apelado a los votantes creyentes. Sus contrincantes lo acusaron precisamente de católico y de que si no era elegido sería destinado fuera de NY y que quería ser diputado por esa única razón. Algo que, en lugar de perjudicarlo, le favoreció. Todo el electorado cristiano (católico o no) selenita lo votó para evitar lo que en un debate televisado Kewman definió como «genocidio migratorio ideológico».
Kewman inició la conversación:
–Me imagino que sabe a lo que vengo. Mark me ha indicado que es la persona con la que hablar.
Yo interrogué:
–¿Mark?
Fingí no saber nada para salvaguardar mi acuerdo de confidencialidad con Mark.
Kewman prosiguió:
–Bueno, no es necesario que lo involucremos; tiene sus problemas. Lo que quiero decirle es que los mismos que me ayudaron a ser diputado están dispuestos a echar una mano para evitar la emigración espacial selectiva por razones de creencias. De momento no es necesario que descubra su identidad, pero se puede contar con recursos económicos y relaciones importantes. Si parte de la industria sanitaria y farmacéutica está buscando favorecer el Humanismo Liberador, otra, por razones éticas y comerciales, está en contra.
Miró su crono, como si tuviera que contar el tiempo y siguió:
–No son unos utópicos. Lo que piensan es que ellos nunca entrarían en el negocio de la manipulación de seres humanos de ningún tipo. Si permiten que las nuevas colonias se conviertan en feudos de mercado de la parte del sector que quiere la selección migratoria espacial, les generaría unos recursos financieros tan potentes que a medio y largo plazo expulsarían al resto de la industria o la absorberían. Es tanto una lucha moral como económica. Tampoco he de ocultarle que mi electorado está en contra de esa emigración espacial selectiva y que a mí una batalla de este calibre me viene muy bien para las próximas elecciones.
Todo esto lo soltó de golpe. Casi no me dio tiempo a digerirlo mentalmente. Me quedé con la taza de café en la mano y boquiabierto. Me asaltó una duda: ¿podía fiarme de Kewman? Si algo he aprendido de la diplomacia vaticana a lo largo de siglos es que la prudencia es la virtud más importante en su labor. Ya había oído que a veces las primeras impresiones fallan y que los que vienen de corderos solo tienen de ese animal la piel; su interior es de lobos feroces egoístas, cuando no espías.
Por otra parte, para Kewman el planteamiento parecía ser del tipo «win-win» (ganar, ganar), pasase lo que pasase; porque si la proposición de ley se paraba podía venderlo como un triunfo ante sus votantes, y, si se tramitaba, su oposición le daría un protagonismo en su circunscripción electoral que podía asegurarle el escaño para otra legislatura al menos. ¿Qué hacer? Kewman no había mencionado la proposición de ley, solo la emigración espacial selectiva. Era evidente que ambas podían estar relacionadas. Pero no lo había dicho expresamente.
Tardé breves segundos en reaccionar. Con cautela pregunté:
–De momento no parece que haya un plan de emigración espacial selectiva. ¿Tiene algún indicio de ello? Solo conozco rumores en los medios de comunicación y declaraciones de los representantes más radicales del Humanismo Liberador, como la secretaria Randia, pero sin indicios de querer ser apoyados por el Gobierno. Necesitaría datos contundentes para acreditar esos rumores como realidades a tener en cuenta para actuar.
Kewman puntualizó:
–Hoy solo quería apuntar algo que creo importante para el futuro de la humanidad y de la Iglesia católica. Me gustaría poder decir a los que apoyan mi propuesta que cuenta con la aquiescencia del Vaticano para la campaña en contra de la emigración espacial selectiva por razones de creencias y que, de alguna manera, sería apoyada por la jerarquía católica. Vamos a diseñar varios escenarios. Por supuesto que la Iglesia no estaría involucrada ni en la batalla política, ni en la económica, solo en la moral-doctrinal.
