glorificación en la tierra y en el cielo.
¿Cómo ajustar la recitación de las diez Avemarías a la contemplación de cada misterio? Una posible forma de hacerlo consiste en introducir, entre el enunciado del misterio y el Padrenuestro, una breve pausa para evocar la escena correlativa, es decir, el episodio correspondiente de la vida de Cristo y de la Virgen, al mismo tiempo que se reza una pequeña oración alusiva, de preferencia bíblica: todo en forma muy breve, pero suficiente para situarnos en el episodio que enunciamos.
Y dentro del Avemaría se pueden agregar, tras el nombre de Jesús, unas palabras que aludan al misterio. Así, por ejemplo, “y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús nacido en Belén”, o “Jesús, bautizado en el Jordán”, o “coronado de espinas”, o “subido a los cielos”… Así se ha hecho a veces en el pasado, y no sin fruto. Estas son simples sugerencias; cada uno hará como le ayude mejor a rezar la decena teniendo a la vista el misterio que corresponda.
El objeto de esos pequeños recursos es hablar con la Virgen mientras se mira con sus ojos la escena del misterio, o se lo recuerda con su memoria cuando es ella la protagonista. Si en el curso de estos esfuerzos se enciende aquí y allá el chispazo de una imagen más viva y de un afecto más fervoroso, se habrá logrado la meta de la oración contemplativa.
Las páginas que siguen contienen una breve exposición del contenido de los veinte misterios. Las citas bíblicas van en letra cursiva. Quiera Nuestra Señora del rosario interceder por nosotros, para que el Espíritu Santo nos conceda la recitación y la contemplación fructíferas de los principales misterios de nuestra salvación.
MISTERIOS GOZOSOS
La Anunciación (S. XVII), Anónimo.
PRIMER MISTERIO
La Anunciación a María
LLEGADA LA HORA CENTRAL de la historia, Dios envió al mundo a su arcángel san Gabriel. No lo envió a un palacio de Atenas ni de Roma ni de Alejandría, sino a un humilde caserío de Nazaret, situado en un rincón marginal del vasto imperio. ¿A qué vino el arcángel? A visitar a la mujer del carpintero del lugar, llamada con el dulce nombre de María. Le traía la declaración de amor de la santísima Trinidad, que comenzó con estas palabras: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo.
¡Llena de gracia! Llena, colmada de gracia divina desde el primer instante de su ser virginal: ¡la Inmaculada Concepción! Pero ella, la toda hermosa, la toda santa, no se reconoció a sí misma en este saludo, porque se consideraba la pequeña esclava del Señor, y por eso se confundió con esas palabras, que la levantaban sobre toda creatura humana. Pues así la había creado el Dios omnipotente y misericordioso: más llena de gracia y de belleza que todos los espíritus celestiales.
El arcángel venía a pedirle, de parte del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, su consentimiento para concebir en su seno virginal al Mesías prometido, al Hijo del Altísimo, al redentor del mundo, cuyo nombre sería Jesús. Y ella, la siempre Virgen, debió preguntar cómo sería esto, pues no conocía varón, y tenía ofrecido al Señor el no conocerlo nunca. San Gabriel le explicó que esa concepción sería divina y no humana: El Espíritu santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra.
A la espera de la respuesta de María, hubo un instante de expectación en el cielo y en la tierra y en los abismos: un momento de silencio profundo, que guardó la humanidad caída, desde Adán y Eva en adelante, como suplicándole la respuesta afirmativa. Diríamos que al universo se le cortó la respiración de puro suspenso. Y tras ese momento vino prontísima la respuesta de María, que señalaba el inicio de la salvación del mundo: He aquí a la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.
Y en ese mismo instante, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. ¡Dios en el mundo, Dios que ahora es uno de nosotros! El Hijo eterno de Dios empezó a germinar, hecho hombre, en este nuevo templo y sagrario suyo que eran las entrañas virginales de María. Allí, como todos nosotros durante nueve meses, día tras día y hora tras hora, le daba su madre amorosamente de su carne y de su sangre, las mismas que serían inmoladas en la cruz por nuestra redención. ¡Jesús, hijo de María, sé para nosotros siempre Jesús!
La visitación de María a su prima Isabel. Libro de las Horas de Jeanne d’Evreux, reina de Francia (ca. 1324-28), Jean Pucelle.
SEGUNDO MISTERIO
La visita de María a su parienta Isabel
MARÍA, JOVENCÍSIMA, viaja por las montañas de Judá a la casa de su parienta Isabel, de avanzada edad. María, portadora de Cristo Dios en su seno, viene a ayudar a Isabel, portadora de Juan Bautista en el suyo. El ángel de la Anunciación le había contado que su parienta estaba ya en el sexto mes, y ella prevé que esa anciana, aunque embarazada por prodigio divino, no podrá valerse por sí misma en los meses venideros. Además, la compañía de otra mujer es la adecuada en ese trance.
Y por este imperativo de caridad, la madre de Dios ha renunciado a quedarse en Nazaret, donde habría permanecido sosegada, quietísima, en profunda contemplación del misterio de la Encarnación, y más aun, recogida en sí misma, en apacible y tierna adoración del Dios que ya crecía en el tabernáculo de su propio cuerpo. Pero no: lo primero es lo primero. El olvido de sí mismo y el servicio del prójimo, sobre todo del más necesitado, nos lo grabará María a fuego en nuestras almas, si se lo suplicamos.
En cuanto María saluda a Isabel —con qué dulce y encantadora voz—, el Bautista, como temprano precursor del Mesías, salta y baila en las entrañas maternas: reconoce a su Señor gozosamente. Confiesa Isabel: Tan pronto como tu saludo llegó a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. ¡Cómo iba a estarse quieto ante la presencia del Hijo de Dios! Esta maravillosa comunicación entre vientre y vientre materno bautiza al Bautista: lo santifica antes de nacer.
Al saludo de María responde Isabel, llena del Espíritu Santo, no con un susurro sino con un fuerte clamor, que seguirá resonando en nuestras voces a través de los siglos: ¡Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! Y más llena aun del Espíritu Santo, que es su Esposo, María exclama: Mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Y luego, con suprema humildad: Bienaventurada me llamarán todas las generaciones.
Es lo que hacemos en el rezo del rosario. Nuestra recitación del Avemaría, aunque repetida con amor incansable, no puede ser consciente de cada palabra que decimos, una por una, y una y otra vez, por la debilidad de nuestra mente. Pero tampoco deberíamos repetir maquinalmente esas maravillosas palabras venidas de lo alto: ¡bendita tú eres entre todas las mujeres…! Porque con gozo queremos llamarla bienaventurada —como ella predijo— de siglo en siglo, de año en año, y ¡ojalá! de día en día: ¡y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús!
Nacimiento de Jesús, Claude Gillot.
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