desde la perspectiva antropológica.

      La tradición elegíaca en las letras norteamericanas es de singular riqueza e importancia. En este contexto surge inmediatamente en la esfera poética de la cultura colonial norteamericana la poesía de Anne Bradstreet. Recordemos brevemente que Bradstreet no rompe drásticamente con la tradición de la elegía puritana, la cual normalmente concluía con el consuelo y la posterior afirmación de que la muerte forma parte de un diseño divino, aunque no acepta de forma resignada la muerte de su nieta (“On My Dear Grandchild Elizabeth Bradstreet”) como parte de esa divina providencia. Esta tensión entre la fe y la razón, entre el destino y los sentimientos, entre la voz íntima y la voz pública, entre el amor divino y el amor humano, el estilo puritano y el estilo renacentista barroco, la referencia bíblica y la referencia clásica, sitúa a Bradstreet en la base ideológica, espiritual y técnica de la poesía norteamericana. Una voz que recupera John Berryman en una obra que es preciso revalorizar como es la secuencia elegíaca que éste dedica a Bradstreet titulada Homage to Mistress Bradstreet (1953).

      Podemos afirmar con Jeffrey Hammond6 que la denominada elegía funeral (funeral elegy) fue el género poético más popular en el contexto puritano de Nueva Inglaterra. Desde una perspectiva