Y acabó:
–Conozco a monseñor Pasquali y sé que nunca diría un sí o un no en la primera conversación. Así que supongo que tampoco lo puedo esperar de usted. Muchas gracias por el delicioso bizcocho que ha acompañado al café.
El servicio de la Nunciatura había puesto junto con el café cappuccino un bizcocho Berlingozzo (típico para épocas de carnaval ¿una casualidad? en el desayuno). A veces los manjares de su cocina llevaban mensajes. Me constaba que Pasquali, a quien siempre le tenía informado de lo que hacía, había elegido en persona el desayuno ese día.
Me quedé meditando. Suponiendo que Kewman fuera honesto y fiable, ¿era ético para la Iglesia entrar en un plan en el que había intereses económicos potentes? ¿Cuáles serían las consecuencias si saliera a la luz que el Vaticano apoyaba unos intereses económicos determinados? ¿Era prudente? De todas formas, siempre creí que el beneficio económico y la bondad moral no tenían por qué ser contrapuestos.
En fin, en mi calidad de cronista mi obligación era solo trasmitir la información, nada más. Aunque ya se sabe que en la emisión de una comunicación, según se haga de una manera u otra se influye en la calidad de la recepción. La misión se iba complicando.
VIII. Pido trasladarme a Roma. Calixto X me pide discreción
Mi memorándum estaba terminado. Lo iba a mandar por vía telemática, pero me pareció prudente hacerlo antes oralmente y en persona ante Su Santidad. Era costumbre pedir permiso para el traslado. Primero a monseñor Pasquali, que me lo dio sin preguntar la razón del viaje. La conocía. Luego a la Secretaría de Estado del Vaticano de la Santa Sede, puesto que yo viajaba con estatus diplomático.
Dos semanas más tarde, hablé con el administrativo encargado de viajes de esa Secretaría de Estado. Me comunicó que había recibido la solicitud y que su superior, el reverendo Dr. Duálvez, un angoleño de una orden monástica brasileña reciente, la tenía encima de la mesa de su despacho. Duálvez era el segundo en la Secretaría de Estado.
Tardé casi una semana más en contactar con Duálvez. Después de un saludo protocolario le expliqué:
–Necesito ir a Roma para hablar con las personas que me encargaron recoger información aquí en NY. He enviado una petición de viaje y me dicen que está en su mano tramitarla.
–Sí, aquí la tengo –comentó Duálvez–, pero dadas las facilidades de comunicación que hay ahora me extraña que pida venir personalmente. Estamos en reducción de gastos. Los ingresos no están subiendo. ¿No bastaría con una tele-presencia y, si acaso, con una conversación holográfica con quien necesita hablar?
Respondí:
–Lo que tengo que decir prefiero que no quede reflejado en ningún sitio. Mi información es sensible y delicada. Mi interlocutor está en la más alta de las responsabilidades. –Bajé la voz en la última parte de mi frase para darle más carga de misterio.
Dualvez dijo:
–En ese caso, tramitaré su petición al secretario de Estado. Es el único autorizado para ello. Lo que pasa es que ahora está de viaje por varias Nunciaturas y me es difícil incluir asuntos puramente burocráticos en su agenda. No se preocupe; seré lo más diligente que se pueda. Arrivederci.
Y cerró la comunicación.
A continuación, llamé a sor Águeda, una de las monjas que atendían la Secretaría del papa, y le expliqué lo sucedido. Mi contacto con Calixto X urgía. Sor Águeda se sorprendió y dijo algo referente a un movimiento para aislar al papa de sus más íntimos colaboradores. Luego pidió perdón diciendo que ella no era quién para opinar sobre el politiqueo vaticano y que olvidara lo dicho.
Al cabo de dos días, tenía el billete para el viaje, con autorización de una estancia de una semana en la residencia donde, desde el papa Francisco en el siglo XXI, se instalaban algunos de los pontífices: «La Casa de Santa Marta». Junto con el billete electrónico, había una invitación redactada por el propio Calixto X para desayunar con él el miércoles de esa semana después de la misa de las 7:30 h en un reservado de esa casa. Al final la invitación