Elena G. de White

Conflicto cósmico


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      Durante los 25 primeros siglos de la historia humana no hubo revelación escrita. Los que eran enseñados por Dios comunicaban sus conocimientos a otros, y estos conocimientos eran así legados de padres a hijos a través de varias generaciones. La redacción de la palabra escrita empezó en tiempos de Moisés. Los conocimientos inspirados fueron entonces compilados en un libro inspirado. Esa labor continuó durante el largo período de 16 siglos; desde Moisés, el historiador de la creación y el legislador, hasta San Juan, el narrador de las verdades más sublimes del evangelio.

      La Biblia nos muestra a Dios como autor de ella; sin embargo, fue escrita por manos humanas, y la diversidad de estilo de sus diferentes libros revela la característica única de los diversos autores. Todas las verdades reveladas son inspiradas por Dios (2 Timoteo 3:16); sin embargo, están expresadas en palabras humanas. Y el Ser supremo e infinito iluminó con su Espíritu la inteligencia y el corazón de sus siervos. Les daba sueños y visiones y les mostraba símbolos y figuras; y aquellos a quienes la verdad fuera así revelada, revestían el pensamiento divino con palabras humanas.

      Los Diez Mandamientos fueron enunciados por Dios mismo y escritos con su propia mano. No es de redacción humana sino divina. Pero la Biblia, con sus verdades de origen divino expresadas en el lenguaje de los hombres, muestra una unión de lo divino y lo humano. Esta unión existía en la naturaleza de Cristo, quien era Hijo de Dios e Hijo del Hombre. Se puede pues decir de la Biblia lo que fue dicho de Cristo: “Aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (S. Juan 1:14).

      Escritos en épocas diferentes y por hombres que diferían notablemente en rango y ocupación, así como en facultades intelectuales y espirituales, los libros de la Biblia presentan contrastes en su estilo, como también diversidad en la naturaleza de los asuntos que desarrollan. Sus diversos escritores se valen de expresiones diferentes; a menudo la misma verdad está presentada por uno de ellos de modo más patente que por otro. Ahora bien, como varios de sus autores nos presentan el mismo asunto desde puntos de vista y bajo aspectos diferentes, puede parecer al lector superficial o descuidado que hay divergencias o contradicciones, allí donde el lector atento y respetuoso discierne, con mayor penetración, la armonía fundamental.

      Presentada por diversas personalidades, la verdad aparece en sus variados aspectos. Un escritor capta con más fuerza cierta parte del asunto; comprende los puntos que armonizan con su experiencia o con sus facultades de percepción y apreciación; otro nota mejor otro aspecto del mismo asunto; y cada cual, bajo la dirección del Espíritu Santo, presenta lo que ha quedado grabado con más fuerza en su propia mente. Cada cual presenta un aspecto diferente de la verdad, pero existe una perfecta armonía entre todos ellos. Y las verdades así reveladas se unen en perfecto conjunto, adecuado para satisfacer las necesidades del ser humano en todas las circunstancias de la vida.

      Dios se ha dignado comunicar la verdad al mundo por medio de instrumentos humanos, y él mismo, por su Santo Espíritu, habilitó a ciertos hombres y los hizo capaces de realizar esta obra. Guió la inteligencia de ellos en la elección de lo que debían decir y escribir. El tesoro fue confiado a vasos de barro, pero no por eso deja de ser del cielo. Aunque llevado a todo viento en el vehículo imperfecto del lenguaje humano, no por eso deja de ser el testimonio de Dios; y el hijo de Dios, obediente y creyente, contempla en ello la gloria de un poder divino, lleno de gracia y de verdad.

      En su Palabra, Dios comunicó a los hombres el conocimiento necesario para la salvación. Las Santas Escrituras deben ser aceptadas como dotadas de autoridad absoluta y como revelación infalible de su voluntad. Constituyen la regla del carácter; nos revelan doctrinas, y son la piedra de toque de la experiencia religiosa. “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16, 17).

