pero sobre todo que nuestro juicio sobre ellas ha de posponerse casi indefinidamente hasta que el tiempo revele sus corolarios. Una revolución es, siempre y en todo caso, una promesa y eso, después de lo sucedido en el Edén, tendría que hacernos sospechar. En la mirada retrospectiva que ofrece, Kamrava se siente cómodo y muy seguro al diagnosticar el rumbo desgraciado y liberticida tomado por Francia, Rusia, China, Vietnam e incluso Cuba o su Irán natal, pero confiesa sus dudas sobre lo ocurrido hace unos años en el mundo árabe, lo cual muestra su inteligencia y prudencia política. En la historia todo es cuestión de perspectiva. De tiempo.
La filosofía clásica no prestó atención a la revolución porque su interés residía en la permanencia y en la estabilidad de los regímenes políticos. Por su parte, la filosofía moderna, que ha sacralizado el cambio, no puede abordar su origen, desarrollo y conclusión. Lo más próximo que Platón y Aristóteles estuvieron de llegar a lo revolucionario fue cuando hablaron de la stasis, aunque este término tiene más en común con los desequilibrios internos de la polis que con la conciencia popular de echar un órdago al poder. Por paradójico que pueda parecer, la metáfora de las revoluciones proviene de la astronomía, un campo en el que el término hacía referencia a una recurrencia cíclica. Revolucionario, además, no pierde el significado de restauración hasta finales del siglo XVIII[3], cuando adquiere esa aura adánica que vincula la revolución a la creación de un universo nuevo y prístino.
Kamrava presenta una pertinente aproximación histórico-sociológica al fenómeno, aunque debemos reconocer que en ocasiones el libro se aleja de esas disciplinas para encumbrarse a cotas más elevadas. De ese modo, resulta enriquecedor su enfoque, pues contribuye a superar concepciones acerca de la revolución más limitadas, aunque muy influyentes; unas, empeñadas en observar los eventos sociales como si fueran simples hechos naturales y el especialista requiriera acomodar la lente del microscopio; y otras, interpretándolos como epifenómenos definidos por estructuras más profundas, anónimas, que operan de espaldas al hombre. Su Breve historia de la revolución nos invita a considerar que la historia es un drama porque su urdimbre es la libertad.
Sin restar mérito a esta aproximación, el relato de Kamrava, tan útil para desentrañar las interacciones que abren la espita subversiva, carece de una gramática filosófica que explique el significado último de cualquier sublevación. A tenor de este, por ejemplo, cabría proponer una clasificación de las revoluciones diferente y de mayor calado a la ofrecida por el profesor de Georgetown. Arendt lo intentó, con innegable base histórica, distinguiendo entre las revoluciones que tienen como objetivo la constitución de la libertad, y aquellas de índole más social, que buscaban liberar al hombre de los imperativos de la necesidad o la pobreza.
A la pensadora alemana no le faltaba razón al traducir el excesivo peso concedido a la Revolución francesa como un alejamiento de lo que, en esencia, es constitutivo de la política. Creemos que esta consiste en el ejercicio del poder, que su función reside en gestionar las demandas de una ciudadanía anónima, cuando, en verdad, está relacionada con la posibilidad de una vida comunitaria y la participación del hombre en un proyecto conjunto. Necesitamos Estados del bienestar que ayuden a los menos pudientes, pero también un marco de libertad en el que dilucidar nuestros valores. La diferencia entre una revolución y otra llevó a Arendt a realizar una afirmación que hoy, imbuidos como estamos por el mito de la revuelta gala, puede sonar escandalosa. Y es que la «libertad ha sido mejor preservada en aquellos lugares donde no se ha dado la revolución»[4].
Bajo un enfoque filosófico, la revolución se nos presenta como una suerte de secularización racionalista del más allá. En efecto, en su narrativa el hombre se encarga de engendrar el futuro. Ni siquiera Marx, que tuvo el atrevimiento de concebir la violencia como la partera de una historia tan inexorable como la naturaleza, negó el papel radical que desempeña el ser humano cuando se trata de anticipar, a golpe de rebelión, el paraíso.
