una tradición en el Talmud que dice que cada generación debe incluir al menos treinta y seis justos para que el mundo siga existiendo. En el Memorial de Yad Vashem se recogen los nombres de once mil «justos», personas que, en esa generación que vivió el Holocausto, se jugaron la vida para salvar las de otros. Pero incluso la propia Irena Sendler comentó que sentía que podía haber hecho más y que eso es algo que había lamentado toda la vida, que la había martirizado siempre. Sin embargo, también dice el Talmud que quien salva una vida salva a la humanidad. Y eso es algo que Irena Sendler hizo dos mil quinientas veces.
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JONES, M., «The smuggler. Irena Sendler», The New York Times, 24 de diciembre de 2008.
Cruzando los cielos: Amelia Earhart
Cuando Amelia Earhart era niña comenzó a coleccionar noticias del periódico que mencionasen el éxito de una mujer en cualquiera de los campos considerados tradicionalmente propios de los hombres. Entre ellos, dirección de películas, producción cinematográfica, defensa de acusados en los tribunales, potentes campañas de publicidad, gestión empresarial o ingeniería mecánica. Algo después, exactamente con diez años, vio por primera vez un artilugio de aspecto no muy atractivo. Según lo definió, era «una cosa hecha de cables oxidados y madera, nada interesante». Era un avión.
El segundo contacto de Amelia con los aviones no fue mucho más alentador. Durante la Primera Guerra Mundial, tras graduarse en la High School de Hyde Park, en Chicago, colaboró con su hermana en atender a los soldados heridos en combate en un hospital de Toronto, Canadá. Muchos de ellos eran aviadores que habían sido derribados por los alemanes sobre los campos de Europa y habían sido trasladados en barco desde Inglaterra para una larga rehabilitación. Posiblemente, a raíz de ese contacto y de la amistad que fue desarrollando con aquellos pilotos, Earhart recibió una invitación para visitar un campo de la RAF —Royal Air Force—. Allí fue donde, según sus palabras, «Me picó el gusanillo de la aviación».
A finales de la contienda, en 1918, un aviador extraviado en una tormenta de nieve aterrizó cerca de su casa. Amelia se acercó al aparato en el momento en que el piloto reemprendía el vuelo y la nieve levantada por la hélice le cayó encima dejándola «helada y entusiasmada». Para disculparse, el piloto le ofreció un paseo aéreo que generó en ella una pasión intensa por aquellos cacharros con alas. Amelia anunció a su madre, acostumbrada a oír toda clase de planes entusiastas y dramáticos: «Volaré o moriré».
En 1920, con veintitrés años, visitó una feria en Long Beach, donde se hacían exhibiciones de vuelo. Un piloto vio a Amelia y una amiga miraban los aviones desde un descampado y realizó un picado sobre ellas. Años después comentó: «Estoy segura de que el piloto se dijo a sí mismo: "Vas a ver cómo las hago tirarse al suelo o salir corriendo"». Cuando el aire del avión las golpeó en la cara, sintió que algo se despertaba en su interior: «No lo entendí en ese momento, pero creo que ese avioncito rojo me dijo algo cuando me pasó rozando». Esa fuerte atracción por el mundo de los aviones se vio definitivamente confirmada cuando, el 28 de diciembre de ese mismo año, Frank Hawks, uno de esos pilotos desmovilizados tras la guerra que se ganaban la vida con bautizos aéreos y acrobacias en las ferias de pueblo, la invitó a dar una vuelta en su biplano y a volar sobre los alrededores; llegaron, sin embargo, hasta Los Ángeles. Cuando Amelia comentó, años más tarde, esa experiencia, declaró: «Tan pronto como despegamos unos metros del suelo, supe que seguiría volando siempre». Seis días más tarde, el 3 de enero de 1921, tomaba su primera lección de vuelo.
