con unos 4.000 millones. Si tenemos en cuenta que desde 1992 se han invertido al menos 42.000 millones de euros, podemos colegir cuánto se habría podido ganar en eficiencia y rentabilidad social de haber hecho las cosas de otra forma. Todo ello sin entrar en consideraciones relacionadas con el modelo de infraestructuras del tipo: ¿Por qué no existen ámbitos formales de co-decisión entre la Administración General del Estado y las Comunidades Autónomas en cuestiones de esta trascendencia, que comprometen el mayor volumen de la inversión pública y tienen tal capacidad (des)estructurante del territorio? ¿Ha sido la inversión en Alta Velocidad en detrimento de la inversión en cercanías y redes convencionales de Media Distancia? ¿Cuál ha sido la inversión total en cercanías durante el mismo periodo de tiempo? ¿Se ha evaluado el llamado «efecto túnel» de este tipo de infraestructuras de Alta Velocidad? ¿Por qué después de más de 42.000 millones de euros invertidos en ferrocarril persisten asimetrías entre territorios y déficit tan profundos como inexplicables como los existentes en territorios, entre otros muchos, como Extremadura, Aragón, Galicia, Granada, Murcia, Castilla La Mancha…? ¿No se trata de una forma de despilfarro además de una evidencia de injusticia territorial y social? Preguntas y sombras de duda en cuanto al grado de eficiencia de esta inversión puestos de relieve por distintos textos académicos e informes oficiales como el reciente y muy crítico informe especial del Tribunal de Cuentas Europeo (2018), que obligan a reflexionar y a proseguir investigaciones sobre varias cuestiones: en primer lugar, para conocer mejor el proceso de toma de decisiones y a qué atribuir los graves errores de programación de inversiones estratégicas. Esta cuestión puede ser muy importante para entender mejor el modelo de toma de decisiones en un Estado compuesto como el español y nuestros déficits de buena gobernanza y calidad institucional (Dahlström; Lapuente, 2018; Sebastián, 2019). En segundo lugar, para delimitar mejor el volumen de lo que se podría calificar como «ineficiencia interesada» (Palafox: 2017:217), o «despilfarro estructural», entendido como el conjunto de actuaciones innecesarias o de muy baja rentabilidad social acometidas además con elevados sobrecostes, diferenciado de aquellas inversiones en LAV importantes para favorecer el turismo como uno de los motores de nuestra economía. En tercer lugar, para conocer mejor la contribución real de una elevada inversión en costosas infraestructuras en el crecimiento económico regional (Crescency; Di Cataldo; Rodríguez-Pose, 2016). Todo ello por no hablar de aquellas otras inversiones estratégicas que debieron haberse impulsado hace tiempo, tal vez de forma prioritaria, y siguen siendo orilladas pese a que afectan a grandes retos colectivos tales como como la transición hacia fuentes de energías renovable (Tribunal de Cuentas Europeo, 2018b), prevención de inundaciones (Tribunal de Cuentas Europeo, 2018c) o lucha contra la desertificación (Tribunal de Cuentas Europeo, 2018d). O lo que es lo mismo, el hasta ahora amplio y poco desarrollado capítulo de estrategias y políticas públicas de adaptación a los efectos del cambio climático que serán de especial incidencia en ambientes mediterráneos.
B) Red de vías de alta capacidad
El crecimiento de la red de vías de alta capacidad en España ha sido muy rápido desde principios de los años noventa, iniciándose con el Plan Director de Infraestructuras de 1993. Desde entonces, los presupuestos dedicados a autopistas y autovías en los planes de infraestructuras han sido siempre mucho más elevados que aquellos dirigidos al ferrocarril y a otros medios de transporte, situación que cambia en 2003 por las fuertes inversiones que acapara la extensión de LAV.
La situación de bonanza económica del país estuvo detrás del Plan de Infraestructuras de Transporte 2000-2007 (PIT), que aprobó el gobierno del Partido Popular por valor de 19 billones de pesetas. Una de sus principales actuaciones fue el Programa de Vías de Gran Capacidad (autovías y autopistas) que representaba el 40 % del total de las inversiones, y donde se ponían en práctica nuevos mecanismos de colaboración público-privada para financiar las infraestructuras de carreteras.