      Las circunstancias de haber revelado Dios su voluntad a los hombres por su Palabra, no anuló la necesidad que tienen ellos de la continua presencia y dirección del Espíritu Santo. Por el contrario, el Salvador prometió que el Espíritu facilitaría a sus siervos la comprensión de la Palabra; que iluminaría y ampliaría sus enseñanzas. Y como el Espíritu de Dios fue quien inspiró la Biblia, resulta imposible que las enseñanzas del Espíritu estén en pugna con las de la Palabra.

      El Espíritu no fue dado –ni puede jamás ser otorgado– para invalidar la Biblia; pues las Escrituras declaran explícitamente que la Palabra de Dios es la regla por la cual toda enseñanza y toda experiencia deben ser probadas. El apóstol Juan dice: “No creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo” (1 S. Juan 4:1). E Isaías declara: “¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido” (Isaías 8:20).

      Muchos cargos se han levantado contra la obra del Espíritu Santo por los errores de una clase de personas que, pretendiendo ser iluminadas por éste, aseguran no tener más necesidad de ser guiadas por la Palabra de Dios. Están dominadas por impresiones que consideran como voz de Dios en el alma. Pero el espíritu que las dirige no es el Espíritu de Dios. Este método de seguir impresiones y descuidar las Santas Escrituras, sólo puede conducir a la confusión, al engaño y a la ruina. Sólo sirve para fomentar los designios del maligno. Y como el ministerio del Espíritu Santo es de importancia vital para la iglesia de Cristo, una de las tretas de Satanás consiste precisamente en arrojar oprobio sobre la obra del Espíritu por medio de los errores de los extremistas y fanáticos, y en hacer que el pueblo de Dios descuide esta fuente de fortaleza de la cual nuestro Señor nos ha provisto.

      Según la Palabra de Dios, el Espíritu Santo debía continuar su obra por todo el período de la dispensación cristiana. Durante las épocas en que las Escrituras, tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento, eran entregadas a la circulación, el Espíritu Santo no dejó de comunicar luz a personas aisladas, además de las revelaciones que debían ser incorporadas en el Sagrado Canon. La Biblia misma da cuenta de cómo, por intermedio del Espíritu Santo, ciertos hombres recibieron advertencias, censuras, consejos e instrucciones que no se referían en nada a lo dado en las Escrituras. También habla de profetas que vivieron en diferentes épocas, pero sin hacer mención alguna de sus declaraciones. Asimismo, una vez cerrado el canon de las Escrituras, el Espíritu Santo debía llevar adelante su obra de esclarecimiento, amonestación y consuelo en bien de los hijos de Dios.

      Jesús prometió a sus discípulos: “El Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho... Cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad... y os hará saber las cosas que habrán de venir” (S. Juan 14:26; 16:13). Las Sagradas Escrituras enseñan claramente que estas promesas, lejos de limitarse a los días apostólicos, se extienden a la iglesia de Cristo en todas las edades. El Salvador asegura a los discípulos: “Estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (S. Mateo 28:20). San Pablo declara que los dones y las manifestaciones del Espíritu fueron dados a la iglesia “para el perfeccionamiento de los santos, para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo: hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado del hombre perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:12, 13, VM).

      En favor de los creyentes de Éfeso, el apóstol rogó así: “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado... y cuál la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos” (Efesios 1:17-19). La bendición que San Pablo pedía para la iglesia de Éfeso era que el ministerio del Espíritu divino iluminara el entendimiento y revelase a la mente las cosas profundas de la santa Palabra de Dios.

      Después de la maravillosa manifestación del Espíritu Santo el Día de Pentecostés, San Pedro exhortó al pueblo al arrepentimiento y a que se bautizara en el nombre de Cristo, para la remisión de sus pecados; y dijo: “Recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es la promesa,