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Prólogo Sobre el progreso de nuestra ignorancia
La privatización de la ilegalidad
Avatares de un cronotopo: El ejido en el fin del orden posrevolucionario
El delirio del espacio público urbano
La frontera como relación social criminal o criminalizada
Las relaciones entre México y Estados Unidos: ¿el fin de una época?
Imágenes del orden. Ensayo sobre la percepción de lo informal
Prólogo
Sobre el progreso de nuestra ignorancia
No es novedad que funcione mal el sistema de administración de justicia, no es novedad el desempleo ni que el salario mínimo sea insuficiente, no es novedad que haya acusaciones de corrupción, no es novedad la desconfianza hacia los partidos políticos ni que el futuro de la economía sea dudoso. Y sin embargo, es difícil deshacerse de la sensación de que hay algo nuevo en la situación actual del país. Es grave, como lo fue en 1982, en 1995, pero hay un clima de desconcierto, de desorientación, que no había entonces.
Algo relativamente nuevo también, cuya importancia no es fácil de calibrar, es la decadencia de las élites. Todas: las élites económicas, políticas, académicas, culturales. Seguramente hay, por partes iguales, ignorancia, ineptitud e indiferencia –y todo ello habría que explicarlo. En lo que puede verse, hay una sorprendente incapacidad para reaccionar con sensatez, e imaginar soluciones para cualquiera de los problemas. Acaso sea el rasgo más dramático: en el espacio público no hay ni siquiera el esbozo de un futuro distinto. Y nos hemos acostumbrado a una nueva normalidad de 20,000 homicidios al año, de un salario mínimo de cuatro dólares diarios, una economía informal que es más de la mitad del producto, cotidianas acusaciones de corrupción, crecimiento mediocre, elecciones que ahondan la crisis de legitimidad, sistemas de educación y de salud pública arruinados, y un turno de figuras políticas, a cual más desacreditada.
No tiene mucho sentido la comparación. No es ésta la peor situación en que se haya visto el país. Pero sí es característica, y relativamente nueva, la sensación de desorientación.
Según lo más probable, los diferentes problemas corresponden a ciclos distintos, y tienen causas diferentes, de modo que en teoría podrían resolverse uno por uno. Pero forman parte de una misma configuración, y la coincidencia de la crisis de seguridad, el marasmo económico, el descrédito de las instituciones, el naufragio de la clase política, es lo que define al presente.
Primera hipótesis: Esto no es una crisis, sino otra cosa. Nuestro confuso presente es resultado del largo proceso de disolución del régimen de la Revolución Mexicana, y en particular, del desmantelamiento del Estado –en su forma histórica concreta, que incluía al pri, las corporaciones obreras, la reforma agraria, y los demás aparatos, recursos, mecanismos, rituales, del antiguo orden. El cambio, más o menos consciente, más o menos deliberado, según el caso, se ha producido en diferentes planos. En primer lugar ha habido una transición económica, o una serie de transiciones económicas, que suponen el abandono del modelo desarrollista, la despolitización de los mercados, la apertura comercial, la autonomía del Banco de México, la austeridad en el gasto público.
El resultado es múltiple. La formación de una economía exportadora dependiente del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, la caída dramática del salario mínimo, el deterioro del poder adquisitivo de los salarios, el aumento de la desigualdad, un crecimiento espectacular de la economía informal, y un intenso movimiento migratorio, dentro y fuera del país.
En segundo lugar, ha habido también una transición institucional, administrativa, guiada en términos generales por criterios de eficiencia, economía, racionalidad, transparencia, para producir un aparato burocrático teóricamente más ligero, más barato, más eficaz, profesional, más vigilado. Y que tiene muchas aristas, desde las leyes de acceso a la información, los mecanismos de auditoría, la regulación del gasto público, hasta el diseño del sistema de juicios orales, los exámenes de control de confianza.
En tercer lugar, ha habido una transición propiamente política. Es la más visible, la más conocida: el paso del sistema de partido único, o casi único, a un sistema pluripartidista, con elecciones competidas, alternancia. Se ha hablado de ello hasta el cansancio, se han discutido en todos sus detalles, repetidamente, y de hecho, durante casi dos décadas, fue la clave para definir el sentido del proceso histórico: la transición a la democracia.
Es más difícil de fechar, más difícil de identificar en sus rasgos concretos, pero ha habido también, sin duda, una transición cultural. A lo largo de los últimos treinta o cuarenta años ha ido desapareciendo el lenguaje del nacionalismo revolucionario: nación, pueblo, revolución, soberanía; y han perdido eficacia los recursos simbólicos característicos de la cultura del siglo veinte: el campo, el campesino, el antiimperialismo, Hidalgo, Juárez, Zapata. No se han borrado por completo, pero tienen una especie de sobrevida episódica, imprevisible. Ahora bien, lo importante es que ese repertorio simbólico no ha sido sustituido en el espacio público por otro de parecida eficacia, coherencia, de parecida extensión o intensidad emotiva.
En lugar de todo aquello se ha impuesto un lenguaje abstracto, aséptico, formal, de acentos técnicos, el que corresponde a lo que se puede llamar el sentido común neoliberal. Y que sobre todo tiene el efecto de despolitizar mucho de la acción pública, y la discusión sobre la acción pública.
El resultado, lo tenemos delante, es lo que, por ponerle un nombre, podríamos llamar una larga transición societal –un cambio hacia nuevas formas de orden, nuevas formas de relación, de autoridad, nuevas estructuras productivas, patrones de consumo, de asociación, nuevos conflictos y nuevas formas de ordenar los conflictos. O sea, una nueva sociedad que no entendemos del todo, que no conocemos del todo –que casi no conocemos, en realidad.
La transición ‟societalˮ se manifiesta de manera dramática en la crisis de seguridad, el aumento vertiginoso de la tasa de homicidios en el país. Pero ese es sólo un indicador. Sólo cuatro rasgos, cuya trama permite perfilar el nuevo orden. Primero, un cambio demográfico: en los últimos treinta, cuarenta años ha habido un intenso movimiento migratorio hacia algunas ciudades en el centro y norte del país, y en particular hacia las ciudades de la frontera, y hacia los Estados Unidos: los veinte millones de mexicanos que viven del otro lado son un componente fundamental de la economía del país, y de la estructura productiva de América del Norte –y un vector político incalculable. Segundo, la nueva estructura productiva ha ocasionado un crecimiento considerable de lo que se llama la economía informal, o lo que se contabiliza como economía informal, que es ya más de la mitad del producto, y la proliferación de las economías ilegales: en minería, madera, gasolina, contrabando, falsificaciones, que generan a su vez sistemas de protección privada.
Tercero, hay un efecto acumulativo de la despolitización de los mercados, la transición