Testamento (Lc 22, 30); y que el arca de la alianza era tipo de la Virgen María (Ap 11, 19; 12, 1-6.13-17).
Además de los tipos del Antiguo Testamento tratados explícitamente en el Nuevo Testamento, hay muchos otros implícitos, pero obvios. Por ejemplo, el papel de San José en la infancia de Jesús tiene claramente como telón de fondo el papel del patriarca José en la temprana vida de Israel. Los dos llevan el mismo nombre; ambos son descritos como «recto», o «justo»; reciben revelaciones en sueños; ambos se ven desterrados a Egipto; y los dos entran en escena a fin de preparar el camino de un acontecimiento mayor: en el caso del patriarca José, el éxodo guiado por Moisés, el Libertador; en el caso de San José, la redención efectuada por Jesús, el Redentor[4].
Los tipos marianos abundan en el Antiguo Testamento. Encontramos a María prefigurada en Eva, la madre de todos los vivientes; en Sara, esposa de Abrahán, que concibió milagrosamente a su hijo; en la reina madre de la monarquía de Israel, que intercedía ante el rey en favor del pueblo de la tierra; y en otros muchos lugares, de otras muchas maneras (por ejemplo, Ana y Ester). El tipo más explícitamente mencionado en el Nuevo Testamento, el arca de la alianza, lo trataré con mayor detalle en un capítulo propio. En este momento quiero señalar simplemente que, al igual que el arca primitiva fue hecha para portar la antigua alianza, la Virgen María fue creada para llevar la nueva alianza.
COSAS DE FAMILIA
Esa nueva alianza, traída al mundo por la Santísima Virgen María, es la que lo cambia todo en nuestras vidas —en la mía y en la tuya— y en la historia humana. En efecto, todos los encuentros decisivos entre Dios y el hombre están marcados por alianzas. La relación de Dios con Israel quedó definida por una alianza, como lo fueron sus relaciones con Adán, Noé, Abrahán, Moisés y David. Jesús mismo habló de su sacrificio redentor como la nueva alianza en su Sangre (Lc 22, 20).
Oímos esas palabras en la Plegaria eucarística de la Misa, pero ¿nos paramos alguna vez a preguntarnos: qué es una alianza? Se trata de una pregunta absolutamente crucial, que nos lleva al corazón de la fe y de la vida cristiana. De hecho, nos lleva al corazón mismo de Dios.
¿Qué es una alianza?[5]. La cuestión nos devuelve a la realidad primordial que tratábamos al comienzo de este capítulo: la familia. En el antiguo Oriente medio, una alianza era un vínculo sagrado de parentesco, basado en un solemne juramento que introducía a alguien en una relación de familia con otra persona o tribu. Cuando Dios hizo su alianza con Adán, Noé, Abrahán, Moisés y David, fue invitando a entrar en su familia a un círculo cada vez más amplio de personas: primero una pareja, después una familia, después una nación y finalmente el mundo entero.
Sin embargo, todas aquellas alianzas se rompieron a causa de la infidelidad y del pecado del hombre. Dios permaneció constantemente fiel; no así Adán, ni Moisés, ni David. De hecho, la historia sagrada nos lleva a concluir que sólo Dios guarda las promesas de la alianza. Entonces, ¿cómo podrá la humanidad cumplir la parte que le corresponde de una alianza, de forma que dure por siempre? Sería preciso un hombre sin pecado y tan fiel como Dios. Por eso, para la nueva y eterna alianza, Dios se hizo hombre en Jesucristo y Él estableció la alianza por la cual entramos a formar parte de su familia: la familia de Dios.
Esto entraña más que un mero compañerismo con Dios. Pues «Dios en su misterio más íntimo es [...] una familia». Dios mismo es Padre, Hijo y el Espíritu de Amor... y los cristianos son elevados a la vida de esa familia. En el bautismo somos identificados con Cristo, bautizados en el nombre trinitario de Dios; asumimos su nombre de familia y así llegamos a ser hijos en el Hijo. Somos introducidos en la vida misma de la Trinidad, donde podemos vivir enamorados para siempre. Si Dios es familia, el cielo es hogar[6]; y con Jesús, el cielo ha venido a la tierra.
LA FAMILIA MÁS FUNCIONAL
La familia de la alianza divina es perfecta, no le falta nada. La Iglesia mira a Dios como Padre, a Jesús como hermano, y al cielo como su casa. ¿Qué falta entonces?
