Manuel Peris Mir

Patrick Modiano


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familia del joven Modiano fue Rudy, su hermano pequeño. La muerte les separará provocando un traumatismo del cual el escritor aún no se ha curado. Tardó treinta años para ponerlo en escena y lo hizo con mucho pudor, pero no sin patetismo.

      vi. La angustia de la muerte, consecutiva a este drama, está omnipresente en sus novelas. Primero se expresa a través de todo tipo de delirios macabros, que intentan canalizarla; entre ellos, las válvulas de escape para las obsesiones sobre la Segunda Guerra Mundial.

      vii. Paralelamente, en sus libros hay una gran cantidad de alusiones a su propia biografía: un joven melancólico, una escolaridad alienante, dificultades para asumirse como escritor, una vida familiar reconfortante y siempre algunas neurosis de las que hay que intentar reírse (Laurent, 1997: 182-183).

      En cualquier caso, el análisis de lo que hay de autoficción y de autobiográfico en su obra, y especialmente en aquellas narraciones en las que aparecen sus progenitores, no podía ofrecer los mismos resultados en 1997, cuando Laurent divulga su tesis, que doce años después, cuando en 2009 Blanckeman publica su libro, porque en ese periodo entre ambas obras tiene lugar un hecho fundamental como es la aparición de Un pedigrí (2005), una «piedra de Rosetta» en la que Modiano desvela muchos de los asuntos familiares sobre los que asienta su narrativa y permite descubrir nuevos vínculos intertextuales bajo el palimpsesto de su escritura. Obsérvese que en la portada de las ediciones de Gallimard de Un pedigrí –al igual que en Libro de familia y en Tan buenos chicos no aparece como en el resto de sus narraciones un subtítulo con la indicación de «Roman» (Novela), marca architextual que, como explica Genette (1982: 12), cuando es muda y no aparece puede ser bien por rechazo a subrayar una evidencia, o al contrario –como pensamos que es el caso–, para recusar o eludir cualquier adscripción.

       1.2.2. Matar a la madre para vengar al perro

      Aparentemente, en Un pedigrí no ha habido voluntad de enmascarar a las personas tras los personajes. Algo que parece claro de entrada cuando apunta los primeros datos biográficos de su madre e incluso cuando, rotundo y sin piedad, dice de ella que «Era una chica bonita de corazón seco» (UP 9).

      Pero esa claridad empieza a difuminarse y a tomar unos tintes más complejos cuando, a renglón seguido, la mirada del narrador se vuelve hacia el propio autor para ir identificándose con el perro de su madre.

      Su novio le había regalado un chow-chow, pero ella no le hacía caso y lo dejaba al cuidado de diversas personas, como hizo conmigo más adelante. El chow-chow se suicidó tirándose por la ventana. Ese perro aparece en dos o tres fotos y debo admitir que me conmueve muchísimo y me siento bastante próximo a él (UP 9-10).

      Más adelante, el narrador tras una disculpa retórica, se pone la máscara del perro que da título a esta autobiografía y afirma con énfasis:

      En efecto, el escritor se pone la máscara del perro, porque tal como explicó Barthes (1972: 33): «Toda la literatura puede decir: “Larvatus prodeo”, “me adelanto designado mi máscara con el dedo”».

      Y, sin embargo, esa máscara del perro es la única con la que avanza en este relato seco, en el que al lector no le puede extrañar que se identifique con una amiga de la infancia «dulce como todos los niños a quienes no han querido» (UP 59). Sobre todo, después de leer esta evocación de la relación con su madre durante la primera infancia:

      La veía pocas veces. No recuerdo de ella ni un ademán de ternura auténtica o de protección. Me notaba siempre hasta cierto punto con la guardia alta en su presencia. Sus repentinas iras me perturbaban, y como asistía al catecismo, le rezaba a Dios para que la perdonase (UP 35).

      Una agresividad materna que, lejos de remitir con los años, iba en aumento cuando el joven no conseguía que el padre le diera dinero para ambos.

      A veces llego sin nada y mi madre monta en cólera. No tardé en esforzarme –alrededor de los dieciocho años y en los años siguientes– por traerle por mis propios medios esos malditos billetes de cincuenta francos, que llevan la efigie de Jean Racine, pero sin conseguir desactivar esa agresividad y esa falta de benignidad que me había mostrado siempre (UP 92).

      Y como la herida sigue abierta, para expresar el dolor tiene que volver a ponerse la máscara del perro:

      Nunca pude hacerle confidencias ni pedirle ayuda alguna. A veces, como un perro sin pedigrí y muy dejado de la mano de Dios, siento la pueril tentación de escribir negro sobre blanco y con todo detalle cuánto me hizo padecer con su dureza y su inconsecuencia. Me callo. Se lo perdono (UP 92).

      No podemos dudar de la sinceridad de ese perdón, pero tampoco podemos dejar de constatar que de ninguna manera hay olvido. El escritor no ha podido, y probablemente no haya querido, olvidar todo el daño que le ha infligido esa hermosa mujer de corazón duro que fue su madre, la actriz Louisa Colpeyn. Porque, aunque afirme que le perdona, como acabamos de ver, previamente confiesa que tiene la tentación de contar sin tapujos y detalladamente todo lo que le ha hecho sufrir, para añadir que se calla. Lo que equivale a decir que tendría cosas más graves que contar. El escritor ya maduro pretende establecer con la lejanía de los años transcurridos una distancia sentimental:

      Todo queda tan lejos ya… Me acuerdo de haber copiado, en el internado, la frase de Léon Bloy: «Hay en el mísero corazón del hombre lugares que no existen aún y en donde se cuela el dolor para que así existan». Pero este era un dolor para nada, de esos con los que ni siquiera se puede hacer un poema (UP 92-93).

      Posiblemente de ese dolor Modiano no haya podido extraer un poema, como dice, pero si muchas páginas de su narrativa. Y es que, aun cuando los estudios sobre el escritor mayoritariamente hayan centrado el foco sobre la figura paterna, lo bien cierto es que, aunque menos constante y más diseminado, el recuerdo de la madre es aún más lacerante.

      * * *

      La profundidad de esa herida se hace patente si se repasa el personaje de la madre en algunas de sus obras y especialmente en Joyita, novela en la que la representación del perro en relación con la figura materna cobra una mayor relevancia.

      Al comienzo del segundo relato de Tres desconocidas, aparece