James Rhodes

Instrumental


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de amor al tabaco. De pequeño, irme por ahí, esconderme del mundo y fumar era lo único aún mejor que estar solo y tocar el piano. Esos cilindros mágicos con las propiedades medicinales más extraordinarias me brindaban todo lo que me parecía que me faltaba. Conseguirlos era más fácil de lo que cabe pensar, sobre todo en 1985: quiosqueros simpáticos, chicos mayores y, de vez en cuando, algún amable (y salido) profesor. Los cigarrillos Silk Cut eran mis mejores amigos.

      Me fijo en mi vida en la actualidad y me doy cuenta de que no han cambiado demasiadas cosas: ahora fumo Marlboro, pero el tabaco y el piano son los elementos centrales de mi vida. Las únicas cosas que jamás me decepcionarán ni pueden hacerlo. Incluso la amenaza del cáncer no sería más que una excusa para ver al fin Breaking Bad entero y ponerme de drogas hasta las trancas.

      Lo que tiene el tabaco es que no te cuentan lo bien que sirve para ahogar sentimientos. Posteriormente descubrí que en varios de los pabellones psiquiátricos animaban activamente a los pacientes a que fumaran, porque eso les facilitaba mucho el trabajo a los enfermeros. Para una persona que padece una enfermedad mental no hay nada más aterrador que un sentimiento. Positivo o negativo, eso da igual; sigue teniendo la capacidad de volvernos la cabeza completamente del revés sin dar la menor pista de cómo enfrentarnos a él de forma racional o razonable. Tengo al menos un cuarenta y tres por ciento más de posibilidades de suicidarme si no estoy fumando. Así que fumo. Siempre que puedo, todo lo que puedo. Las pocas veces que he intentado dejarlo siempre ha sido para complacer a otros: una chica, la familia, la sociedad. Nunca funciona. Se me da superbién orquestar una crisis gracias a la cual mis allegados vuelven a darme permiso para fumar. Si tenéis delante una pistola cargada (real o imaginada) y un paquete de tabaco, coged siempre el tabaco. Sé que ésta no es una opinión muy convencional. Pero os juro que a mí me funciona de maravilla. La mera idea de que voy a poder fumar en determinado acontecimiento del futuro, ya sea un concierto, una fiesta, una entrevista o un restaurante, me permite mantener cierto equilibrio. Si esto desaparece (en los aeropuertos, por ejemplo), te voy a dar por culo pero bien. Por eso en muchas ocasiones vuelvo a salir por los controles de seguridad para echar un último pitillo y después los paso de nuevo otra vez antes de coger algún vuelo. Compensa mogollón aunque haya que sufrir por enésima vez los abusos de los capullos de la Administración de Seguridad en el Transporte. No me enorgullezco de ello. Sé que por culpa de esto parezco gilipollas. Un esclavo. Un tremendo adicto que niega completamente su problema. Me da igual. Soy todo eso, y siempre les estaré ridículamente agradecido a las grandes empresas tabacaleras.

      Así que había, hasta cierto punto y en un día bueno, suficientes cosas positivas que contarrestaban las negativas, y en el internado no fui infeliz del todo. Entraba en un ciclo de terror (acoso, sexo agresivo y no deseado, desconcierto) tras el cual llegaba la tranquilidad del espacio en el que fumar, tocar el piano, escuchar música. Esto me hace pensar en lo que debe de sentir un soldado cuando vuelve a su país de origen durante unos días tras estar en el campo de batalla, para después volver a marcharse. Este ciclo sigue dándose con la misma intensidad hoy en día. Me aterra estar en el escenario, vivir un momento íntimo con Hattie, ir a ver al psiquiatra, estar con mi hijo y experimentar los sentimientos que esto conlleva, estar en situaciones sociales, en circunstancias que no puedo controlar. Y llega el alivio cuando estoy en casa con un piano, la puerta cerrada, un cenicero, programas de televisión estadounidenses, solo, sin que me interrumpan. Tiempo para mí. El Santo Grial.

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