Juan Bona

El sacrificio de la misa


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y ser tenido en nada. Examine, pues, su vida el sacerdote, y si observa que no se conforma a la semblanza que de ella hemos hecho, sino que todavía la encuentra terrena, procure convertirla en divina por el diligente ejercicio de las virtudes. Aquí también cabe señalar la limpieza externa del cuerpo y del vestido, la gravedad y la madurez que testimonien de él ser un presbítero, esto es, un senior; tal ha de ser la compostura entera de este hombre que todos con solo mirarle se edifiquen.

      RECTITUD DE INTENCIÓN

      DEVOCIÓN ACTUAL

      La tercera disposición consiste en la devoción actual. Para avivar este sentimiento debe el sacerdote, en primer lugar, poner especial cuidado en considerar con fe firme y ponderar con sublime estimación todo lo que enseña la Iglesia sacrosanta sobre este inefable misterio, y los tesoros de gracias celestiales que en él se encierran. Pues con las palabras de consagración pronunciadas por él se convierte el pan en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre, y bajo el velo de las especies sacramentales se hacen presentes el Cuerpo purísimo de Cristo que, por nuestra salvación, fue clavado en la cruz; su Sangre, que por nosotros fue derramada, y el alma gloriosa, en la que residen todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios; en una palabra, Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, que ha de venir con gran majestad a juzgar a los vivos y a los muertos y al mundo por el fuego.

      En segundo término, para excitar la devoción, es necesaria la humildad, que en la institución de este sacramento resplandece más aún que las otras virtudes. Cristo, en efecto, siendo Dios en la forma, se anonadó a sí mismo y encubrió bajo las especies de pan y de vino su Cuerpo, su Sangre y su Divinidad, exponiéndose a las injurias de hombres pecadores que, llenos de inmundicia, pretenden acercarse a Él y tocarle con sus manos contaminadas. Es, pues, de justicia en el sacerdote imitar tan gran humildad, adentrarse en su nada y en nada tenerse. Solo la humildad nos prepara dignamente para recibir a tan excelso huésped. Ninguna disposición, ninguna facultad, ninguna virtud nuestra nos hace dignos de ello, sino solo la gracia de Dios; debemos, por tanto, reconocer nuestra indignidad y apoyarnos únicamente en la misericordia divina.

      [1] 1 Par 29, 1.

      [2] Ap 22, 11.

      [3] Hom. 82, n. 5, S. Mateo.

      [4] Lc 22, 19.

      [5] Mt 11, 28.

      [6] Sal 106, 9.

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