Fernando Escalante Gonzalbo

Si persisten las molestias


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de significados sobre morir y matar se volvió mucho más importante de lo que fue en el mundo del contrabando que exaltaba la astucia y el ingenio por encima de la muerte.

      Empiezo con el problema de la sospecha. Este es un tema clásico en el estudio de las economías ilegales. Dado que no se dispone de recursos legales para garantizar que los acuerdos y contratos se cumplan, estas organizaciones se ven siempre en la necesidad de utilizar otras formas para crear un sentido de obligación y de certidumbre sobre las acciones futuras de los demás. Esos mecanismos van desde la intimidación y la coerción –por medio de castigos espectaculares, por ejemplo– hasta los códigos de honor, las relaciones de parentesco que derivan en responsabilidades mutuas, y las formas de intercambio material y simbólico que fundan relaciones de obligación recíproca. En principio es posible afirmar que mientras más efectivos y personalizados sean estos mecanismos, habrá menos ocasiones en que la violencia llegue al homicidio o al enfrentamiento armado. Pero esta premisa depende mucho de la medida en que esos mecanismos sean compartidos y logren establecerse como una especie de “derecho internacional” capaz de regular las interacciones entre las partes. Para que los grupos consideren que el resto de los actores está sujeto a los mismos mecanismos de creación de obligación es necesario que estos mecanismos se vean como independientes de la identidad. Es decir, que el honor y la sospecha no se depositen, por ejemplo, en un perfil racial, regional o socioeconómico particular.

      En las explicaciones sobre la violencia que se escuchan en las declaraciones de los acusados o que se elaboran localmente alrededor de sucesos particulares, abundan las referencias a los acuerdos no cumplidos, las traiciones, las envidias y las divisiones. Reflejan una verdadera crisis en los mecanismos para crear obligación y reducir la sospecha. Propongo simplemente como ejemplo la entrevista videograbada que hizo la Policía Federal a Edgar Valdez Villarreal, alias la Barbie, en agosto del 2010, y que da cuenta del inicio de la guerra entre los Zetas y Arturo Beltrán Leyva por un lado, y las otras facciones del Cartel de Sinaloa por el otro:

      ¿Cómo conoció al Chapo Guzmán?

      En una junta. En la última que estuvo Arturo [Beltrán Leyva] quedaron de acuerdo que Los Zetas iban a hablar nomás con Arturo y que si había algo, Arturo lo iba a arreglar. Después comienzan la envidias y volvió otra vez la guerra.

       ¿Las envidias entre quién?

      Entre Arturo y el Chapo, y el Mayo, Nacho Coronel, todos ellos.

       ¿Cuánto tiempo pasó desde que se reúnen la segunda vez a que se rompe el acuerdo?

      Nosotros hasta ahorita no peleamos con ellos [los Zetas], no somos amigos pero hay un pacto que no peleamos, aunque a veces ellos hacen cosas, pero está parado todo ahorita con ellos. Ellos están peleando pa’ allá pa’ Culiacán por allá con el Chapo y con Vicente, con ellos.

       ¿Quién fue el primero en no respetar el acuerdo?

      Comenzó todo por Juárez, que no querían al JL, el que le manejaba las cosas a Vicente Carrillo, pues nomás, supuestamente ellos [los Zetas] quedaron que ellos se iban a arreglar con Vicente para poder pasar por Juárez, pero comenzaron a pelearse, que se miraban feo, que… nomás comenzaron a pelear porque… porque así es esto…Yo lo que sé es que el Chapo les metió gente, o sea no respetó el pacto él. Les empezó a meter gente que mataba gente y era la gente de él pero él decía que no. Y hablaban, y hablaban, y hablan, eso sí muchas juntas, pero eso nunca se arregló. Porque no estaban de acuerdo que… pues la gente de abajo es la que me decía que no, y se peleaba la gente de abajo, la gente del Chapo con ellos y así comenzaron a pelear.