En verdad, nada. Toda familia necesita una madre; sólo Cristo podía escoger a la que sería suya, y la escogió providencialmente para toda su familia de la alianza. Ahora, todo lo que tiene lo comparte con nosotros. Su vida divina es nuestra; su casa es nuestra casa; su Padre es nuestro Padre; sus hermanos son nuestros hermanos; y, también, su madre es nuestra madre.
Una familia resulta incompleta sin una madre amorosa. Las iglesias cristianas separadas que disminuyen el papel de María inevitablemente terminan por dar la sensación de un pisito de soltero: masculino a más no poder; ordenado, pero no hogareño; funcional y productivo... pero con poco sentido de la belleza y la poesía.
Todas las Escrituras, todos los tipos, la creación entera y nuestras necesidades humanas más profundas nos dicen que ninguna familia debería ser de esa manera... y ciertamente no la familia de Dios establecida por la alianza. Los apóstoles lo sabían y esa fue la razón por la que estuvieron juntos con María en Jerusalén el día de Pentecostés. Las primeras generaciones cristianas lo sabían y por eso pintaron su imagen en las catacumbas y le dedicaron iglesias.
En los iconos más antiguos de María, casi siempre se la retrata sosteniendo a su hijo pequeño: dándole siempre al mundo, como en el capítulo 12 del Apocalipsis. Como verdadera madre, habitualmente se la retrata señalando a su hijo, pero dirigiendo la mirada hacia los espectadores, sus otros hijos. Cuida maternalmente de su hijo —puesto que un niño pequeño no puede mantenerse en pie por sí mismo—, al tiempo que cuida como madre a sus hijos que están en el mundo y nos atrae junto a Él.
[1] Cf. Herbert Ratner, M.D., «The Natural Institution of the Family», en Child and Family 20 (1988) 89-106.
[2] Juan Pablo II, Homilía 28 enero 1979, en CELAM, Puebla, Edica, Madrid 1979, pp. 46-47. Cf. también Antoine E. Nachef, The Mystery of the Trinity in the Theological Thought of Pope John Paul II, Peter Lang, Nueva York 1999, pp. 49-62; Bertrand de Margerie, S. J., The Christian Trinity in History, St. Bede’s Publications, Still River, Mass., 1982, pp. 274-324.
[3] Sobre la tipología y los sentidos literal y espiritual de la Sagrada Escritura, cf. Mark Shea, Making Senses Out of Scripture: Reading the Bible as the First Christians Did, Basilica Press, San Diego 1999; Ignace de la Potterie, S. J., «The Spiritual Sense of Scripture», Communio 23 (1996), 738-756; William Kurz, S. J. y Kevin Miller, «The Use of Scripture in the Catechism of the Catholic Church», Communio 23 (1996), 480-507; Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, L.E.V., Città del Vaticano 1993, pp. 71-78; Leonhard Goppelt, Typos: The Typological Interpretation of the Old Testament in the New, Eerdmans, Grand Rapids, Mich., 1982; R.M. Davidson, Typology in Scripture, Andrews University Press, Berrien Springs, Mich., 1982; G.W.H. Lampe y K.J. Woollcombe, Essays on Typology, S.C.M. Press, London 1957; Jean Daniélou, The Bible and the Liturgy, University of Notre Dame Press, Notre Dame, Ind., 1956.
[4] Raymond Brown, S.S., El nacimiento del Mesías, Cristiandad, Madrid 1982, p. 23.
[5] Sobre la naturaleza familiar de las relaciones y obligaciones de la alianza en el antiguo Israel, cf. Frank Moore Cross, «God as Divine Kinsman: What Covenant meant in Ancient Israel», en Biblical Archaeology Review jul/ag (1999), 32-33, 60; idem, «Kinship and Covenant in Ancient Israel», en From Epic to Canon: History and Literature in Ancient Israel, Johns Hopkins University Press, Baltimore 1998, pp. 3-21; Scott Hahn, A Father Who Keeps His Promises: God’s Covenant Love in Scripture, Servant, Ann Arbor 1998; idem, Kinship by Covenant: A Biblical-Theological Study of Covenant Types and Texts in the Old and New Testaments, Tesis doctoral, Marquette University 1995; Paul Kalluveettil, Declaration and Covenant, Pontifical Biblical Institute Press, Roma 1982, p. 212; D. J. McCarthy, S. J., Old Testament Covenant: A Survey of Current Opinions, John Knox Press, Richmond, Va., 1972, p. 33.