en prosa como si de una penitencia se tratase. Sin embargo, estas tensiones iniciales entre poesía y contemplación se irían debilitando y desaparecerían con el tiempo. Merton aprende a vivir en lo que él denominó – acudiendo a la metáfora bíblica de Jonás – “in the belly of a paradox,”24 aceptando su vocación poética como un designio casi divino.25
Después de casi una década, Merton vuelve a escribir poesía. La mayoría de los poemas de Collected Poems fueron escritos con posterioridad a 1957, y reflejan, al igual que su prosa, un cambio en los intereses del poeta hacia temas de crítica social centrada ya no tanto en la iniquidad moral de la vida secular sino en la protesta ante las tendencias deshumanizantes y autodestructivas de la cultura de masas. Gradualmente su obra evoluciona desde el contemptus mundi de un airado misántropo cisterciense hacia un humanismo cristiano integrador y universal que abraza el mundo desde la perspectiva de un crítico social concienciado, en un desarrollo que coincide con la superación de su escisión interna a través de una catarsis en la que el silencio del monje contemplativo se hizo compatible con la vocación de escritor.
De este modo, durante los años sesenta, tanto en su obra poética (The Strange Islands (1957), Original Child Bomb (1962), Emblems of a Season of Fury (1963), Cables to the Ace, y The Geography of Lograire (1968)) como en su obra en prosa, entre cuyos títulos más significativos destacarían Raids on the Unspeakable (1964), Conjectures of a Guilty Bystander (1966), o Contemplation in a World of Action (1965), encontramos a un hombre que ha superado su propia crisis personal y ha comprendido su responsabilidad como monje-escritor situado en los márgenes de la cultura americana; es decir, la de ejercer una crítica del corazón de la sociedad americana, de sus mistificaciones y sueños artificiales implícitos en su culto al éxito, del fracaso de sus instituciones políticas y sociales en llevar a cabo los objetivos del igualitarismo democrático y de sus instituciones religiosas para paliar el sufrimiento humano y ser fieles al humanismo judeo-cristiano. Una denuncia que si bien se presenta mordaz y en ocasiones muy incisiva, no deja de ser por ello compasiva y comprensiva, pues como el propio Merton escribió en uno sus ensayos literarios “one cannot be an artist if one is not first of all human, and humanity is not authentic without human concern and real involvement in common and critical problems.”26 Como veremos a continuación, su poesía refleja de forma espléndida esta evolución de Merton desde un misticismo que le aparta del mundo a un compromiso de “artiste engagé” con la inhumanidad reinante y una búsqueda de la autenticidad personal, del yo verdadero.
POESÍA Y CONTEMPLACIÓN: DOS VOCACIONES RECONCILIADAS
Merton nace en enero de 1915, en medio de una de las conflagraciones más terribles de la historia, y le recibe el escenario dividido de The Waste Land: “that world was the picture of Hell” escribe en The Seven Storey Mountain. Desde muy pronto vivencia una dicotomía entre el mundo de artistas de sus padres, una burbuja de sosiego doméstico, y ese otro mundo exterior lleno de egoísmo, odio, miedo, desesperanza, violencia y contradicción. Es lógico, por tanto, que tuviese desde su infancia un rechazo de la vida secular − por lo menos así lo reflejan las páginas de su autobiografía − que le llevaría a buscar en el arte de carácter sagrado una respuesta liberadora de la corrupción que le tocó vivir. Esta amalgama de arte y sacralidad le inspiraría el retrato de su padre como “un pintor santo” en The Seven Storey Mountain, y explicaría a su vez el abandono transitorio de su gusto inicial por cierta literatura vanguardista y por autores como D.H. Lawrence en favor de escritores y poetas como San Juan de la Cruz, Gerard Manley Hopkins, Aldoux Huxley, Jacques Maritain, Leon Bloy, y otros, cuyo fundamento estético, intelectual y espiritual es místico y se inscribe, de una u otra manera, en la “filosofía perennis.”