Esbelta, con un pelo muy corto y ojos de un color gris azulado, Amelia Earhart no estaba por los convencionalismos. Su lema era «Atrévete a vivir». De niña trepaba a los árboles, se tiraba en tromba en su trineo o cazaba ratas con un pequeño rifle. Su familia disfrutaba de una buena situación económica, pues su abuelo era un juez prestigioso que había hecho fortuna. Sin embargo, la relación del juez con su yerno, el padre de Amelia, fue siempre difícil, ya que lo consideraba un pusilánime, incapaz de proporcionar a su familia lo que esta merecía. El padre optó por mudarse a otra ciudad y, finalmente, se convirtió en un alcohólico, lo que confirmó las sospechas de su suegro y generó el consiguiente daño a su familia. Afortunadamente, el carácter de Amelia no fue minado por aquellas dificultades y salió de ellas fortalecida y resuelta. Si había decidido volar, volaría.
A los seis meses de su primera lección de vuelo, sumando sus ahorros y la ayuda de su madre, reunió el suficiente dinero para comprarse su primer avión: un Kinner Airster de segunda mano, un biplano amarillo con dos asientos al que bautizó como «el canario». Con él consiguió su primer récord: ser la primera mujer en alcanzar una altitud de catorce mil pies —4267 metros—. Pocos días antes, había hecho un aterrizaje desastroso en un campo de coles.
Una tarde de abril de 1928, mientras estaba trabajando en su oficina, recibió una llamada. A la persona que le pasaba el teléfono le dijo: «Estoy demasiado ocupada para contestar ahora». Cuando le comunicaron que era importante, pensó que se trataba de alguna broma. Finalmente, tras coger el teléfono, una voz le preguntó: «¿Le gustaría ser la primera mujer que cruzase el Atlántico?». La respuesta de Amelia fue corta e instantánea: «Sí».
Aunque hoy nos resulte difícil hacernos a la idea, lo que le proponían no era ni tan sencillo ni de respuesta tan evidente. Tres mujeres habían muerto ese año intentando lograr ese objetivo: ser la primera en atravesar el Atlántico en avión. Otra mujer, Amy Guest, una aristócrata que se había comprado un Fokker F.VII, había perseguido el mismo objetivo, pero su familia la había obligado a desistir. Antes de aceptar su derrota, ella había puesto una condición: el siguiente piloto que cruzase el Atlántico debía llevar con él «una hija de América». Atados por esta promesa, los familiares de Guest contrataron a un editor y publicista, George Palmer Putnam, para que buscara a una buena candidata que permitiera rentabilizar el proyecto y la inversión realizada en el avión. Finalmente, tras una entrevista en Nueva York, Amelia Earhart fue la elegida y se unió al grupo formado por el piloto Wilmer «Bill» Stultz y el copiloto y mecánico Louis E. «Slim» Gordon. Viajarían en el Fokker de Amy Guest, bautizado «Amistad».
Despegaron el 17 de junio de 1928 del aeropuerto de Trepassey, en Terranova, y llegaron a Burry Port, en Gales, veinte horas y cuarenta minutos más tarde, aunque su supuesto destino era Irlanda. Cuando los tres aviadores volvieron a Estados Unidos tras su hazaña, se los recibió con un desfile con confeti a lo largo de las calles de Nueva York y una recepción en la Casa Blanca por el presidente Calvin Coolidge. Amelia, honesta, dijo que todo el trabajo lo habían hecho Stultz y Gordon, y que a ella la habían llevado «como un saco de patatas», pero la prensa se volcó en ella, llamándola Lady Lindy, por su parecido físico con Lindbergh, el primer piloto que cruzó el Atlántico.
A partir de ahí, toda su vida se polarizó en torno a la aviación, participando en concursos y competiciones. Con George Putnam siguió cultivando una relación que terminó en boda, aunque ella se refería a su matrimonio como un consorcio con «doble mando de pilotaje». Antes de casarse cerró un trato con Putnam, inusual en una época donde la mujer estaba relegada a las órdenes del marido: «Me dejarás marchar en un año si no somos felices juntos. Intentaré dar lo mejor de mí misma en todos los aspectos».
«Las mujeres deben intentar hacer cosas al igual que los hombres lo han intentado. Cuando ellas fallen, su fracaso será un reto para otras».
Junto con Putnam preparó un vuelo en solitario a través del Atlántico que la convertiría en la segunda persona en lograrlo, tras Lindbergh, y la primera mujer. El 20 de mayo de 1932, cinco años después de la hazaña