Pero si, como indicábamos, podemos emplear como sinónimo del mundo moderno la palabra revolución es porque la dualidad ideológica, tan interminable como fecunda, que enfrenta a los partidarios del progreso con los de la tradición, arranca en 1789. La diferencia entre los revolucionarios y quienes no lo son toma, de ese modo, un cariz antropológico. ¿Somos eslabones de una cadena o, por el contrario, cada generación surge en la más completa orfandad, arrostrando la titánica encomienda de crear de nuevo todas las cosas? Los conservadores, con Burke a la cabeza, no tienen ínfulas prometeicas, y si rechazan la revolución no es por miedo al cambio, sino casi siempre porque siguen ese innato sentido de la política que les conmina antes que nada a conservar y a reformar, no a destruir[5]. No hay que llevarse a engaño y pensar que el incondicional del progreso suscribe una antropología más optimista, como suele decirse. En realidad, quien vive pletórico de ilusión es el conservador, que no es tan ciego ni tan insensible como para pasar por alto el valor de todo aquello que merece ser preservado.
Los principales acontecimientos de los dos últimos siglos han estado vinculados, sin embargo, con el punto de vista más proclive a la algarada. Es decir, con el marxismo. El caso de Rusia, Cuba, China o el sudeste asiático sirven solo para atestiguarlo. En agosto de 1917, Lenin, a punto de convertirse en el timonel de la historia, firmaba un texto en el que vituperaba lo que entendía que era una manifestación de oportunismo político —el reformismo socialdemócrata—. Aprovechaba el momento, además, para abrir camino a la Revolución de Octubre, sosteniendo que la violencia era el instrumento para acabar con la democracia mutilada de su país. Para el camarada no había duda: la meta de la revolución era la destrucción completa del Estado y de la política[6]. Y es esta última posibilidad —la de un eclipse definitivo de la política— el principal riesgo del totalitarismo, puesto que el gulag y el campo de concentración solo pueden emerger una vez que la ciudad ha languidecido o expirado.
Por todo ello, la clasificación más importante de las revoluciones no es la que ofrece Kamrava en este libro, sino aquella que sitúa las “monstruosas comedias” revolucionarias de las que hablaba Burke junto a los sanos arrebatos por instaurar un régimen fundado en la libertad cívica. Las primeras son fantasmagorías ideológicas urdidas o por los revolucionarios profesionales o por los intelectuales interesados en cumplir con el papel de Mefistófeles de la política. Las segundas, que cuestionan el despotismo, no se identifican con una determinada opción política, sino con eso tan sano y perentorio que es la causa del hombre libre.
Más allá de las categorizaciones que sugiere y de su labor desmitificadora, este ensayo recuerda que las revoluciones nunca son la causa, sino siempre la consecuencia, de una crisis política. Dicho de otro modo: que la oportunidad de un levantamiento irrumpe en Estados debilitados, a punto de desintegrarse o exánimes de legitimidad[7]. No sabemos si en el futuro habrá más revoluciones, pero sí cabe aventurar que, teniendo en cuenta el progreso y la proximidad política de un mundo globalizado, las que se han producido seguirán repercutiendo en la forma de entender los principios de nuestra vida en común. Aunque solo sea por eso, revisar las pasadas merece la pena.
JOSÉ MARÍA CARABANTE
[1] J. Carabante, Mayo del 68. Claves filosóficas de una revuelta posmoderna (Madrid, Rialp, 2018).
[2] H. Arendt, Sobre la revolución (Madrid, Alianza, 2013), p. 42.
[3] Un intelectual como Thomas Paine, cuyo radicalismo no puede ponerse en duda, sugería, por ejemplo, llamar a los levantamientos “contrarrevoluciones”.
[4] H. Arendt, o. c., p. 182.
[5] E. Burke, Reflexiones sobre la Revolución francesa (Madrid, Rialp, 2020).
[6] V. I. Lenin, El Estado y la Revolución (Madrid, Alianza, 2012), passim.