territorios internos controlados por pequeños “señores de la guerra” ha mostrado tener una afinidad particular con las economías extractivas. Precisamente porque en éstas el valor se produce o acumula en las puertas antes que en la manufactura: es en los puntos de contacto entre economías locales y globales que las materias primas extraídas duplican o triplican su valor. Quien controle la circulación tendrá una renta asegurada.
En México estas empresas de la violencia han incursionado en todo tipo de actividades extractivas, los ejemplos abundan: el robo de combustible, la pesca ilegal, la tala clandestina, la minería irregular. Hay, por ejemplo, en la costa norte de Sonora un grupo de sicarios conocido como los Ruma –que controlan los caminos de terracería que unen la costa del Golfo de California con la línea fronteriza–; originalmente se dedicaban al desembarco y trasiego de drogas, después se sumaron a la bonanza propiciada por el paso de migrantes indocumentados. Alrededor de 2014, empezaron a intervenir en la comercialización de pescado y marisco en la zona. Cada pescador está obligado a darles una porción de su pesca diaria, o a venderles la totalidad a un precio menor del que se consigue en los mercados regionales.
Actualmente algunos de estos sicarios, que reclaman derechos ejidales, aprovecharon el conflicto entre la mina La Herradura, de Peñoles, y el ejido El Bajío, en el municipio de Caborca, Sonora, para explotar clandestinamente los terreros con oro que la mina desalojó luego de que un tribunal agrario declara inválidos los convenios que la compañía firmó con los ejidatarios. Es significativo que al desalojar la compañía minera uno de los tajos, los que hayan quedado en su posesión fueran los sicarios que de por sí controlaban la circulación por esos caminos, pero que al explotar irregularmente esos recursos apelen todavía al régimen ejidal como sustento jurídico de su ocupación. En conflictos de este tipo –que involucran a sicarios, compañías mineras, intermediarios políticos, ejidatarios, jueces y policías municipales y estatales– se ve claramente cómo el traslape de regímenes territoriales estatales, privados y delictivos fue creando nichos para el beneficio económico privado legal e ilegal.
Esto sugiere otra pregunta: ¿hasta qué punto estas concesiones informales de servicios y bienes previamente administrados por el Estado se han convertido de facto en formas de gobierno indirecto? Las compañías extractivas y las organizaciones delictivas no sólo explotan recursos que solían considerarse estrictamente públicos (el territorio y la violencia), también desempeñan de manera privada funciones típicamente gubernamentales y tienen la capacidad de transformar de fondo regiones enteras. Comprar y explotar todos los derechos de agua de una región tiene más implicaciones públicas que muchas políticas gubernamentales y sin embargo se considera una decisión privada en manos de las compañías mineras. Anular el servicio a pasajeros en la red ferroviaria es una política pública lo mismo que cobrar peaje. La exacción de cuotas en algunas regiones ha tenido más efectos que el régimen fiscal, ha logrado sofocar y promover actividades económicas particulares, además requiere de censos y de un control minucioso de la producción o traslado de ciertas mercancías. Si las cuotas a migrantes, por ejemplo, se imponen según el país de origen, los cobra-cuotas no sólo llevarán un control estricto del número de personas que pasaba por un lugar, también implementarán, como se ha visto, sistemas para verificar la nacionalidad de cada migrante.
Asimismo, las milicias de sicarios cumplen a veces funciones que podríamos definir como policiacas. En los años previos a que se formaran estas estructuras de control territorial, era muy común escuchar en la zona fronteriza de Sonora quejas y acusaciones relacionadas con los bajadores. Se conocía con ese nombre tanto a los asaltantes que robaban cargamentos de droga en el trayecto hacia Estados Unidos como a las personas que se dedicaban a secuestrar migrantes y cobrar rescate por ellos. Se decía que los bajadores eran “gente de fuera”, que eran más violentos, que eran los que “andaban chueco en lo chueco”. En otras palabras, los bajadores eran algo así como la ilegalidad de la ilegalidad, figuras semejantes a los piratas. El sistema de vigilancia y cuotas establecido por los sicarios parece haber reducido considerablemente la presencia de asaltantes y secuestradores, y algunos lo legitiman como garante del buen funcionamiento de las economías ilegales, de las que muchos viven. En cierta forma es como si los sicarios cumplieran las funciones de policías de la ilegalidad. Al mismo tiempo, el costo de las cuotas subió tanto que terminó por sofocar casi por completo el negocio de la migración indocumentada. Los polleros buscaron otras rutas, y muchas casas de huéspedes y hoteles que daban servicio a migrantes quedaron abandonados. Es decir, las cuotas se convirtieron en una política fiscal excesiva que tenía que pagar el eslabón más vulnerable de la cadena, el migrante mismo.
