Y cuanto más libre, cuanto menos regulado, mejor. Tercero, para combatir la corrupción, la arbitrariedad, las prácticas arcaicas del sistema político, es indispensable la transparencia –acceso a la información, licitaciones, auditorías, que significa procedimientos más rígidamente formalizados. Y para todo lo demás, para las tareas de gobierno propiamente dichas, no hace falta otra guía sino el Estado de Derecho, aplicar la ley.
En el fondo hay el movimiento de despolitización que es característico del momento neoliberal. La acción del Estado se descompone en dos elementos: el derecho y la política. El derecho son reglas, la política son decisiones. El derecho, se supone, es un conjunto de normas generales, que tienen la misma vigencia para todos y no dependen de la voluntad de nadie; la política, en cambio, se trata del ejercicio del poder, y eso significa a fin de cuentas imponer la voluntad de un individuo, un grupo, un partido. Por eso, lo que se espera del Estado es la aplicación de la ley, que es lo único compatible con la libertad. Y reducir al mínimo los márgenes de discrecionalidad.
Nadie se opone realmente al nuevo modelo ni tiene otra idea, nadie entre las élites. Las resistencias son episódicas y sobre todo marginales, de viejos sindicatos, guerrillas, movimientos populares. En el lenguaje dominante en el espacio público todos ellos están desacreditados de antemano como expresión de intereses particulares (intereses creados, grupos rentistas, poderes fácticos). Por oposición a ellos adquiere protagonismo un nuevo sujeto, a la altura del programa: la Sociedad Civil. Desde luego, no está claro lo que significa el término, según el caso significa una cosa u otra, pero en general se invoca como instancia desinteresada, o atenta sólo al interés público, que por eso puede vigilar la correcta operación de las instituciones –por eso, una de las claves del tránsito es la “ciudadanización”.
La Sociedad Civil es una colectividad imaginaria, abstracta, hecha de individuos sólo provistos de buena voluntad. Y es depósito de todas las virtudes que de ninguna manera podrían reconocerse a las colectividades concretas de sindicatos, corporaciones, ambulantes, ejidatarios. En un sentido muy concreto, la Sociedad Civil no es política, y por eso se puede confiar en ella. Por eso proliferan los llamados a la “participación”, como si fuese obvio lo que eso significa, como si fuese un movimiento espontáneo, individual, de intención cívica.
El programa se explica a partir de una crítica bastante sumaria del antiguo régimen. Nunca había habido en realidad un buen conocimiento del antiguo régimen, ni de la sociedad ni del Estado, ni del funcionamiento del sistema político. Ese desconocimiento se agravó a partir de 1968, porque se impuso una lectura beligerante, con frecuencia sectaria.
Tercera hipótesis: En algún momento, perdimos (o perdieron) de vista al país. Los diagnósticos del país, los que circularon en el espacio público en esos años, fueron fundamentalmente políticos, los de la derecha, los de la izquierda, los del gobierno. La idea básica era que la enfermedad del país era política: autoritarismo, fraudes electorales, arbitrariedad, corrupción. Lógicamente, eso significaba que la vía de solución tenía que ser también política –y era, palabras más o menos, acabar con el pri.
Para dos generaciones, tanto en la prensa como en la academia, el punto de partida para entender al país fue El sistema político mexicano de Daniel Cosío Villegas. Era un libro incisivo, muy asequible, que proponía una explicación simplona, esquemática, inexacta, vertical, de la política vista desde los pasillos de palacio, pero que se correspondía con lo que decía el sentido común –empezando por la idea de la “monarquía absoluta sexenal, hereditaria en línea transversal”. Y por eso servía como recurso de orientación, incluso para la clase política. Era una especie de elaboración mitológica del sistema político, cuyas claves eran un presidente omnipotente, un partido omnipresente.
La imagen recibida, cuando inicia la transición, sobre todo subrayaba la integración de gobierno, partido, sindicatos, corporaciones: todo eso era uniformemente el antiguo régimen, y todo era un obstáculo para la modernización, desde la reforma agraria y el ejido, hasta la Ley Federal del Trabajo, el sistema electoral o las empresas públicas. La política, toda, repentinamente se convirtió en “el pasado”. Era la forma histórica concreta de la sociedad mexicana la que resultaba obsoleta, y se suponía que podía, que debía ser reemplazada de todo a todo por formas modernas.