      El tema central de este segmento de la entrevista es precisamente cómo se frustran los intentos de llegar a un acuerdo que podría ser económicamente benéfico para todos los involucrados y reducir los costos en armas y vidas. Las envidias, la falta de correspondencia entre palabras y acciones, y la tendencia natural a la rivalidad son temas recurrentes. Pero hay aquí otras explicaciones que importa resaltar. La Barbie explica que los que se peleaban y no estaban de acuerdo eran la gente de abajo. Esta explicación sugiere un grado importante de descentralización en el interior del Cartel de Sinaloa, que coincide con el modelo de concesión de plazas. La guerra que se suscita es en cierta medida una guerra subsidiaria o por proxy, en la que se traslapan varios campos de acción simultáneos; los conflictos locales se añaden a los conflictos regionales y viceversa. El grado de centralización varía de una organización a otra y se relaciona con el grado de cohesión identitaria de los grupos y con la distribución de la sospecha. La Barbie dice que el Chapo fue el primero en romper el acuerdo, pero insiste en que, aunque su acuerdo con ellos hasta la fecha se mantiene, los Zetas son siempre sospechosos:

       ¿Cuando muere Arturo Beltrán se complica más la situación?

      No, ya estaba.

       ¿Son un peligro los Zetas para ustedes?

      Pues sí porque no respetan ellos, pues la verdad son mugrosos, se me hace que ni su mamá los quiere.

      Todos los grupos se reprochan entre sí no tener palabra y no respetar los acuerdos, pero con los Zetas se hace de una manera particular, es una modalidad distinta de sospecha. La Barbie no atribuye el hecho de que los Zetas no respeten o no cumplan los acuerdos a circunstancias particulares –una envidia, por ejemplo, como con el Chapo–, sino a su naturaleza, una característica permanente de su identidad. Los Zetas son así, por mugrosos. ¿Qué señala aquí el apelativo de mugrosos? ¿Por qué la palabra zeta como signo condensó todo lo repudiable, maligno y sanguinario, todo aquello que debía ser exterminado por otros grupos y por el gobierno mismo?

      Los Zetas son el ejemplo más claro de la privatización de la violencia estatal. Los catorce miembros fundadores, la llamada ‘primera generación’, fueron en su mayoría desertores del Ejército, a los que se unieron después miembros reclutados sobre todo entre pandillas urbanas. Los miembros iniciales eran también en su mayoría originarios de estados del sur de México, con rasgos físicos más indígenas: hay una dimensión racial velada en el término mugrosos. Pero además ser del sur implicaba que no estaban en su tierra, tenían pocos vínculos con la población de los lugares que controlaban, que en un principio fue el noreste. A diferencia de, por ejemplo, la Familia Michoacana o el Cártel de Sinaloa, la identidad de los Zetas no se sostuvo en la exaltación de un regionalismo. Eran en ese sentido un grupo de desterrados, una organización estrictamente nacional, nómadas. Sustituir los nombres y apodos individuales con letras y números contribuyó a crear un efecto burocrático, pues estos remiten una estructura de puestos ocupados por individuos intercambiables. La figura del zeta como presencia desarraigada que podía estar en cualquier estado de la república, asociada a un perfil racial, y como encarnación de la violencia más siniestra, ha justificado también las formas más crueles de represión estatal. De acuerdo con lo que la fiscalía de Veracruz ha dejado saber, la policía estatal albergó una Fuerza Especial conocida como Los Fieles, también formada por ex militares, que entre 2013 y 2016 llevó a cabo la desaparición forzada de por lo menos 15 personas. El procedimiento es revelador: se detenía arbitrariamente a sospechosos de ser Zetas, se les torturaba para extraerles “información” sobre el grupo, se les amenazaba, violaba, asesinaba, y luego se desaparecían sus cuerpos. O sea, se exorcizaba en los sótanos de la policía al Zeta que todo joven moreno y humilde lleva dentro y se desaparecía su cuerpo para que no contaminase los panteones nacionales.

      A pesar de que los Zetas se convirtieron en la encarnación de todo lo que debía ser eliminado, el modelo de organización delictiva militarizada que los caracterizó, lejos de ser una anomalía, se volvió común a prácticamente todos los grupos. Las milicias reclutadas entre ex militares, ex policías, pandilleros, migrantes o simplemente jóvenes con un gusto por las armas y las drogas se volvieron una verdadera clase trabajadora de la violencia de la que todos echaron mano. A medida que se fortalecieron las identidades grupales –con toda la parafernalia de nombres, insignias, uniformes y música que ahora vemos–, también se consolidaron las formas colectivas de sospecha y enemistad. Esto no desplazó las formas