en el tipo de artículos que eran el auténtico motivo por el que 5 Minutos era un medio de prensa líder de mercado: los Top 10.
Los Top 10 eran listas que solían contener datos de interés para la gente, a veces informativos y otras simplemente consejos para el día a día. Los títulos de dichas listas podían variar desde «10 motivos por los que la quinoa es mala para la salud» a «10 planes para una escapada de fin de semana aventurera», pasando por el medio por listas tales como «Los 10 trabajos mejor remunerados del mundo» o clásicos como «10 formas de averiguar si tu pareja te pone los cuernos». Es decir, conectar con el lector hablando de aquello que más le motiva. Kino, aunque era uno de los mejores articulistas de la revista (principalmente porque se inventaba todo lo que escribía) se deprimía y se sentía perdido en el medio de toda la autocomplacencia y el narcisismo de sus lectores, que en última instancia no dejaban de ser quienes decidían sobre el contenido que él redactaba. Si las tonterías que él escribía era lo que le interesaba a la gente, no era de extrañar que el país estuviese como estuviese. Los días que se sentía rebelde, Kino hacía un Top 11 en vez del Top 10, lo que provocaba la ira de su redactor, por desobedecerle y porque cada vez que hacía esto sus artículos tenían más vistas y eran trending topic, por lo que no podía castigarlo.
El tren se paró con una leve sacudida, y evitando a la gente que entraba y salía del vagón con la mirada baja y sin reparar en las personas que tenían alrededor, Kino bajó con su mochila al hombro al enorme andén de quince plataformas en el que el devenir de la gente era incesante. Se dirigió automáticamente en dirección hacia los ascensores, y comprobó con desagrado una larga cola de gente que no quería andar hasta las escaleras mecánicas. Aunque más que una cola, aquello era una masa que se amontonaba ansiosa ante las puertas de los ascensores, como exigiendo que se abriesen. Kino siguió andando cansinamente, pudiendo ver en su cabeza la estampa que tendría lugar en cuanto el ascensor abriese las puertas y hubiese los típicos encontronazos entre los que no dejan salir y los que no dejan entrar. Caminó hasta uno de los extremos del andén, que era donde estaba la zona de escaleras.
Después de varias reformas y ampliaciones, la estación de Atocha había ampliado considerablemente su tamaño, ante la necesidad de cubrir las nuevas líneas que se extendían hasta las costas en todas direcciones. Constaba de cinco plantas subterráneas, además de la superficie, y a los niveles inferiores no paraban de llegar trenes desde todas las direcciones de España, mientras que las dos plantas superiores estaban reservadas a los trenes de cercanías. En cada una de esas plantas había unos enormes andenes de quince plataformas, cuyo plano formaba un rectángulo irregular. Los ascensores estaban en el medio de los lados más largos de dicho rectángulo, y en los otros extremos había una sucesión de escaleras mecánicas en hileras de tres que conectaban todas las plantas hasta la superficie, desde donde bajaba la fría luz gris de la mañana madrileña filtrándose desde una claraboya. Kino se subió en la primera escalera ascendente a la que llegó con la resignación de quien se ve obligado a tomar el camino más largo con tal de no tener que lidiar con la gente. Aunque al ver lo vacías que estaban en general las escaleras pensó en toda la gente que se debía de amontonar en los ascensores, y se preguntó cuál de las dos vías sería en realidad la más lenta.
Antes de llegar a la planta de la superficie abandonó las escaleras y se dirigió en dirección al metro. Todavía faltaban casi dos horas para las nueve, por lo que se imaginaba que le debería de dar tiempo en llegar hasta la oficina, y mientras la seductora guitarra de Keith Richards sonaba en sus auriculares inalámbricos y le ayudaba a mantener el ritmo de una aburrida caminata hacia la rutina, él no podía evitar sentirse como la mosca en la tela de araña de la que Mick Jagger hablaba en la canción. No iba a poder pasar por casa hasta que saliese de trabajar a eso de las cinco de la tarde. Por suerte, el único equipaje que llevaba cabía en una mochila.