En un principio, Merton consideró el arte no como fin en sí mismo sino sometido a otros requisitos mayoritariamente litúrgicos y espirituales. Su interés por el arte sagrado tiene su origen en el descubrimiento de unos mosaicos bizantinos del siglo VI en la Iglesia de San Cosme y San Damián en Roma en 1933. Allí fue cuando cae en la cuenta, de forma nítida, del indisociable vínculo entre arte y espiritualidad: “what a thing it was to come upon the genius of an art full of spiritual vitality and earnestness and power. Its solemnity was made all the more astounding by its simplicity − and by the obscurity of the places where it lays hid, and its subservience to higher ends.”27 La estética bizantina enfatizaba una totalidad ultraterrenal y expresaba, a través de sus símbolos, una Jerusalén celestial o Ciudad de Dios en la que el mundo físico se transmutaba en un universo trascendente, luminoso y eterno.
Esta temprana adhesión al arte sagrado adquirió su consolidación teórica en su tesina sobre William Blake, redactada seis años más tarde. Escrita desde una perspectiva relativamente personal, Merton olvida el panteísmo visionario blakeano desvelándole como modelo ejemplar de artista cristiano, creador de una estética antimaterialista o antimundana que en verdad no se corresponde con su obra, como veremos. Ciertamente, esa imagen ficticia de Blake le resultaba muy emblemática ya que estaba dotada de una voluntad de reconciliación entre el culto al arte y lo sagrado, que, no obstante, implicaba la adopción de una postura dicotómica y de rechazo de la sociedad y de su tiempo, que describe como “my own disgusting century: a century of poison gas and atomic bombs.”28 Conceptos que aún tardaría en resolver.
Mas, en cualquier caso, una vez que Merton ingresa en el monasterio de Getsemaní, e incluso antes, comienza a tener dudas serias respecto a la utilidad de todo arte – ya sea sagrado o profano – para la vida contemplativa y decide abandonar para siempre su impulso artístico y creativo. Su único deseo entonces sigue el camino trazado en el epílogo de su autobiografía: “to be lost to all created things, to die to them and the knowledge of them.”29 Este rechazo del mundo creado como obstáculo para la contemplación se vió acompañado de un anhelo de abandonar su vocación de artista, desdeñando abiertamente, como ya hemos apuntado, su condición de escritor. Con cierto tono despreciativo describe Merton su yo literario:
… he is a business man. He is full of ideas. He breathes notions and new schemes. He generates books in the silence that ought to be sweet with the infinitely productive darkness of contemplation. And the worst of it is, he has my superiors on his side. They won’t kick him out (…) Nobody seems to understand that one of us has got to die.30
No sabemos muy bien cuales fueron los motivos que indujeron a Merton a renegar del arte durante la primera mitad de su vida monástica. Podría argumentarse que una de las causas fuese la influencia de la tradición monástica cisterciense cuyo espíritu de simplicidad y pobreza y su riguroso ascetismo no dejaban apenas lugar para la expresión artística. Como joven recién profesado en Getsemaní, Merton había leído y estudiado ampliamente a San Bernardo, y según el santo, la ornamentación artística causaba distracciones e inspiraba idolatría o excesiva devoción e imposibilitaba vivir una auténtica vida silenciada. No obstante, como el mismo Merton apunta en su libro The Waters of Siloe, fue precisamente la redefinición que hizo San Bernardo de la arquitectura cisterciense la que propiciaría el desarrollo del nuevo estilo gótico del siglo XIII,31 por lo que la aparente mentalidad anti-arte de los trapenses no parece que fuese un factor decisivo en su renuncia del arte. Además, no se debe olvidar que sus superiores nunca le animaron a abandonar la escritura en beneficio de su crecimiento interior, sino que por el contrario sus superiores le auguraron en su devenir literario una esencial fuente de inspiración religiosa.
Otra de las razones por las que Merton quiso desligarse de las letras y quemar todos sus manuscritos antes de entrar en Getsemaní hubiera podido ser su consideración de las artes poéticas como una división de lealtades desde el punto de vista de la moral cristiana. Como se sugiere en su autobiografía, durante los años anteriores a su conversión él fue un joven bohemio, un prometedor intelectual que llegó a flirtear con el marxismo y cuya vida se fragmentó por una excesiva disipación. Tras su ingreso en la abadía, seguramente asoció su escritura con el hedonismo que había caracterizado su periodo estudiantil en Cambridge y Columbia, sumamente licencioso, si bien este argumento termina por diluirse si observamos que mucho de lo que escribió antes de entrar en el monasterio no es, en ningún sentido, lujurioso ni inmoral. Por tanto, ninguno de estos dos motivos aludidos pueden