Por su parte, las organizaciones michoacanas se caracterizaron por su particular énfasis en la función judicial. Impusieron normas estrictas y castigos a sus propios miembros, como la prohibición de consumir drogas, y promovieron una doctrina religiosa y moral, que incluso quedó sistematizada en los libros de Nazario Moreno. Esa función judicial desbordó los límites de la organización, intervinieron en conflictos de otra naturaleza: cobrando deudas ajenas, por ejemplo, o dirimiendo conflictos relacionados con tierras, o incluso golpeando a hombres acusados de haber maltratado o abusado de mujeres. También mostraron una vocación política más declarada: se expresaron por medio de mantas escritas en un tono distinto, dirigidas al público en general, y no sólo a sus contrincantes. La forma privilegiada de estos mensajes es la denuncia, su gesto predilecto, desenmascarar. La mayor parte de los mensajes se reduce a dos tipos. Hay los que acusan a las autoridades estatales de colaborar o encubrir a otros grupos, y denuncian la hipocresía y duplicidad del gobierno. Hay, por otro lado, los que buscan caracterizar la violencia propia como una forma de justicia o limpieza social; se habla de los grupos rivales –en particular de los Zetas– como los “perros” y “mugrosos” que llevan a cabo formas de violencia inaceptable, que matan inocentes, mujeres, niños, que roban y secuestran. En esos casos, la retórica de las organizaciones delictivas tiende a acercarse y confundirse con la de las autodefensas. Su control territorial y social busca legitimarse como violencia limpia que protege y mantiene a raya la violencia sucia, foránea y depredadora.
La organización social y simbólica de la violencia.
Hasta hace diez años, el tráfico de drogas se organizaba sin ejercer un control territorial permanente y sin necesidad de milicias profesionales. La consecuencia más nefasta de la militarización del combate al narcotráfico –además de la crisis de violaciones a los derechos humanos, que no es poca cosa– es que propició la militarización de las organizaciones delictivas mismas. El ejemplo más contundente de privatización de la violencia estatal son los Zetas, pues ellos mismos, en tanto que miembros entrenados del Ejército, pueden verse como un recurso estatal que fue apropiado y privatizado por el Cartel del Golfo. Seguramente no es coincidencia que, en tanto fuerzas públicas recién privatizadas, los Zetas hayan sido también en gran medida responsables de imponer el nuevo modelo de organización delictiva con rasgos estatales: una milicia permanente que a cambio de un salario controla todas las actividades ilegales de un territorio y extrae cuotas. Es sumamente significativo que si bien el resto de los cárteles terminaron adoptando muchas de esas prácticas, el propósito de limpiar el territorio de Zetas se convirtió en una de las principales justificaciones de la guerra entre los grupos y de la represión estatal, y parece incluso haber sobrevivido a los Zetas como organización.
El hecho de que la violencia se haya vuelto no sólo un componente necesario en la organización del contrabando sino un negocio en sí mismo desencadenó una serie de cambios organizativos y simbólicos. En la transición de redes de contrabando a milicias, por ejemplo, los mecanismos para el control de la sospecha y la creación de certidumbre pasaron de formas personales de creación de obligación y confianza (parentesco, amistad, colaboración previa) a otras que se basan en el reconocimiento de identidades grupales (los contras) y estereotipos (los sospechosos). Esta transición es precisamente la condición necesaria para que se desaten formas de violencia más cercanas a la limpieza y la purga, que se basan en el reconocimiento de un cierto perfil físico y social. La comprensión de la violencia mexicana, tanto estatal como criminal, requiere de un análisis mucho más profundo de este tipo de lógicas. Por otra parte, esta transición de red a milicia significó que estos grupos tuvieron que resolver organizativa y simbólicamente