Aunque el propio Ministerio de Fomento reconocía en 2005 que España contaba con una red madura en términos de equipamiento del país en grandes infraestructuras de transporte, y muy en particular en autovías y autopistas, se aprueba el Plan Estratégico de Infraestructuras y Transporte 2005-2020 (PEIT) por valor de 41 billones de pesetas (248.892 millones de euros) que pretende construir 6.000 nuevos kilómetros de autovías y autopistas. A día de hoy cerca de la mitad ya están ejecutadas o en fase avanzada de construcción, habiéndose acometido, además, obras o proyectos no contemplados inicialmente, muchos de ellos incumpliendo los propios criterios del PEIT, como el de no desdoblar calzadas con una IMD inferior a 10.000 vehículos/día (Segura, 2013). El resultado en 2009 era el siguiente: España contaba con 165.466 km de carreteras, de los que el 9,5 % eran vías de alta capacidad que suman un total de 15.621 kilómetros, de los que el 70,5 % son autovías, el 19,3 % autopistas de peaje y el 10,2 % de doble calzada. (Anuario Estadístico del Ministerio de Fomento, 2009), siendo el tercer país del mundo por su longitud en este tipo de vías, solo superado por USA y China.
El último Plan de Infraestructuras, Transportes y Vivienda 2012-2024 (PITVI) apuesta de nuevo por una enorme inversión pública en autovías y alta velocidad ferroviaria a pesar de que España es el país que cuenta con más kilómetros de estas infraestructuras en la UE-28. Las carreteras se llevarán el 29 % de las cantidades presupuestadas para el conjunto del plan en los tres escenarios planteados: en el optimista serían 144.826 millones de euros; en el conservador 132.110; y en el desfavorable 119.720. La organización Ecologistas en Acción (2014) consideraba que la mayor parte de las obras que se plantean carecen de justificación. Una afirmación avalada por recientes estudios a escala europea en los que se alude al pobre y discutible balance de la política de infraestructuras en el caso español (Crescenci; Di Cataldo; Rodríguez-Pose, 2016:577). Así, en el caso de las autovías, casi todas las previstas no tienen una densidad de tráfico que justifique su desdoblamiento, se proponen obras ya rechazadas por su fuerte impacto ambiental tras la evaluación correspondiente, y entre las que se pretenden está la radial R-1 para Madrid, cuando las otras cinco existentes (R3, 3, 4 y 5 y la AP41) están en concurso de acreedores y a punto de ser rescatadas por el Estado. La relación de las vías de alta capacidad con un presupuesto inicial superior a los 10 millones de euros que han soportado elevados sobrecostes se incluye en el capítulo tercero y ha sido elaborado por la profesora Dolores Brandis.
El Tribunal de Cuentas Europeo ya emitió un informe en el que examina 24 proyectos europeos beneficiados por las ayudas del Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER) y del Fondo de Cohesión en carreteras, siendo España el segundo país beneficiado al recibir 8.558 millones de euros entre 2000 y 2013. En las conclusiones de malas prácticas se reconocen las españolas: no se prestó suficiente atención a la rentabilidad de los proyectos, presentando previsiones de tráfico sobreestimadas; el tipo de carretera elegida no era la más adecuada, optando por la autopista en tramos donde una autovía era mejor opción; el incremento del coste medio respecto al previsto era del 23 %; en España el coste de construcción de calzadas era de los más caros. El informe ponía en evidencia que cada kilómetro de autovía española costó de media el doble que en Alemania y, al contemplar la legislación española modificaciones y ampliaciones del contrato por «circunstancias imprevistas», las obras presentaban una media de tres ampliaciones, implicando un sobrecoste de entre el 20 y el 30 % (Tribunal de Cuentas Europeo, 2013).
Entre los mecanismos de colaboración público-privada para financiar las infraestructuras de carreteras se apuesta por el modelo concesional. Las obras y el mantenimiento se llevan a cabo con capital privado, que se compensa con la concesión por un periodo de años determinado de la explotación de la vía. En 2012 los 3.307 kilómetros de autopistas en régimen de concesión son explotadas por 32 sociedades, y de ellos corresponden a la Administración General del Estado el 83,5 %, recayendo el resto en otras administraciones públicas.
Pero el resultado económico de las sociedades concesionarias no ha sido el esperado y sus deudas se han ido acumulando, pasando el coste medio de la deuda de las 21 concesionarias de la Administración General del Estado de 5.711 millones de euros en 2007 a 9.054 en 2012 (Ministerio de Fomento, 2014). Y ha sido el modelo de peaje el que recoge los peores resultados, entrando en quiebra muchas de las sociedades. Las empresas aluden al desplome del tráfico durante la crisis, pues si en 2006 la media diaria de tráfico de las autopistas de peaje en España alcanzó el máximo histórico de