Cogió la línea 1 y en el rato que le llevó llegar hasta Plaza de Castilla le dio tiempo a escuchar veinte canciones. Ocasionalmente desplegaba las imágenes de su holo-pulsera e iba divagando entre los menús de su reproductor, sin terminarse de decidir por qué le apetecía escuchar aquel día. Había empezado con rock clásico de los 70, lo que había terminado derivando en una lista de reproducción de éxitos de glam rock de los 80. Y sin saber cómo, aquello había ido degenerando hasta que Kino, poco antes de llegar a la altura de Chamartín, se descubrió a sí mismo escuchando a Boney M, algo que no pasaba desde hacía como mínimo una década, y se rio para sus adentros mientras movía el cuello a ritmo de boogie.
En Plaza de Castilla cambió a la línea 10 hasta Nuevos Ministerios, desde donde se volvió a cambiar a la 8 hasta el Campo de las Naciones, en donde tuvo que volverse a cambiar a la línea 16, que sería la que le llevaría hasta Guadalix, y de ahí solo una caminata de diez minutos hasta su oficina.
Lentamente subió las escaleras de la estación de metro hasta la calle y consultó la hora en su HSB, y miró los brillantes números «8:52», que se proyectaban ante él mientras mantenía una expresión de negociador en la cara, pensando en si valdría la pena. Finalmente decidió que sí que valía, y sacó el paquete para hacerse un cigarro. Dentro, había todo lo que necesitaba: papel, filtros y tabaco. En poco tiempo se lio un fino y alargado pitillo, que se encendió después de prensarlo con mucha parsimonia. Solo entonces empezó a caminar, y tampoco se dio mucha prisa mientras caminaba fumando y escuchando música, a pesar de que sabía que tardaría algo más de diez minutos y faltaban seis para que empezase su jornada laboral. En su cabeza lo único que importaba era la música que sonaba en sus oídos. Ahora mismo sonaba Jamiroquai.
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II
Poseído por la furia con la que tocaban la guitarra Dave Mustaine y Chris Poland, Kino tecleaba frenéticamente en su ordenador, terminando el que sería su tercer artículo del día. Estaba en racha. Aquella semana tenía los objetivos habituales, diez Top 10, dos por día. Aún no era la una de la tarde y ya casi había terminado el tercero, si seguía así el miércoles a mediodía habría terminado el trabajo de toda la semana, por lo que se podría pasar el resto de su tiempo en el puesto de trabajo o leyendo o escribiendo, lo que era el principal atractivo que su actual posición tenía para él: que le pagasen por hacer lo que él haría en su tiempo libre. Si Ronnie se enrollaba, hasta era posible que pudiera comenzar su fin de semana el jueves.
Ronnie era su editor jefe. Era un par de años más joven que él, y aunque sus padres le habían llamado Ronaldo en honor al mítico futbolista, él se apodaba Ronnie en un cutre intento de parecer sofisticado, que solamente funcionaba dentro de los círculos sociales de los que él tenía mucho cuidado de no salir. Era el perfecto ejemplo de un intelectual de pega, alguien que se dedicaba a decir citas de gente con nombres que muy poca gente conociese con la presunción de que eso le volvía más inteligente, pero que no había tocado un libro en toda su vida, sino que todos los conocimientos sobre cultura, arte y filosofía de los que disponía los había adquirido a través de los análisis simplistas que otros se dedicaban a hacer en YouTube sobre la obra de escritores y filósofos que, la verdad, nadie tenía tiempo para leer.
A la falta de cultura de Ronnie había que sumarle una capacidad para la gestión de equipos y liderazgo que brillaban por su ausencia, lo que, a ojos de Kino, lo hacía perfecto para la posición que ocupaba. Para una revista como aquella, lo cierto era que a Kino le interesaba tener un superior fácilmente manejable, y Ronnie lo era. Lo único que Kino tenía que hacer para que le siguiera la corriente era tenderle una «encerrona cultural», con lo que conseguía que su jefe cambiase de tema, algo que normalmente facilitaba que Kino se saliese con la suya.
Una encerrona cultural consistía en que, cuando Kino se veía atrapado por haber hecho un Top 11 o algo parecido y Ronnie iba hasta su mesa para reprenderlo, Kino hacía referencias a escritores y otros periodistas alegando por sus argumentos con la misma teatralidad y vehemencia que Marco Antonio llorando la muerte de Julio César, y se inventaba estadísticas para justificar lo que hacía, sabiendo que su editor no se iba a tomar la molestia