El consenso de los ochenta, para darle un nombre, se nutre del auge de la cultura del neoliberalismo, el giro de la izquierda para privilegiar la democracia, el lenguaje antiautoritario de los años sesenta. También hay una veta académica que contribuye a su cristalización en las décadas siguientes. En primer lugar, la aceptación de los modelos de “transición a la democracia”, y los intentos de asimilar en sus términos el proceso mexicano –que contribuyeron en mucho a hacer todavía más borrosa la imagen del antiguo régimen. En segundo lugar, por supuesto, el predominio de la economía neoclásica (la que se llama macroeconomía de microfundamentos). Y en tercer lugar, con parecida importancia, un pensamiento jurídico fundamentalmente doctrinario, abstracto, que pone en boga el nuevo lenguaje de los derechos.
En las últimas décadas hemos enviado a cientos, miles de estudiantes a estudiar en Estados Unidos, y se han formado muchos, acaso la mayoría, en una ciencia social de angustiada ambición científica, que necesita fórmulas, modelos, regresiones –algo que pueda ponerse en un gráfico. Y que por eso tiene como materia de estudio los aspectos medibles de la realidad, si no es que los puros modelos de comportamiento de hipotéticos actores racionales. Es una ciencia social cuyo mérito consiste en prescindir del contexto tanto como sea posible, porque busca explicaciones generales. El resultado han sido dos generaciones de académicos, algunos excelentes, pero con un modo característico de entender el país, un modo característico de no entender el país. En particular, por supuesto, quienes han estudiado allí economía, ciencia política o administración pública, cada vez más indiscernibles, con preocupaciones, supuestos, prejuicios y modelos muy similares –y con una influencia desproporcionada en la toma de decisiones (en comparación con historiadores, antropólogos, algunos sociólogos).
A título de ejemplo, un libro reciente de Raymundo Campos, economista del Colegio de México; en la introducción explica lo que significó para él regresar al país después de estudiar su doctorado en la Universidad de California: “Cuando regresé a mi país tuve un choque cultural: algunas personas tiraban basura en la calle, algunas personas violaban claros reglamentos de tránsito (no respetar semáforos, vueltas indebidas, entre otras)...” Es revelador que los pocos años de su doctorado bastasen para que se sintiera estadunidense de tal manera que al regresar a México experimentase un “choque cultural” con esa otra cultura en que la gente tiraba basura en la calle y hablaba español. Y si es notable que un mexicano se sorprenda a los cuarenta años de que haya quien tire basura en la calle en México, es mucho más notable que no haya visto que en Estados Unidos también la gente tira basura en la calle, da vueltas prohibidas o se salta el semáforo, y compra y vende comida en la calle, o drogas, como en todas partes, y contrata trabajadores sin papeles. Es decir, que en realidad no era que se hubiese asimilado a la cultura estadunidense, sino a una versión intensamente ideologizada de la cultura estadunidense –que le hacía pensar que “allá” no había nada de eso.
En ese contexto ideológico, hay dos actores nuevos, relativamente nuevos, que tienen una función decisiva en el proceso de transición. Uno: las empresas de consultoría. A veces son sencillamente eso, empresas, en el negocio de elaborar información, aconsejar, evaluar, levantar encuestas; a veces son centros de educación superior que se habilitan como consultores para alguna institución pública; y a veces son a medias consultoras, a medias organizaciones militantes, con una causa concreta: la seguridad, la transparencia. Las diferencias no son irrelevantes, pero la función es muy parecida. La desconfianza hacia lo público, la fe ciega en las virtudes del mercado, el endiosamiento de la Sociedad Civil, el desarrollo de una cultura de la auditoría, todo contribuye al ambiente en que esas organizaciones privadas de administración del conocimiento resultan indispensables. Elaboran diagnósticos, diseñan políticas, imponen sistemas de evaluación. Muchas de las tareas del Estado se dislocan, y se asignan a las empresas de consultoría. El problema, uno de los problemas en todo caso, es que su manera de trabajar requiere un método que inevitablemente sesga los resultados: la improvisación en la materia que sea,