Fernando Cruz

Caña moral


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Era imposible recordar el nombre del pueblo, aunque estaba seguro que cruzaron la cordillera del Atlas, al sureste de Marrakech, pasaron por la ciudad de los estudios de cine, también con un nombre inverosímil, camino al desierto. Tomaron un tour que al parecer era común: dormir en el Sahara, andar en camello y comer tajín y brochetas. En una de las paradas, en el pueblo verdaderamente pobre, como era Chile antes, dijo, se bajó de la van a comprar agua, y ahí, arriba de unos detergentes, encontró unos Ray Ban Pilot Shape. Falsos, por supuesto, y a un precio ridículo. Se devolvió a la van con dos botellas de agua por las que pagó dos o tres veces más, y se quedó pensando en el valor de las cosas. Antes del viaje había estado a cargo de un estudio sobre la clase media emergente. Tuvo que recopilar miles de fotos de Instagram, de cientos de personas. Consumidores prototípicos, dijo, agudizando el tono de su voz grave, con ropa de montañismo, calzas deportivas, el último iPhone. Marcas pasadas de moda, igual que los platos que comían: quesadillas y cebiches. ¿Por qué pagaban tanto, y a crédito, si podían simular el mismo resultado por mucha menos plata? Él no creía que la mina quisiera escuchar que los lentes por lo que pagó casi cien lucas eran chinos, y que incluso se los podía comprar en un almacén de un pueblo miserable del norte de África y lograr el mismo efecto. Es una ilusión que nos acomoda a todos, concluyó. Nadie quiere escuchar cómo son las cosas en verdad, realmente.

      1.5.1.1. Tres, dije, y Bianchi, satisfecho y rápidamente de pie al lado de los demás, le dijo a Schmidt que, por más aspiracional que seas, hay cosas que no puedes hacer. Sacó una cerveza del cooler. La etiqueta se estaba desprendiendo por efecto del hielo derretido. La destapó con el encendedor, sin preocuparse por el destino de la tapa metálica. También abrí una cerveza y me tomé un tercio de un sorbo. Les pasé sus pastillas y me quedé con la mía, además de las de Infante y Pablo. Bianchi, encendiendo un tabaco recién enrolado, dijo que, por ejemplo, la gente no sabía viajar. No tenía idea cómo viajar ni dónde ir. Siempre hay que evitar los gadgets tecnológicos, aseguró. ¿Cuál era el propósito de llevar un reloj inteligente a Barcelona? ¿Para qué contar los pasos? Treinta mil pasos en el barrio Gótico, ¿significan más que veinticinco mil y menos que treinta y dos mil? «Lo único que significa es que eres un pobre y triste hueón lamentable incapaz de vivir en Barcelona como lo haría un catalán», dijo. Era fundamental ir a Europa, a Asia. Visitar ciudades en decadencia: Berlín, Tokio, Moscú, incluso Nueva York. Andar en metro, caminar, arrendar bicicletas. «La playa y el all-inclusive son muy cumas, hueón», sentenció, arrugando el contorno de los ojos. «Echarse, tomar, comer, culiar y dormir en el mismo lugar». Jamás diría que eso no es rico, continuó, pero se ve mal. Te muestras como una persona básica, sin intereses, cuyo único objetivo en la vida es tomar sentado. «Ese es el sueño de la clase media», dijo Bianchi, ofreciéndome su encendedor amarillo. «El Caribe, Brasil, el bar abierto y que una mulata exquisita te pegue el sida». Aspiró otra bocanada y apagó el cigarro para guardarlo en su cajita metálica. Los regalos de las suegras, continuó, también eran un problema. En especial el cuadro pintado por ella en su clase de jubilada, de señora post sesenta que no tiene idea qué hacer con su exceso de tiempo. «¡Se pasó el ochenta por ciento de su vida sin saber pintar!», exclamó Bianchi con un pequeño temblor en la voz al nombrar el guarismo. Lienzos con objetos horrorosos: paisajes, naturalezas muertas, autorretratos. Colores mal trabajados, proporciones asimétricas. Una tarde, le advirtió a Schmidt, su suegra se va a aparecer con un cuadro envuelto en plástico. Una tarde siniestra, dijo alargando el diptongo. Ella va a tocar el timbre de la casa como una tarde cualquiera, como una visita de fin de semana sin otra expectativa que recibirla por una tarde, dos días y dos noches. Se va a bajar del auto, pidiendo, automáticamente, ayuda con las cosas del maletero, y ahí estará, envuelto en plástico burbuja. Ella con cara de expectativa, de regalo desproporcionado; Schmidt pensando que, en ese momento, envuelto, deformado detrás del aire de las burbujas, es como mejor se verá en su existencia como cuadro. El truco, le dijo a Schmidt, es abrirlo, quitarle el plástico burbuja y ponerlo en altura, un metro y medio, por lo menos, y admirarlo como si fuese un Nemesio Antúnez, un Mario Toral, un Matilde Pérez, para decirle, con una voz de entusiasmo apenas contenido, «¡qué magnífico esfuerzo, suegra!, ¡qué privilegio recibir este regalo!». Ella va a recibir el elogio y lo procesará como una descarga de dopamina, sin hablar, con sonidos que podrían ser onomatopeyas. Justo en ese punto, en el momento en que ella sienta que está en la cúspide de su carrera artística, él debe mirar alrededor de la casa y murmurar, lamentar y murmurar con dolor, como se lamentan las oportunidades perdidas, que el cuadro no calza con la decoración del living ni del comedor. Peor aún: no pega con la decoración general de la casa. Murmurar, primero, para que no se entienda, para que no queden claras las palabras y ella crea que incluso es una verdad difícil de vocalizar. Entonces el regalo, recibido y valorado, se vuelve a cubrir de plástico y se guarda en la bodega, intacto. Inédito, por fortuna. «Oye, es que tenerle miedo a la suegra es muy de clase media, muy de Condorito o del Jappening-con-ja», dijo Bianchi, acelerando la voz. «Es como tenerle terror a marzo».

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